08 diciembre, 2011

Martín Luis Guzmán: A la sombra de la Revolución

Martín Luis Guzmán: A la sombra de la Revolución
Beatriz Alcubierre Moya y Jaime Ramírez Garrido 
Este diciembre se cumplen 35 años de la muerte de Martín Luis Guzmán. En este texto se hace un recuento de los últimos años del escritor, revolucionario, político y servidor público
Martín
El 24 de diciembre de 1976 todos los periódicos de la ciudad de México se refirieron a la muerte de Martín Luis Guzmán. Los editoriales exaltaban su labor como novelista, periodista, funcionario público, académico de la lengua, político. No escatimaron adjetivos elogiosos ni frases lapidarias. Así, mientras Excélsior lo calificaba como un hombre “de cuerpo pequeño y gigantesca capacidad para trabajar”, Novedades destacaba su “verticalidad personal que hermanó la actitud invariable al pensamiento expresado en palabra y obra”, y El Universal lo reconocía como “El más pleno, agudo, serio y persistente iniciador del renacimiento literario mexicano”.

Estos elogios se repitieron una y otra vez en los sucesivos homenajes que Guzmán había recibido desde su cumpleaños 80, cuando sus amigos y colegas celebraron una comida en su honor. Entre los asistentes se encontraban Mauricio Magdaleno, Jaime Torres Bodet, Carlos Monsiváis, Rosario Castellanos, Jesús Silva Herzog Flores y Miguel Alemán Velasco. En su mayoría eran miembros de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, que el propio Guzmán presidía. En esa ocasión el poeta José Gorostiza tomó la palabra en nombre de los organizadores del evento para dirigir un afectuoso discurso de reconocimiento a la trayectoria literaria y política del célebre ateneísta: “En este caballero, hombre de bien, gran señor de pequeña estatura, delgado, sonriente, generoso, que compensa su falta de corpulencia con una enorme energía moral e intelectual y con una enorme capacidad ilimitada de trabajo, coinciden tres personas: el revolucionario, el escritor y el hombre de acción”.1

Nos valdremos aquí de dicha caracterización, inspirada por el viejo Guzmán, para reflexionar brevemente en torno a las últimas dos décadas de su vida y a la manera como esas “tres personas” —el revolucionario, el escritor y el hombre de acción— articularon un mismo sistema de pensamiento que, pese a lo mucho que se ha dicho al respecto, nunca perdió su consistencia ideológica.

Empezamos, desde luego, por el más famoso de esos personajes, Guzmán el escritor, que había cultivado prolíficamente el ensayo, la novela, la biografía y la historia. Con independencia de los géneros explorados, sus obras constituyeron aproximaciones sucesivas que buscaban desentrañar los intrincados mecanismos de la política mexicana.
Por ello transitaron entre la realidad y la ficción, denunciando más que situaciones concretas, prácticas y gestos, voces y talantes propios de una cultura política. Por eso también han servido como base para crear tipos históricos y caracterizar a ciertos personajes que habitan en el imaginario colectivo, más por el testimonio de Guzmán que por lo que la historiografía académica haya podido indagar. No hay duda, por mencionar el ejemplo más significativo, de que el Villa que quedó delineado en las páginas de El águila y la serpiente y Memorias de Pancho Villa es el mismo que la cultura popular mexicana reconoce como propio y entrañable.

Asimismo, La sombra del caudillo reúne diversos hechos y personajes históricos en una trama de suspenso que descifra el funcionamiento de la política revolucionaria, describiendo los medios que permitieron a los políticos del nuevo régimen fundar nuevas formas de legitimidad y del ejercicio político.

De tal suerte, podemos decir que Guzmán el escritor fue también un agudo politólogo que empleó la literatura como una forma de denuncia, pero sobre todo como una finísima herramienta de análisis. Así, pese a una capacidad literaria que no encontró paralelo en ninguno de los escritores que le fueron contemporáneos, su verdadero campo de acción se encontraba en la arena política. En ella ubicamos al hombre de acción, que entró y salió de los círculos de poder de manera intermitente a lo largo de su vida, esgrimiendo su pluma cuando el exilio lo alejaba de estrados y curules.

Así, sus recuerdos reunidos en El águila y la serpiente muestran a un joven universitario involucrado en la revolución, departiendo con los caudillos y al final rumbo a un destierro del cual regresaría para reincorporarse al mundo de los gabinetes y las intrigas políticas.

Como director del diario El Mundo tuvo una modesta participación en los hechos que marcaron el inicio de la rebelión delahuertista. Las simpatías por el rebelde derrotado resultaron en el más prolongado de sus exilios.

Durante su estancia en España —entre 1923 y 1937— escribió sus dos obras mayores, El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, y sirvió como asesor y hombre de confianza de Manuel Azaña.

La guerra civil española y el fin del maximato callista propiciaron su regreso a México, donde poco a poco recuperó la cercanía con los poderosos que tuvo en los años posteriores a la Revolución mexicana y muy especialmente durante su estancia en España. Manuel Azaña, presidente de la República española, llegó a escribir en su diario: Guzmán entiende la política española mejor que yo.

En 1957, cuando López Mateos fue proclamado candidato a la presidencia por el Partido Revolucionario Institucional, Guzmán lo acompañó durante sus giras de campaña, de donde seguramente surgieron diversas iniciativas que se consagrarían durante el siguiente sexenio: los libros de texto gratuitos, el trato preferencial a los escritores en materia de impuestos y el reconocimiento oficial a Villa como parte del panteón histórico de la Revolución mexicana. Con ello, el periodo final de la vida de Guzmán quedaría marcado como uno de reconciliación con el régimen.

El reconocimiento en mayo de 1958 sería apenas el principio de un año de homenajes que lo definieron como protagonista de la vida cultural de México. El 20 de noviembre de 1958 recibió el Premio Nacional de Literatura; el 7 de diciembre fue nombrado rector honoris causa de la Universidad Autónoma del Estado de México, diez días después le concedieron el doctorado honoris causa de la Universidad de Chihuahua. El 3 de febrero de 1959 López Mateos, ya en calidad de presidente, le otorgó el Premio Literario Manuel Ávila Camacho, y dos semanas después, el 12 de febrero, lo nombró presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (Conaliteg).

Con la idea de los libros de texto gratuitos Guzmán recuperaba los ejercicios del Ateneo de la Juventud, las pretensiones de la Universidad Popular y, sobre todo, la experiencia de Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública. Por una parte, el objetivo de la nueva institución era otorgar la posibilidad a todos los niños, ricos y pobres, de acceder a los libros. Por otra, servía como instrumento de control de las escuelas privadas, en especial las religiosas, contra las que Guzmán se había manifestado de manera consistente desde 1945.

La Conaliteg dependía de la Secretaría de Educación Pública y se ajustó, para el contenido de los libros, a los programas escolares aprobados por ésta. Se pretendía, en aras de la unidad nacional, unificar contenidos, fortaleciendo la nacionalidad en tanto identidad colectiva, socavando en los textos las diferencias regionales y étnicas.

Precisamente en el año de los homenajes, al asumir su cargo al frente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, Guzmán abandonó las letras. Poco después, en 1961, publicó sus Obras completas en una lujosa edición de dos tomos, con un prólogo de Andrés Iduarte y el sello de su editorial Empresas Editoriales.2

Además de sus obras mayores (El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa), las obras completas reúnen sus primeros trabajos, como La querella de México y A orillas del Hudson, diversos artículos periodísticos, sus biografías de libertadores como Mina y de piratas, como Morgan o Barba Negra.

Destaca también una obra breve pero que despliega lo mejor de su estilo literario: Muertes históricas, en las que hace una crónica de los momentos previos a la muerte de Porfirio Díaz y de Venustiano Carranza.

El gesto de reunir la obra de su vida en aquellos volúmenes entraña una enorme carga simbólica. El hombre de acción daba por cerrado el trabajo del escritor (el novelista, el ensayista, el biógrafo, el historiador). Sus obras estaban “completas”. Además de su trabajo periodístico y sus actividades empresariales, Guzmán concedía un sitio primordial a su función al frente de la Comisión. El presidente Gustavo Díaz Ordaz lo ratificó en su puesto el 24 de diciembre de 1964. Más tarde, en 1967, declararía: “De escribir sólo me ha apartado la acción, por eso han sido tan fructuosos mis destierros. En el orden literario habría hecho más en la soledad de una cárcel”.3

El autor había asumido la responsabilidad de la educación de los niños del país a través de los libros. Había fijado su personalidad en un discurso leído y publicado para la posteridad y se consagraba (o permitía que lo consagraran) frecuentemente a través de las solapas de sus libros y los comentarios de su revista. Ya no escribía literatura, y esgrimía su pluma exclusivamente para defender al régimen de la unidad revolucionaria.

En cierta manera, como Villa, el octogenario Guzmán moría encerrado dentro de su propia utopía. Doroteo Arango estableció en la hacienda de Canutillo su propia sociedad comunitaria, a imagen y semejanza de las colonias militares del Chihuahua decimonónico. Asimismo, en su ámbito, Guzmán creó para sí mismo el mundo y la unidad por los que su ser revolucionario había luchado. Tal parece que solamente esperaba el último de los homenajes a su héroe para morir tranquilo y que su sombra quedara firmemente afianzada sobre buena parte de la historia política y cultural de México.

El 19 de noviembre de 1976 Martín Luis Guzmán rindió el último homenaje a Francisco Villa. Los restos de su general serían depositados en el Monumento a la Revolución en la ciudad de México. Martín Luis Guzmán fue invitado en su calidad de funcionario público (presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos), ex senador de la República (apenas en septiembre había dejado el cargo), veterano del ejército villista (en el que alcanzó el grado de coronel), pero sobre todo como el principal vindicador de la importancia histórica del héroe conmemorado. Debió sentirse aludido cuando uno de los oradores hizo referencia a la corriente que durante años conminó a hacer oficial la devoción que el pueblo le ofrece espontáneamente al caudillo desde su muerte en 1923.

Durante la mitad de su vida el revolucionario Guzmán había apoyado las causas perdidas de los caudillos Villa y De la Huerta. Con sus Memorias de Pancho Villa y La sombra del caudillo erigió una suerte de visión de los vencidos de la historia reciente de México. Después, al regreso de su exilio, coadyuvó a forjar una tardía unidad de los líderes de las distintas facciones revolucionarias, fundamento de la Revolución institucionalizada y sus actos de ecumenismo revolucionario, como en el que participaba aquella tarde de otoño de 1976. Al día siguiente los restos de Villa descansarían frente a los de Venustiano Carranza y a los de Plutarco Elías Calles, caudillos que murieron enfrentados.

El 22 de diciembre de 1976, en su oficina de la colonia Juárez, Martín Luis Guzmán murió rodeado de sus apuntes, diccionarios, pruebas de su revista Tiempo. Hoy sus restos descansan en la cripta familiar del Panteón Francés de la ciudad de México donde, en honor a su padre, se lee: La patria no siempre recuerda y honra las virtudes de sus hijos.

Este 35 aniversario de la muerte del autor invita a revisitar su obra.

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