Financiación para la miseria
Una de las erogaciones compulsivas más
suculentas de los contribuyentes y, al mismo tiempo, más inútiles y
contraproducentes consiste en la muy mal llamada “ayuda externa”. Esta
así denominada “ayuda” consiste en que bien remunerados burócratas
internacionales haciendo uso prepotente del fruto del trabajo ajeno,
entregan sumas millonarias a gobiernos que, precisamente, se hacen
acreedores de los dineros ajenos debido a sus políticas insensatas
basadas en trasnochados estatismos que provocan reiteradas fugas de
capitales y de personas. Estos funcionarios internacionales que viajan
siempre en primera clase, se hospedan en hoteles del máximo estrellato
(donde a veces incursionen en llamativas aventuras sexuales, muchas
veces también compulsivas) y nunca son revisados en las aduanas, llegan
con carradas de dólares a devolver en plazos e intereses muchos más
atractivos que los que ofrece el mercado y pontifican sobre presupuestos
equilibrados a costa de exorbitantes aumentos impositivos y otras
sandeces que dejan exhaustos a los esquilmados ciudadanos, en un clima
de gobernantes corruptos que, merced a la financiación de marras, se
enquistan en el poder.
Si se cortara el crédito proveniente de
la succión de los bolsillos del prójimo para financiar a gobernantes
inauditos, éstos se verán obligados a modificar sus políticas o dimitir y
dejar paso a medidas que reemplacen el estatismo para dar cauce a las
energías creativas de una sociedad abierta, con lo que se instalan
posibilidades de obtener créditos privados sobre bases sólidas. Además,
tal como lo vienen sugiriendo pensadores de fuste, habría que liquidar
instituciones aberrantes como el Fondo Monetario Internacional, el Banco
Mundial y equivalentes, al efecto de liberar recursos esterilizados en
faenas que amplían la rapiña y la pobreza.
La editorial de FAES en Madrid acaba de
traducir y publicar un magnífico libro de Dambisa Moyo -nacida y criada
en Zambia con un doctorado en economía en Oxford- titulado Cuando la
ayuda es el problema. Con mucha razón la autora escribe en la primera
línea de su Introducción que “Vivimos en la cultura de la ayuda donde
aquellos que viven mejor suscriben, mental y financieramente, la idea de
que dar limosna a la gente pobre es lo correcto” y no con recursos
propios consistente con aquél dicho anglosajón de put your money where
your mouth is sino coactivamente con los bienes detraídos a terceros. A
fines del año pasado se coronó la contracara de esta filosofía con los
saqueos a centros comerciales en distintas partes del mundo porque se ha
trasmitido la atrabiliaria noción que el que necesita algo “tiene
derecho a arrebatarlo de otro”.
Moyo sostiene que “La cultura pop de la
ayuda ha reafirmado estas ideas equivocadas. La ayuda se ha convertido
en parte de la industria del entretenimiento. Las personalidades de los
medios de comunicación, las estrellas de cine, las leyendas del rock
abrazan la ayuda con entusiasmo, hacen proselitismo de su necesidad […]
regañan a los gobiernos por no hacer lo bastante; y los gobiernos
responden cualitativamente, temerosos de perder popularidad,
desesperados por ganar el favor del público […] ¿Pero acaso el billón de
dólares o más en ayuda al desarrollo entregado en las últimas décadas
ha ayudado en algo a la gente en África? No. De hecho, los receptores de
esta ayuda están peor, mucho peor […] Millones de africanos hoy son más
pobres por culpa de la ayuda; la miseria y la pobreza no solo no han
sido erradicadas, sino que han aumentado. La ayuda ha sido, y continúa
siendo, un desastre económico, político y humanitario sin precedentes
para la mayor parte del mundo en desarrollo”.
Esta autora apunta también que “Se
compararán los países que han rechazado el camino de la ayuda y han
prosperado, con otros que se han convertido en dependientes de la ayuda y
se han visto atrapados en un círculo viciosos de corrupción, distorsión
del mercado y aumento de la pobreza; de ahí la `necesidad ` de más
ayuda” que, concluye, es nociva tanto si es directamente otorgada de
gobierno a gobierno (bilateral) como si es indirectamente realizada por
parte de organismos internacionales (multilateral) pero como
habitualmente “se conceden en términos muy favorables y a menudo se
condonan, los responsables de las políticas de las economías pobres
podrían llegar a considerarlos como más o menos equivalentes a
donaciones” que reciben “incluso los déspotas más corruptos y venales”
y, por el contrario, muestra ejemplos, sobre todo asiáticos, de “una
reducción de la pobreza sin precedentes gracias a las políticas de libre
mercado”.
Asimismo, Dambisa Moyo afirma que
también “la dependencia de los recursos naturales ha demostrado ser una
maldición para el desarrollo, más que una bendición” (tengamos presente
que el continente africano es el que posee la mayor dotación de recursos
naturales del planeta y, sin embargo, salvo Sudáfrica, se debate en la
miseria más espantosa debido a la incapacidad de sus países de adoptar
marcos institucionales civilizados).
Según esta pensadora, la continuidad de
los organismos internacionales que otorgan las antedichas entregas a
manos llenas es debido a los intereses creados de mantener (y
acrecentar) los jugosos sueldos de sus miles de funcionarios: “Viven de
la ayuda, de la misma forma que los funcionarios que la reciben. Para la
mayoría de las organizaciones para el desarrollo, el éxito de los
préstamos se mide casi en su totalidad por el tamaño de la cartera de
préstamos del donante y no por cuánta ayuda acaba empleándose en el
objetivo al que supuestamente estaba dirigida. Como consecuencia de
ello, los incentivos de las organizaciones para el desarrollo perpetúan
la espiral de conceder préstamos incluso a los países más corruptos […]
Cualquier cantidad no desembolsada aumenta la posibilidad de que sus
siguientes programas de ayuda se recorten drásticamente. Con el
colorarlo añadido, claro está, de que la propia posición de la
organización se pone en peligro”.
En esta obra, la distinguida intelectual
comentada agrega sus quejas a las de otros académicos sobresalientes
que vienen insistiendo en idéntica tesis, tales como Peter Bauer (a
quien, dicho sea de paso, está dedicado el libro de Moyo), Anna
Schwartz, Melvin Karauss, Karl Brunner, James Bovard y tantos otros. No
coincido con todos los puntos planteados por la autora que hemos
considerado en esta nota, del mismo modo que no se coincide plenamente
con ningún escrito, ni siquiera con algunas de las cosas que uno mismo
ha consignado que, vistas luego de transcurrido cierto tiempo, pensamos
que podríamos haber escrito mejor. Todos los humanos tenemos grises, el
asunto consiste en juzgar por el balance neto y, en el caso del libro de
Dambisa Moyo, consideramos que el lado positivo excede con creces el
lado oscuro de su presentación.
A esta altura de los acontecimientos es
menester hacer un alto en el camino y abandonar lo que en última
instancia significa la financiación de la miseria y retomar la cordura
al efecto de establecer marcos institucionales respetuosos de los
derechos de propiedad como camino al progreso de todos, muy
especialmente de los más necesitados. Para revertir la actual situación,
es necesario que cada uno (todos los partidarios de la libertad)
contribuya a esclarecer el sentido de la sociedad abierta. Tomemos como
ejemplo desde el lado del totalitarismo las reflexiones de Antonio
Gramsci en su proclama de 1917: “La indiferencia es apatía, es
parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes
[…] Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obsesivamente,
pero nadie o muy pocos se preguntan si yo hubieran cumplido con mi
deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas,
¿habría ocurrido lo que pasó? […] Odio a los indiferentes también porque
me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno
de ellos por como ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da
todos los días, por lo que ha hecho y, sobre todo, por lo que no ha
hecho”.
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