El crédito estatal perturba la producción
La «ayuda» estatal a los negocios resulta tan temible a veces como su
hostilidad. En especial, cuando —como a menudo ocurre— el supuesto
estímulo adopta la forma de concesión directa de anticipos estatales
reintegrables o bien el aval de préstamos privados. La cuestión
relacionada con el crédito estatal adquiere mayor complejidad si se
presta la debida atención al hecho de que ineludiblemente implica el
riesgo de provocar inflación.
La propuesta de esta naturaleza que con mayor frecuencia se presenta
al Congreso se refiere a la concesión de más amplios créditos a los
agricultores. A juicio de la mayoría de los miembros del Congreso, los
agricultores no disponen nunca de suficiente crédito.
El proporcionado por las compañías financieras privadas, sociedades
de seguros o bancos rurales nunca les parece «adecuado». El Congreso
descubre siempre sectores no amparados por las instituciones crediticias
existentes, a pesar de las muchas que él mismo ha creado. Los
agricultores pueden dis frutar de suficiente crédito a largo o corto
plazo, pero al parecer escasea el crédito «intermedio», el tipo de
intereses es excesivo o bien se formula la queja de que los préstamos
privados sólo se conceden a agricultores ricos y sólidamente
establecidos. Así, el legislador se dedica a amontonar sin tasa nuevas
instituciones y variedades nuevas de préstamos agrícolas.
La confianza en todas estas medidas, como se verá, deriva de un doble espejismo.
En primer lugar, el asunto se examina únicamente desde el punto de
vista de los agricultores que solicitan crédito. Y aun así y todo, tan
sólo se pondera adecuadamente la primera mitad de la transacción.
Ahora bien, cualquier empréstito, a juicio de todo beneficiario
honesto, ha de ser, en definitiva, reintegrado. Todo crédito representa
una deuda. Las propuestas encaminadas a prodigar los créditos implican,
por consiguiente, un volumen mayor de deudas. Si al aludir a los
primeros se empleara habitualmente el segundo apelativo, la petición
aparecería menos tentadora.
No es necesario analizar ahora los préstamos normales concedidos a
los agricultores a través de fuentes privadas. Consisten en hipotecas,
aplazamientos en el pago del precio de adquisición de automóviles,
frigoríficos, radios, tractores y otra maquinaria agrícola, y en
créditos bancarios otorgados al agricultor en tanto recolecta, vende sus
productos y percibe su importe. Nos concretaremos aquí al examen de los
créditos concedidos a agricultores, bien directamente por alguna
organización estatal o mediante su aval.
Tales anticipos son fundamentalmente de dos clases. Unos permiten al
agricultor mantener su cosecha fuera del mercado. Existe un tipo de
crédito especialmente peligroso, pero será más conveniente considerarlo
más tarde, cuando estudiemos los controles gubernamentales sobre las
mercancías. Los otros ponen a disposición del agricultor los fondos
necesarios para la adquisición de capital, y a menudo incluso le
permiten establecerse, capacitándole para comprar una granja, un par de
mulas, un tractor o las tres cosas a un tiempo.
A primera vista, la justificación de tales préstamos puede parecer
bien fundada. He aquí una familia pobre, se arguye, que carece de todo
medio de vida. Es antieconómico obligarles a vivir de la caridad.
Facilitémosles una granja, situémosles en condiciones de comerciar,
hagamos de ellos ciudadanos productivos y respetables que contribuyan al
incremento de la producción nacional y, finalmente, capaces de cancelar
los préstamos con los productos cosechados. Supongamos a un granjero
que por carecer de capital utiliza métodos primitivos de producción y no
puede adquirir un tractor. Préstesele ese dinero; al aumentar su
productividad podrá reintegrar el anticipo con los beneficios de una
mayor cosecha. De este modo, aseguran, no sólo se consigue enriquecer y
poner en marcha a un determinado agricultor, sino que al propio tiempo
se enriquece la comunidad como consecuencia del aumento de la
producción. Y el préstamo, concluye el razonamiento, cuesta al Gobierno y
a los contribuyentes menos que nada, puesto que es «autoliquidable».
Pues bien, he aquí la función que precisamente ejerce a diario el
crédito privado. Si alguien desea comprar una granja y sólo dispone,
pongamos por caso, de la mitad o un tercio de su importe, un vecino o la
Caja de Ahorros le facilita el resto mediante una hipoteca sobre la
misma granja adquirida. Si desea adquirir un tractor, la propia empresa
que los construye o una sociedad financiera le facilitará la compra
pagando al contado el tercio de su importe y abonando el resto a plazos o
con las economías que el propio tractor le ha de proporcionar.
Pero existe una importante diferencia entre los préstamos facilitados
por los particulares y los que concede el Gobierno. El prestamista
privado arriesga sus propios fondos (un banquero, ciertamente, arriesga
fondos que otros le han confiado; pero si el dinero se pierde, responde
con su propio capital o bien desaparece del mundo de los negocios).
Cuando la gente arriesga su capital suele ser cuidadosa en investigar
la adecuación de los bienes ofrecidos en garantía y la capacidad y
honestidad del prestatario.
Si el Estado operase con arreglo a estas rigurosas normas, no habría
razón que justificase su injerencia. ¿Qué utilidad habría en repetir lo
que ya realizan las empresas privadas?
Ahora bien, el Estado, casi invariablemente, opera sobre supuestos
diferentes.ıa argumentación que justifica su injerencia se basa en que
el poder público facilitará anticipos a quienes no lo conseguirían de
los prestamistas privados Lo que equivale a decir que los prestamistas
estatales asumirán con el dinero ajeno (del contribuyente) mayores
riesgos que los prestamistas privados asumen con el suyo. En efecto, a
menudo los apologistas de los primeros reconocen lealmente que el
porcentaje de pérdidas ha de ser más elevado en los préstamos del
Gobierno que en los privados. Sin embargo, arguyen que tales pérdidas
quedará más que compensadas a causa del incremento de la producción
derivado del esfuerzo de los prestatarios que cancelarán sus antic ipos e
incluso del de la mayoría de los que no pueden devolver los suyos.
El razonamiento parece convincente si sólo se tiene en cuenta a los
que recibieron los fondos estatales, olvidando a aquellos otros a
quienes la injerencia del Gobierno privó de la oportunidad de adquirir
medios de producción. Porque es de notar que lo realmente prestado no es
dinero, mero instrumento de cambio, sino bienes de capital (ya ha sido
advertido el lector que se deja para más adelante el análisis de las
complicaciones introducidas por una expansión inflacionaria del
crédito). Lo que en realidad se presta, pongamos por caso, es la granja o
el tractor. Ahora bien, el número de granjas disponibles es limitado y
también lo es la fabricación de tractores (siempre y cuando no haya
producción excesiva de tractores a expensas de otras fabricaciones). La
granja o tractor que se presta a A no puede prestarse a B. La verdadera
cuestión radica, por tanto, en determinar cuál de los dos, A o B, debe
obtener la granja.
Ello nos conduce a ponderar los méritos respectivos de A y B y lo que
cada uno contribuye o es capaz de contribuir a la producción.
Supongamos que es A quien conseguiría la granja, de no haber surgido la
injerencia estatal. El banquero local o sus vecinos le conocen y no
ignoran su pasado. Desean hallar empleo para sus fondos. Saben que es un
buen agricultor y un hombre honrado que cumple su palabra. Le
consideran digno de crédito. Tal vez ha acumulado ya medios suficientes,
a fuerza de trabajo, frugalidad y previsión, para pagar una cuarta
parte del precio. Acuden a prestarle el resto y el interesado adquiere
la granja.
Hállase muy difundida la extraña creencia, mantenida por todos los
arbitristas monetarios, según la cual el crédito es algo que el banquero
otorga. Por el contrario, el crédito es algo que el hombre tiene previa
mente adquirido. Goza de crédito porque posee bienes de un valor
monetario superior al préstamo que solicita o bien porque sus
condiciones personales y su pasado se lo han proporcionado. Lo lleva
consigo al Banco y por ello consigue el préstamo; el banquero no entrega
dinero a cambio de nada. Se siente seguro de que le será devuelto y no
hace sino cambiar una forma más líquida de capital o crédito por otra
menos líquida. A veces se equivoca y entonces no sólo queda perjudicado
el propio banquero, sino también toda la comunidad, puesto que no
adquieren realidad los valores que el prestatario esperaba producir y se
malgastan los recursos disponibles.
Parece lógico, pues, que sea A, que goza de crédito, a quien el
banquero concede el préstamo. Pero el Gobierno interfiere la actividad
crediticia con espíritu caritativo, porque, como ya vimos, está
preocupado por la suerte de B. B no puede obtener ni hipoteca, ni
préstamos de carácter privado por no gozar de crédito personal. No
dispone de ahorros y su historial como agricultor no es de los más
brillantes; tal vez, por el momento, vive del socorro estatal. ¿Por qué
—dicen los partidarios del crédito público— no hacer de él un ciudadano
útil y productivo, prestándole lo suficiente para que pueda adquirir una
granja, una mula o un tractor?
En algún caso aislado puede que las cosas marchen bien. Pero es
evidente que en general las personas seleccionadas con arreglo al
criterio oficial ofrecerán riesgos mayores que las que han sido
seleccionadas según las normas de las instituciones privadas. Con los
préstamos así facilitados se perderá más dinero; habrá un porcentaje
mucho más elevado de insolventes; serán menos eficaces y se malgastarán
más recursos. Sin embargo, los beneficiarios del crédito estatal
obtendrán sus granjas y tractores a expensas de quienes de otro modo
habrían disfrutado del crédito privado. Porque A tiene una granja, B se
verá privado de ella. La exclusión de B puede obedecer a diversas
causas, todas ellas Íntimamente relacionadas con la actuación del
Gobierno: puede haberse provocado una elevación en el tipo de interés
como resultado de la injerencia estatal en el campo crediticio o bien un
aumento en el precio de la granjas; o sencillamente pudiera ser que la
granja adquirida por A fuese la única disponible, por no encontrarse en
la comarca, por el momento, otra en venta. En cualquier caso el crédito
gubernamental no ha provocado un incremento de riqueza común, sino todo
lo contrario, toda vez que el capital real disponible (consistente en
granjas, tractores y otros bienes de producción) ha sido puesto a
disposición de los prestatarios menos eficientes en vez de ir a parar a
manos de los más capaces y dignos de confianza.
El supuesto se ve aún más claro si dejando la agricultura pasamos a
otras actividades. Se pretende con frecuencia que el Estado debe asumir
los riesgos que son «demasiado grandes para la iniciativa privada». Esto
significa que debe permitirse al Estado imponer al dinero de los
contribuyentes riesgos que nadie está dispuesto a afrontar con el suyo.
Tal sistema produciría múltiples daños. Conduciría al favoritismo, a
la concesión de créditos por amistad o por cohecho. Daría lugar a
inevitables escándalos. Provocaría recriminaciones cuando el dinero del
contribuyente desapareciera al fracasar las empresas en que hubiera sido
invertido. Fortalecería las aspiraciones socialistas, toda vez que
cabría con razón inquirir por qué si el Estado soporta el riesgo no ha
de participar también en los beneficios. ¿Cómo justificar el hecho de
que el contribuyente asuma los riesgos mientras el empresario privado
goza de las ganancias? Sin embargo, esto es precisamente lo que se hace,
como luego veremos, en el caso de los créditos agrícolas oficiales «a
fondo perdido».
Pero de momento pasaremos por alto todos estos inconvenientes,
concentrando la atención tan sólo en una de las consecuencias provocadas
por tales anticipos. Es una realidad que dilapidan el capital
disponible en planes ruinosos, o cuando menos dudosos, dejando que lo
manipulen personas menos competentes o menos dignas de confianza que las
que de otra suerte lo hubieran obtenido. La cuantía de capital
existente en cualquier momento (a diferencia del papel moneda impreso)
es limitada. Lo que se pone en manos de B no puede ser puesto en las de
A.
Las gentes desean invertir su capital, pero siempre con cautela,
puesto que aspiran a recuperarlo. Por ello la mayoría de quienes prestan
dinero investigan cuidadosamente las circunstancias de cualquier
solicitante antes de arriesgarlo. Sopesan las perspectivas de beneficios
contra los riesgos de pérdidas. A veces se equivocan. Ahora bien, por
razones obvias, incidirán en menor número de errores que los
prestamistas estatales. E n primer lugar, el dinero o es suyo o les ha
sido voluntariamente confiado. En el caso del crédito oficial, el dinero
pertenece a otros, de quienes ha sido obtenido mediante impuestos, sin
contar con su voluntad. El dinero privado no será invertido si no se
tiene la seguridad de que ha de ser recuperado con intereses. Ello
implica que los beneficiarios son, sin duda, capaces de producir
aquellos bienes que el país realmente necesita. Por el contrario, el
dinero oficial suele prestarse para alcanzar algún vago objetivo
general, como por ejemplo, «proporcionar trabajo»; cuanto más ineficaz
sea la obra —es decir, cuanto mayor sea el volumen de mano de obra
requerido en relación con el valor del producto—, más altamente
apreciada será la inversión.
Además, los banqueros particulares son seleccionados por la dura mecánica del mercado.
En cuanto cometen grandes errores, pierden sus fondos y carecen en
adelante de medios para prestar. Sólo cuando han tenido éxito en el
pasado dispondrán de más dinero para prestar en el futuro. De este modo
los prestamistas privados (excepto la proporción relativamente pequeña
que haya heredado su capital) son rigurosamente seleccionados por el
proceso de supervivencia de los más aptos y hábiles. Los prestamistas
estatales son, en cambio, o personas que fueron aprobadas en las
oposiciones a funcionarios civiles v saben resolver en teoría cuestiones
hipotéticas, o personas capaces de dar las razones más ingeniosas en
justificación de los créditos concedidos y las más plausibles
explicaciones para evidenciar que no tienen culpa cuando se pierden.
Pero el resultado final sigue siendo el mismo: los préstamos privados
permiten utilizar los recursos y el capital existentes mucho mejor que
los créditos estatales. Estos dilapidarán mucho más capital y recursos
que los empréstitos privados. En una palabra, los anticipos estatales,
en comparación con los privados, reducirán la producción en vez de
aumentarla.
En resumen, la concesión de empréstitos estatales a individuos o
proyectos privados se preocupa de B y olvida a A. Ve a las personas en
cuyas manos se pone el capital, pero ignora a aquellas que de otro modo
lo hubieran conseguido. Contempla el proyecto para el cual fueron
concedidos los fondos; olvida los proyectos a los cuales, por ello, tal
dinero se niega. Ve el beneficio inmediato para un sector mientras se
desentiende de la pérdida experimentada por otros grupos y del quebranto
irrogado, en definitiva, al conjunto de la comunidad.
Todo ello constituye nueva ilustración del sofisma consistente en ver
sólo intereses especiales a corto plazo, olvidando el interés general
de la colectividad a largo plazo.
Al iniciar este capítulo hicimos notar que la «ayuda» estatal a los
negocios es a veces tan temible como la hostilidad del Gobierno. Esto es
aplicable tanto a las subvenciones como a los empréstitos concedidos
por el Estado. El Estado jamás presta o da algo a los ciudadanos que
previamente no haya obtenido de ellos mismos. A menudo oímos a los
partidarios del New Deal y otros políticos vanagloriarse de cómo el
Gobierno americano, durante el año 1932 y aún más tarde, «subvencionó a
la industria privada» a través de la Reconstruction Finance Corporation,
la Home Owners Loan Corporation y otros organismos estatales. Ahora
bien, el Estado no puede prestar a las empresas privadas una ayuda
financiera que no detraiga, antes o después, de las mismas. Todos los
fondos del Estado proceden de las exacciones fiscales. Y el crédito
mismo del Estado, tantas veces proclamado, se basa en el supuesto de que
las obligaciones que asume serán afrontadas en última instancia con el
producto de los impuestos. Cuando el Gobierno subvenciona o concede
anticipos, en realidad grava negocios privados prósperos para auxiliar
ruinosos negocios privados. En determinadas circunstancias anormales
tales medidas pueden hallar justificación en razonamientos cuya fuerza
dialéctica no vamos ahora a examinar.
Pero a la larga, tal manera de actuar del Gobierno no parece
remuneradora desde el punto de vista de la totalidad del país y la
experiencia así lo ha demostrado.
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