Morfología del disidente
Vaclav
Havel fue uno de los disidentes esenciales del siglo XX, uno de los que
determinaron la fisonomía de ese final de siglo, con el derrumbe del
sistema soviético y todas sus consecuencias. Uno de sus temas fue el
poder de los sin poder, y en este aspecto fue una paradoja viviente:
pasó en poco tiempo de la cárcel al palacio de gobierno de Praga.
Demostró que su poder, desde la cárcel, desde la plena marginalidad,
había crecido en razón inversa de su condición de perseguido político.
Siempre observé a la antigua Checoslovaquia, desde los años de la
invasión por las tropas del Pacto de Varsovia, en agosto de 1968, y la
observé desde un cargo lejano, pero que no dejaba de ser revelador: el
de jefe del departamento de Europa Oriental en el Ministerio de
Relaciones chileno.
Miraba
las cosas con suma atención, leía los informes de nuestras misiones en
el Este europeo, hablaba con los representantes diplomáticos de aquellos
países en Santiago prácticamente todos los días y varias veces al día.
Cuando se produjo la invasión armada, a fines de agosto, asistí a una
cena en la que estaban tres o cuatro de los principales dirigentes
comunistas chilenos. Pasaban las horas y se hacían comentarios sobre el
tiempo y la garúa. De lo que se hablaba en todas partes, en toda la
prensa, en todos los parlamentos del planeta, ni una sola palabra. Pero
alguien, en el momento de las despedidas, esas interminables despedidas
de Santiago, en la puerta de la casa, en la puerta del jardín, en la
puerta del automóvil, le preguntó a Pablo Neruda y a Matilde si
mantenían sus proyectos de viaje a Europa. Creo que no, respondió el
poeta, la situación está demasiado checoslovaca.
Como
se dice, a buen entendedor, pocas palabras. Vaclav Havel, que era un
hombre joven, y que tenía que cargar con el grave delito de pertenecer a
una familia burguesa, partió después de la llegada de los tanques
soviéticos a refugiarse a una granja de propiedad suya en el pueblo de
Haradecek. Entre las fotografías publicadas a raíz de su muerte, aparece
una muy interesante, de gran ambiente de época, teatral y a la vez
humana, cotidiana, juvenil, de un concierto clandestino organizado en
esa granja por el grupo de música Plastic People. Era octubre de 1977, esto es, los años duros, los años de la llamada “normalización”.
Sólo
en el país de Franz Kafka podía darse el nombre de normalización a la
reimplantación estricta de la dictadura, de la vigilancia cotidiana, del
estado policial. Yo había asistido a la resurrección de Franz Kafka, a
su salida de las catacumbas de la censura y de los archivos de la
policía secreta austro-húngara, a fines de febrero de 1968. Después de
la destrucción de la Primavera de Praga, la normalización consistió,
entre otras cosas, en volver a enterrar la obra de Kafka. Fueron los
años en que Vaclav Havel, autor de teatro, aficionado a la música
popular, ensayista, filósofo a sus horas, tuvo que pasar a la condición
de disidente y perseguido. Sus obras fueron censuradas, las revistas y
programas que dirigió también lo fueron, y pasó una temporada breve y
otra de largos cinco años en la cárcel.
Presenté alguna vez, ya no recuerdo dónde, las Cartas a Olga escritas
por Havel desde la cárcel. Tenía que escribir cuatro folios a la
semana, pasarlos al limpio y entregarlos a los censores de la prisión.
Resultó un libro escrito entre líneas, conmovedor, que lo decía todo sin
decir nada. En toda dictadura, engañar a la censura es un gran
ejercicio intelectual. En las fotografías publicadas en estos días me he
encontrado con Olga varias veces. Era una mujer rubia, atractiva,
voluntariosa, que sabía salir con habilidad y sentido práctico de
coyunturas complicadas. A diferencia de Havel, era hija de campesinos y
estaba acostumbrada a enfocar los problemas desde otro punto de vista.
Hicieron así una pareja sólida, indestructible, que se convirtió en un
mito, y fueron, a la vez, aquello que se llamaba en la Europa de hace
cuarenta años una pareja abierta, libre.
Supe
hace algunas semanas que Vaclav Havel, que había sido un fumador
empedernido y que frecuentaba círculos literarios y teatrales, es decir,
que bebía y trasnochaba, estaba seriamente enfermo de los pulmones.
Contaban que había tenido una pulmonía seria durante sus años de cárcel y
que nunca se la había cuidado bien. Tenía en mi panteón personal una
breve y admirable galería de disidentes: Andrei Sajarov, Adam Michnik,
Vaclav Havel, disidente Presidente, y que siguió siendo, a su modo,
disidente en la presidencia, en el hrad,
el castillo de la ciudad, que se parece bastante al de la novela de
Franz Kafka. Sólo que la imaginación de Kafka aisló ese castillo y lo
puso en una comarca perdida.
Una
de las últimas acciones de Vaclav Havel consistió en reunirse con el
Dalai Lama. Era una forma de oposición moral, solidaria, a los gigantes
dominadores. Un acto de simpatía con una nación pequeña, pero que tiene
una identidad fuerte, arraigada en su pasado histórico. Leí la noticia,
me quedé pensando en ese encuentro entre personajes tan diferentes y al
mismo tiempo tan afines, y salí a caminar por mi barrio. Pasé junto a
una vitrina mínima, frente a la cual paso a menudo, y se me ocurrió
entrar. Después de mirar collares, anillos, brazaletes, telas de colores
interesantes, saludé al vendedor. Me explicó que era tibetano, que
había nacido en la India y que después de un largo periplo había
desembocado en París, en ese pequeño espacio de la rue Saint Dominique,
bajo la sombra de la Torre Eiffel. No le respondí nada, pero me dije
para mis adentros que las coincidencias tienen un sentido. Se había
producido una transmisión de pensamiento, o un fenómeno cercano.
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