20 diciembre, 2011

Se enfría el clima

Por Alvaro Vargas Llosa

La cumbre climática de Durban lo ha confirmado: la causa ambientalista es un Dios caído. Nadie –nadie que importe— se la toma ya lo bastante en serio como para hacer algo: ni ricos ni pobres, ni blancos ni negros ni amarillos, ni derechas ni izquierdas. Japón, Rusia y Canadá se han salido de Kioto, que ahora se extenderá un tiempo más pero representando a países que suman apenas el 15 por ciento de las emisiones mundiales; Estados Unidos dice que prefiere los topes voluntarios a las emisiones y ofrecido, vagamente, formar parte de un futuro tratado a negociarse para 2015; China, India y Brasil dicen que están en vías de desarrollo y que paguen los ricos, y ofrecen , también vagamente, ser parte de un acuerdo futuro, por tanto; Europa dice que quiere un nuevo tratado sólo si los demás aceptan que sea vinculante; Africa pasa por completo de estos esoterismos. Y así. Lo que queda de Durban es un Kiotito, que no un Kioto, y un acuerdo futuro, lo que no parece excesivamente coherente con la idea de que el planeta se nos acaba ya mismo.

¿Por qué se ha enfriado la causa ambientalista? Ante todo, porque la crisis de los últimos cuatro años ha modificado el peso relativo de los dos componentes de la ecuación: progreso y planeta. Antes se creía, aunque nunca se dijera así, que era deseable progresar menos para salvar el planeta; ahora se piensa que es indispensable progresar más y salvar menos. La crisis ha inducido un cambio de mentalidad en todos, del gobierno de Barack Obama (que criticaba a los republicanos por no ratificar el protocolo de Kioto) al de Brasil (que acusaba a los ricos de contaminar más).
El perfecto símbolo de esta inversión de los términos del debate es el colapso del precio de los bonos de carbono. Ya saben ustedes que existen mercados en los que se compran y venden los topes autorizados y los créditos de quienes han ayudado a reducir emisiones.  Que el precio del carbono esté a ras del piso significa que hay demasiados créditos y pocos compradores. El mercado no cree que la industria vaya a polucionar el planeta en este ambiente semi deprimido.
Pero hay más. No sólo ha cambiado el peso relativo de los componentes del debate: también la definición de quién es rico y quién es pobre. En anteriores cumbres, se habló de que los ricos subvencionasen (“sobornasen” sonaba inelegante) a los pobres transfiriéndoles 100 mil millones de dólares para compensar el sacrificio de reducir emisiones. Pero ahora los emergentes ya emergidos son los nuevos ricos. ¿Por qué se sacrificaría Estados Unidos si China, que hoy emite más dióxido de carbono que la primera potencia, no quiere obligaciones? ¿Por qué Brasil, que ya es aportante neto al Fondo Monetario Internacional, estaría exonerado de límites obligatorios y en cambio Japón, que lleva dos décadas en semi recesión, seguiría en Kioto?
Un tercer factor que explica la delicuescencia ambientalista es Estados Unidos. El escepticismo ante la ciencia del cambio climático fue siempre grande, pero lo es cada vez más. Esa ciencia está concentrada básicamente en el grupo intergubernamental de la ONU conocido por sus siglas IPCC, bajo las cuales se cobijan innumerables estudiosos. Pero una serie de escándalos, especialmente las filtraciones de e-mails de científicos que hablaban en términos entre conspirativos, politizados y manipuladores de la ciencia que ellos mismos producen, ha debilitado mucho a quienes opinan como Al Gore. Esto, a su vez, ha puesto en valor a los científicos del otro bando: aquellos para quienes  no existe prueba de que el CO2 generado por la industria humana sea causante del calentamiento.  Ponen en duda incluso que haya calentamiento porque no habiéndolo en la atmósfera es dudoso que pueda haberlo en la superficie de la tierra. Según ellos, los termómetros que miden la temperatura de la tierra están en estaciones climáticas mal ubicadas.
El crecimiento del escepticismo se refleja en la política norteamericana. Cuando se dio cuenta de que no había clima propicio para clavar impuestos directos al carbono o crear un esquema de reducción por la vía de los topes y permisos negociables, Obama perdió interés. En el Congreso, una mayoría está claramente en contra de sacrificar el crecimiento económico (en algunos estados, como California, sí hay leyes drásticas).
Por último, en pleno calvario crediticio, Europa ha perdido todo crédito político ante el resto del mundo. Siendo el continente más partidario de Kioto y el que más lejos ha llevado el esfuerzo de reducción de emisiones, era el llamado a liderar el esfuerzo para prolongar este tratado o firmar otro. Pero, en su actual estado catatónico, Europa carece de fuerza política para liderar nada. De allí que su voz en Durban haya sido tan tenue, a pesar de que, desde 1990 y con la única excepción de la recesión de 2008/9, la emisión de CO2 ha aumentado sistemáticamente en el mundo. Durban ha demostrado que Europa ya no está en capacidad de movilizar la mala conciencia del resto del planeta.
¿Quién coño hubiera dicho hace tres o cuatro años que la causa ambientalista estaría hoy en el suelo? Parecía Dios.

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