por Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.
Fue como un cuento. En diciembre de 1989, súbitamente, Vaclav Havel
se convirtió en presidente de Checoslovaquia. En pocas semanas, el
escritor checo pasó desde de la más absoluta indefensión a la cúspide
del poder. Todavía a mediados de noviembre la policía política
continuaba aporreando a los disidentes y el Partido Comunista mantenía
las riendas del control social.
En la tercera semana de noviembre comenzó la asombrosa Revolución de Terciopelo.
Las calles y las plazas se llenaron de miles de personas que,
finalmente, se atrevieron a manifestar lo que creían del sistema
comunista, pero no se aventuraban a decir: era un tormento horrible que
debía terminar cuanto antes. Comenzaron las huelgas. El régimen se
desplomó. El comunismo teórico era un disparate. El comunismo real,
consecuentemente, se había tornado en una creciente pesadilla. Havel le
llamaba “Absurdistán”. Hubo algo sorprendente en el vertiginoso fin del
comunismo checoslovaco. En febrero, los eslovenos —entonces una
república adscrita a la federación yugoslava— crean un partido de
oposición. Polonia, de la mano de Lech Walesa y con el
impulso masivo del sindicato Solidaridad, había comenzado a derrotar la
dictadura en las elecciones de junio. Los tres países bálticos, en
agosto, pidieron la independencia de la URSS. En octubre, los comunistas
húngaros habían cambiado de nombre y aceptaban el pluripartidismo. A
principios de noviembre los alemanes derribaban el Muro de Berlín. El 25 de diciembre los rumanos fusilaron al dictador Nicolás Ceaucescu
y a su pérfida mujer, la inefable Elena, para poder dar inicio a los
cambios. Un mes antes lo habían elegido por unanimidad como líder del
Partido Comunista. Los checos, en cambio, parecían rezagados. De pronto,
la libertad llegó como un relámpago. El 29 de diciembre Havel era
elegido presidente por un Parlamento que no veía otra salida a la
crisis. Su figura se había agigantado al frente del Foro Cívico, una
organización que agrupaba, esencialmente, a escritores y artistas
disidentes. Era el primer país que rompía sin ambages la cadena
moscovita e iniciaba el entierro de las supersticiones marxistas. Seis
meses más tarde la inmensa mayoría de la sociedad le concedía sus votos a
Havel.Y aquí vino lo bueno. Los agoreros pensaban que un escritor poco
conocido, sin experiencia política, y mucho menos burocrática, amante
del jazz y del rock, bohemio y tímido, que había pasado casi toda su
vida adulta preso o perseguido, sería incapaz de gobernar a un país que
mudaba de sistema y se enfrentaba a la inmensa tarea de corregir las
arbitrariedades, errores, abusos y estupideces cometidos durante algo
más de cuarenta años de dictadura comunista.Es verdad que no fue fácil y
en el trayecto, al poco tiempo, checos y eslovacos se divorciaron por
mutuo consentimiento (algo que hoy parece mucho menos traumático que
entonces), pero, en general, el escritor inexperto resultó ser un gran
estadista. ¿Cómo sucedió ese fenómeno? Ocurrió algo primordial: Havel no
conocía de leyes, pero había conocido la injusticia. No sabía economía,
pero sí experimentó la escasez y la falta de oportunidades. No tenía
experiencia gerencial, pero estaba dotado de sentido común, sabía
delegar y escogía bien a sus colaboradores. Era, además, una persona
inteligente.
Havel tenía un objetivo: devolverles a sus compatriotas el control de
sus vidas. La libertad era eso: la posibilidad de tomar decisiones sin
coerción ni miedo. Los checos, que una vez formaron parte del imperio
austrohúngaro, habían visto cómo los austriacos libres se habían
convertido en ciudadanos prósperos de una nación pacífica. Y habían
comprobado que la Alemania libre era mil veces más feliz y rica que la
Alemania comunista. La regla de oro era obvia: había que tomar
decisiones y crear instituciones que fortalecieran la libertad
individual. Havel gobernaría desde los valores y los principios. El
pragmatismo casi siempre es el disfraz de los oportunistas y los
inescrupulosos. El título de una de sus últimas obras resumía su
concepción de la política: El arte de lo imposible.Por eso
Havel me honró con su trato solidario. Cuando era presidente me recibió
en Praga, en el Castillo, públicamente, con toda la alharaca posible,
para subrayar su respaldo a los demócratas cubanos y su repudio a la
dictadura de Castro. Creía que los ex satélites europeos tenían una
obligación moral con las víctimas de la última tiranía
marxista-leninista de Occidente. Los pueblos habían sido hermanos en el
infortunio y debían salvarse juntos. Cuando dejó de ser presidente
organizó un Comité Internacional por la libertad de Cuba y una tarde me
convocó a Praga para que presentáramos juntos un libro del gran poeta
cubano Raúl Rivero, entonces preso en la Isla. Lo hicimos en un café,
como cuando él luchaba contra la dictadura checa. Ya estaba enfermo,
pero los ojos le brillaban con fiereza. Era el fuego de la libertad.
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