A pesar de que en el planeta se produce mucho
más alimento que el que requieren sus 7 mil millones de habitantes, el
15% de la población mundial sigue padeciendo hambre.
De acuerdo con datos de la Organización
de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO),
actualmente se produce en el planeta alimento necesario para satisfacer
las necesidades de 12 mil millones de personas. Y si consideramos que la
población mundial se integra por aproximadamente 7,000 millones de
habitantes, resulta casi inexplicable que alrededor del 15% de esta
población siga padeciendo hambre. Pero como afirma acertadamente Esther
Vivas en su editorial para el diario español El País, «El hambre no es
una fatalidad inevitable que afecta a determinados países. Las causas
del hambre son políticas. ¿Quiénes controlan los recursos naturales
(tierra, agua, semillas) que permiten la producción de comida? ¿A
quiénes benefician las políticas agrícolas y alimentarias? Hoy, los
alimentos se han convertido en una mercancía y su función principal,
alimentarnos, ha quedado en un segundo plano».
Tras analizar brevemente el escenario
alimentario del planeta podemos confirmar que lamentablemente está
controlado por un reducido grupo de corporaciones trasnacionales que
crecen, procesan y distribuyen un considerable porcentaje del alimento
que se consume en el mundo, y que fijan sus precios a partir de un
criterio simple: estrategias de mercado orientadas a generar mayores
dividendos sin tomar en cuenta el impacto que estas tienen para la
población mundial, en especial para los habitantes de los países
económicamente más vulnerables.
Sumado
a lo anterior, existen fenómenos específicos que privan diariamente a
millones de personas de satisfacer las necesidades básicas en torno a su
alimentación (buena parte de las cuales radica en África). Por un lado,
miles de campesinos alrededor del mundo han perdido sus tierras ante
compañías trasnacionales que las adquieren para cultivar alimentos a
bajo costo y posteriormente comercializarlos en países en donde la
demanda se corresponde con un poder adquisitivo suficiente para cumplir
con sus expectativas mercantiles. Por otro, los precios de los alimentos
básicos generalmente se determinan, al menos en un plano masivo, en
bolsas de valores como la de Chicago, Londres o París. Y si a esto
agregamos que actualmente la gran mayoría de la compra-venta de estas
mercancías no implica un intercambio real, sino que es de carácter
especulativo (a decir de Mike Masters, del hedge fund Masters
Capital Management, el 75% de la inversión en el sector agrícola es de
carácter especulativo), entonces tenemos consecuencias como el
incremento en los precios de productos que forman la canasta básica de
diversas poblaciones: «En Somalia, el precio del maíz y el sorgo rojo
aumentó un 106% y un 180% respectivamente en tan solo un año. En
Etiopía, el coste del trigo subió un 85% con relación al año anterior. Y
en Kenia, el maíz alcanzó un valor 55% superior al de 2010».
Aparentemente estas son las causas
responsables del nefasto fenómeno denunciado desde el propio título de
este artículo. Se calcula que desde hace cinco décadas la producción de
alimentos se ha triplicado, mientras que la población solo se ha
duplicado. Pero esto no es suficiente siquiera para acercarnos a
resolver una problemática que mientras siga vigente jamás podremos
aspirar, como sociedad mundial, a una condición mínima de dignidad para
la raza humana como un conjunto unificado.
¿Por qué si producimos alimento para 12
mil millones de personas todavía existe el hambre? El relator de la ONU
para el Derecho a la alimentación, Olivier de Schutter, tiene una
respuesta tan cruda como precisa: porque «el hambre es un problema
político. Es una cuestión de justicia social y políticas de
redistribución”.
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