Por Alvaro Vargas Llosa
La cumbre climática de Durban lo ha
confirmado: la causa ambientalista es un Dios caído. Nadie –nadie que
importe— se la toma ya lo bastante en serio como para hacer algo: ni
ricos ni pobres, ni blancos ni negros ni amarillos, ni derechas ni
izquierdas. Japón, Rusia y Canadá se han salido de Kioto, que ahora se
extenderá un tiempo más pero representando a países que suman apenas el
15 por ciento de las emisiones mundiales; Estados Unidos dice que
prefiere los topes voluntarios a las emisiones y ofrecido, vagamente,
formar parte de un futuro tratado a negociarse para 2015; China, India y
Brasil dicen que están en vías de desarrollo y que paguen los ricos, y
ofrecen , también vagamente, ser parte de un acuerdo futuro, por tanto;
Europa dice que quiere un nuevo tratado sólo si los demás aceptan que
sea vinculante; Africa pasa por completo de estos esoterismos. Y así. Lo
que queda de Durban es un Kiotito, que no un Kioto, y un acuerdo
futuro, lo que no parece excesivamente coherente con la idea de que el
planeta se nos acaba ya mismo.
¿Por qué se ha enfriado la causa
ambientalista? Ante todo, porque la crisis de los últimos cuatro años ha
modificado el peso relativo de los dos componentes de la ecuación:
progreso y planeta. Antes se creía, aunque nunca se dijera así, que era
deseable progresar menos para salvar el planeta; ahora se piensa que es
indispensable progresar más y salvar menos. La crisis ha inducido un
cambio de mentalidad en todos, del gobierno de Barack Obama (que
criticaba a los republicanos por no ratificar el protocolo de Kioto) al
de Brasil (que acusaba a los ricos de contaminar más).
El perfecto símbolo de esta inversión de
los términos del debate es el colapso del precio de los bonos de
carbono. Ya saben ustedes que existen mercados en los que se compran y venden los topes autorizados y los créditos
de quienes han ayudado a reducir emisiones. Que el precio del carbono
esté a ras del piso significa que hay demasiados créditos y pocos
compradores. El mercado no cree que la industria vaya a polucionar el
planeta en este ambiente semi deprimido.
Pero hay más. No sólo ha cambiado el
peso relativo de los componentes del debate: también la definición de
quién es rico y quién es pobre. En anteriores cumbres, se habló de que
los ricos subvencionasen (“sobornasen” sonaba inelegante) a los pobres
transfiriéndoles 100 mil millones de dólares para compensar el
sacrificio de reducir emisiones. Pero ahora los emergentes ya emergidos
son los nuevos ricos. ¿Por qué se sacrificaría Estados Unidos si China,
que hoy emite más dióxido de carbono que la primera potencia, no quiere
obligaciones? ¿Por qué Brasil, que ya es aportante neto al Fondo
Monetario Internacional, estaría exonerado de límites obligatorios y en
cambio Japón, que lleva dos décadas en semi recesión, seguiría en Kioto?
Un tercer factor que explica la
delicuescencia ambientalista es Estados Unidos. El escepticismo ante la
ciencia del cambio climático fue siempre grande, pero lo es cada vez
más. Esa ciencia está concentrada básicamente en el grupo
intergubernamental de la ONU conocido por sus siglas IPCC,
bajo las cuales se cobijan innumerables estudiosos. Pero una serie de
escándalos, especialmente las filtraciones de e-mails de científicos que
hablaban en términos entre conspirativos, politizados y manipuladores
de la ciencia que ellos mismos producen, ha debilitado mucho a quienes
opinan como Al Gore. Esto, a su vez, ha puesto en valor a los
científicos del otro bando: aquellos para quienes no existe prueba de que el CO2 generado por la industria humana sea causante del calentamiento.
Ponen en duda incluso que haya calentamiento porque no habiéndolo en la
atmósfera es dudoso que pueda haberlo en la superficie de la tierra.
Según ellos, los termómetros que miden la temperatura de la tierra están
en estaciones climáticas mal ubicadas.
El crecimiento del escepticismo se
refleja en la política norteamericana. Cuando se dio cuenta de que no
había clima propicio para clavar impuestos directos al carbono o crear
un esquema de reducción por la vía de los topes y permisos negociables,
Obama perdió interés. En el Congreso, una mayoría está claramente en
contra de sacrificar el crecimiento económico (en algunos estados, como
California, sí hay leyes drásticas).
Por último, en pleno calvario
crediticio, Europa ha perdido todo crédito político ante el resto del
mundo. Siendo el continente más partidario de Kioto y el que más lejos
ha llevado el esfuerzo de reducción de emisiones, era el llamado a
liderar el esfuerzo para prolongar este tratado o firmar otro. Pero, en
su actual estado catatónico, Europa carece de fuerza política para
liderar nada. De allí que su voz en Durban haya sido tan tenue, a pesar
de que, desde 1990 y con la única excepción de la recesión de 2008/9, la
emisión de CO2 ha aumentado sistemáticamente en el mundo. Durban ha
demostrado que Europa ya no está en capacidad de movilizar la mala
conciencia del resto del planeta.
¿Quién coño hubiera dicho hace tres o cuatro años que la causa ambientalista estaría hoy en el suelo? Parecía Dios.
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