El liberalismo es una corriente de pensamiento (filosófico y
económico) y de acción política que propugna limitar al máximo el poder
coactivo del Estado sobre los seres humanos y la sociedad civil. Así,
forman parte del ideario liberal la defensa de la economía de mercado
(también denominada "sistema capitalista" o de "libre empresa"); la
libertad de comercio (librecambismo) y, en general, la libre circulación
de personas, capitales y bienes; el mantenimiento de un sistema
monetario rígido que impida su manipulación inflacionaria por parte de
los gobernantes; el establecimiento de un Estado de Derecho, en el que
todos los seres humanos -incluyendo aquellos que en cada momento formen
parte del Gobierno- estén sometidos al mismo marco mínimo de leyes
entendidas en su sentido "material" (normas jurídicas, básicamente de
derecho civil y penal, abstractas y de general e igual aplicación a
todos); la limitación del poder del Gobierno al mínimo necesario para
definir y defender adecuadamente el derecho a la vida y a la propiedad
privada, a la posesión pacíficamente adquirida, y al cumplimiento de las
promesas y contratos; la limitación y control del gasto público, el
principio del presupuesto equilibrado y el mantenimiento de un nivel
reducido de impuestos; el establecimiento de un sistema estricto de
separación de poderes políticos (legislativo, ejecutivo y judicial) que
evite cualquier atisbo de tiranía; el principio de autodeterminación, en
virtud del cual cualquier grupo social ha de poder elegir libremente
qué organización política desea formar o a qué Estado desea o no
adscribirse; la utilización de procedimientos democráticos para elegir a
los gobernantes, sin que la democracia se utilice, en ningún caso, como
coartada para justificar la violación del Estado de Derecho ni la
coacción a las minorías; y el establecimiento, en suma, de un orden
mundial basado en la paz y en el libre comercio voluntario, entre todas
las naciones de la tierra. Estos principios básicos constituyen los
pilares de la civilización occidental y su formación, articulación,
desarrollo y perfeccionamiento son uno de los logros más importantes en
la historia del pensamiento del género humano. Aunque tradicionalmente
se ha afirmado que la doctrina liberal tiene su origen en el pensamiento
de la Escuela Escocesa del siglo XVIII, o en el ideario de la
Revolución Francesa, lo cierto es que tal origen puede remontarse
incluso hasta la tradición más clásica del pensamiento filosófico griego
y de la ciencia jurídica romana. Así, sabemos gracias a Tucídides (Guerra del Peloponeso),
como Pericles constataba que en Atenas "la libertad que disfrutamos en
nuestro gobierno se extiende también a la vida ordinaria, donde lejos de
ejercer éste una celosa vigilancia sobre todos y cada uno, no sentimos
cólera porque nuestro vecino haga lo que desee"; pudiéndose encontrar en
la Oración Fúnebre de Pericles una de las más bellas descripciones del
principio liberal de la igualdad de todos ante la ley.
Posteriormente
en Roma se descubre que el derecho es básicamente consuetudinario y que
las instituciones jurídicas (como las lingüísticas y económicas) surgen
como resultado de un largo proceso evolutivo e incorporan un enorme
volumen de información y conocimientos que supera, con mucho, la
capacidad mental de cualquier gobernante, por sabio y bueno que éste
sea. Así, sabemos gracias a Cicerón (De re publica, II, 1-2) como
para Catón "el motivo por el que nuestro sistema político fue superior a
los de todos los demás países era éste: los sistemas políticos de los
demás países habían sido creados introduciendo leyes e instituciones
según el parecer personal de individuos particulares tales como Minos en
Creta y Licurgo en Esparta... En cambio, nuestra república romana no se
debe a la creación personal de un hombre, sino de muchos. No ha sido
fundada durante la vida de un individuo particular, sino a través de una
serie de siglos y generaciones. Porque no ha habido nunca en el mundo
un hombre tan inteligente como para preverlo todo, e incluso si
pudiéramos concentrar todos los cerebros en la cabeza de un mismo
hombre, le sería a éste imposible tener en cuenta todo al mismo tiempo,
sin haber acumulado la experiencia que se deriva de la práctica en el
transcurso de un largo periodo de la historia". El núcleo de esta idea
esencial, que habrá de constituir el corazón del argumento de Ludwig von
Mises sobre la imposibilidad teórica de la planificación socialista, se
conserva y refuerza en la Edad Media gracias al humanismo cristiano y a
la filosofía tomista del derecho natural, que se concibe como un cuerpo
ético previo y superior al poder de cada gobierno terrenal. Pedro Juan
de Olivi, San Bernardino de Siena y San Antonino de Florencia, entre
otros, teorizan sobre el papel protagonista que la capacidad empresarial
y creativa del ser humano tiene como impulsora de la economía de
mercado y de la civilización. Y el testigo de esta línea de pensamiento
se recoge y perfecciona por esos grandes teóricos que fueron nuestros
escolásticos durante el Siglo de Oro español, hasta el punto de que uno
de los más grandes pensadores liberales del siglo XX, el austriaco
Friedrich A. Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974, llegó a afirmar
que "los principios teóricos de la economía de mercado y los elementos
básicos del liberalismo económico no fueron diseñados, como se creía,
por los calvinistas y protestantes escoceses, sino por los jesuitas y
miembros de la Escuela de Salamanca durante el Siglo de Oro español".
Así, Diego de Covarrubias y Leyva, arzobispo de Segovia y ministro de
Felipe II, ya en 1554 expuso de forma impecable la teoría subjetiva del
valor, sobre la que gira toda economía de libre mercado, al afirmar que
"el valor de una cosa no depende de su naturaleza objetiva sino de la
estimación subjetiva de los hombres, incluso aunque tal estimación sea
alocada"; y añade para ilustrar su tesis que "en las Indias el trigo se
valora más que en España porque allí los hombres lo estiman más, y ello a
pesar de que la naturaleza del trigo es la misma en ambos lugares".
Otro notable escolástico, Luis Saravia de la Calle, basándose en la
concepción subjetivista de Covarrubias, descubre la verdadera relación
que existe entre precios y costes en el mercado, en el sentido de que
son los costes los que tienden a seguir a los precios y no al revés,
anticipándose así a refutar los errores de la teoría objetiva del valor
de Carlos Marx y de sus sucesores socialistas. Así, en su Instrucción de mercaderes
(Medina del Campo 1544) puede leerse: "Los que miden el justo precio de
la cosa según el trabajo, costas y peligros del que trata o hace la
mercadería yerran mucho; porque el justo precio nace de la abundancia o
falta de mercaderías, de mercaderes y dineros, y no de las costas,
trabajos y peligros".
Otra notable aportación de
nuestros escolásticos es su introducción del concepto dinámico de
competencia (en latín concurrentium), entendida como el proceso
empresarial de rivalidad que mueve el mercado e impulsa el desarrollo de
la sociedad. Esta idea les llevó a su vez a concluir que los llamados
"precios del modelo de equilibrio", que los teóricos socialistas
pretenden utilizar para justificar el intervencionismo y la
planificación del mercado, nunca podrán llegar a ser conocidos. Raymond
de Roover (Scholastics Economics, 1955) atribuye a Luis de Molina
el concepto dinámico de competencia entendida como "el proceso de
rivalidad entre compradores que tiende a elevar el precio", y que nada
tiene que ver con el modelo estático de "competencia perfecta" que hoy
en día los llamados "teóricos del socialismo de mercado" ingenuamente
creen que se puede simular en un régimen sin propiedad privada. Sin
embargo, es Jerónimo Castillo de Bovadilla el que mejor expone esta
concepción dinámica de la libre competencia entre empresarios en su
libro Política para corregidores publicado en Salamanca en 1585, y en el
que indica que la más positiva esencia de la competencia consiste en
tratar de "emular" al competidor. Bovadilla enuncia, además, la
siguiente ley económica, base de la defensa del mercado por parte de
todo liberal: "los precios de los productos bajarán con la abundancia,
emulación y concurrencia de vendedores". Y en cuanto a la imposibilidad
de que los gobernantes puedan llegar a conocer los precios de equilibrio
y demás datos que necesitan para intervenir en el mercado, destacan las
aportaciones de los cardenales jesuitas españoles Juan de Lugo y Juan
de Salas. El primero, Juan de Lugo, preguntándose cuál puede ser el
precio de equilibrio, ya en 1643 concluye que depende de tan gran
cantidad de circunstancias específicas que sólo Dios puede conocerlo
("pretium iustum mathematicum licet soli Deo notum"). Y Juan de Salas,
en 1617, refiriéndose a las posibilidades de que un gobernante pueda
llegar a conocer la información específica que se crea, descubre y
maneja en la sociedad civil afirma que "quas exacte comprehendere et
pondedare Dei est non hominum", es decir, que sólo Dios, y no los
hombres, puede llegar a comprender y ponderar exactamente la información
y el conocimiento que maneja un mercado libre con todas sus
circunstancias particulares de tiempo y lugar. Tanto Juan de Lugo como
Juan de Salas anticipan, pues, en más de tres siglos, las más refinadas
aportaciones científicas de los pensadores liberales más conspicuos
(Mises, Hayek). Por otro lado, tampoco debemos olvidar al gran fundador
del Derecho Internacional Francisco de Vitoria, a Francisco Suárez y a
su escuela de teóricos del derecho natural, que con tanta brillantez y
coherencia retomaron la idea tomista de la superioridad moral del
derecho natural frente al poder del estado, aplicándola con éxito a
múltiples casos particulares que, como el de la crítica moral a la
esclavización de los indios en la recién descubierta América, exigían
una clara y rápida toma de posición intelectual. Pero, sin duda alguna,
el más liberal de nuestros escolásticos ha sido el gran padre jesuita
Juan de Mariana (1536-1624) que llevó hasta sus últimas consecuencias
lógicas la doctrina liberal de la superioridad del derecho natural
frente al poder del estado y que hoy han retomado filósofos liberales
tan importantes como Murray Rothbard y Robert Nozick. Especial
importancia tiene el desarrollo de la doctrina sobre la legitimidad del
tiranicidio que Mariana desarrolla en su libro De rege et regis institutione
publicado en 1599. Mariana califica de tiranos a figuras históricas
como Alejandro Magno o Julio Cesar, y argumenta que está justificado que
cualquier ciudadano asesine al que tiranice a la sociedad civil,
considerando actos de tiranía, entre otros, el establecer impuestos sin
el consentimiento del pueblo, o impedir que se reúna un parlamento
libremente elegido. Otras muestras típicas del actuar de un tirano son,
para Mariana, la construcción de obras públicas faraónicas que, como las
pirámides de Egipto, siempre se financian esclavizando y explotando a
los súbditos, o la creación de policías secretas para impedir que los
ciudadanos se quejen y expresen libremente. Otra obra esencial de
Mariana es la publicada en 1609 con el título De monetae mutatione,
posteriormente traducida al castellano con el título de Tratado y
discurso sobre la moneda de vellón que al presente se labra en Castilla y
de algunos desórdenes y abusos. En este notable trabajo Mariana
considera tirano a todo gobernante que devalúe el contenido de metal de
la moneda, imponiendo a los ciudadanos sin su consentimiento el odioso
impuesto inflacionario o la creación de privilegios y monopolios
fiscales. Mariana también critica el establecimiento de precios máximos
para "luchar contra la inflación", y propone la reducción del gasto
público como principal medida de política económica para equilibrar el
presupuesto. Por último, en 1625, el padre Juan de Mariana publicó otro
libro titulado Discurso sobre las enfermedades de la Compañía en
el que ahonda en la idea liberal de que es imposible que el gobierno
organice la sociedad civil en base a mandatos coactivos, y ello por
falta de información. Mariana, refiriéndose al gobierno dice que "es
gran desatino que el ciego quiera guiar al que ve", añadiendo que el
gobernante "no conoce las personas, ni los hechos, a lo menos, con todas
las circunstancias que tienen, de que pende el acierto. Forzoso es se
caiga en yerros muchos, y graves, y por ellos se disguste la gente, y
menosprecie gobierno tan ciego"; concluyendo Mariana que "es loco el
poder y mando", y que cuando "las leyes son muchas en demasía; y como no
todas se pueden guardar, ni aun saber, a todas se pierde el respeto".
Toda
esta tradición se filtra por los ambientes intelectuales de todo el
continente europeo influyendo en notables pensadores liberales de
Francia como Balesbat (1692), el marqués D'Argenson (1751) y, sobre
todo, Jacques Turgot, que desde mucho antes que Adam Smith, y siguiendo a
los escolásticos españoles ya había articulado perfectamente el
carácter disperso del conocimiento que incorporan las instituciones
sociales entendidas como órdenes espontáneos. Así, Turgot, en su Elegía a Gournay
(1759) escribe que "no es preciso probar que cada individuo es el único
que puede juzgar con conocimiento de causa el uso más ventajoso de sus
tierras y esfuerzo. Solamente él posee el conocimiento particular sin el
cual hasta el hombre más sabio se encontraría a ciegas. Aprende de sus
intentos repetidos, de sus éxitos y de sus pérdidas, y así va
adquiriendo un especial sentido para los negocios que es mucho más
ingenioso que el conocimiento teórico que puede adquirir un observador
indiferente, porque está impulsado por la necesidad". Y siguiendo a Juan
de Mariana, Turgot concluye que es "completamente imposible dirigir
mediante reglas rígidas y un control continuo la multitud de
transacciones que aunque sólo sea por su inmensidad no puede llegar a
ser plenamente conocida, y que además dependen de una multitud de
circunstancias siempre cambiantes, que no pueden controlarse, ni menos
aún preverse".
Desafortunadamente, toda esta
tradición liberal del pensamiento hispano fue barrida en la teoría y en
la práctica, como indica Francisco Martínez Marina (Teoría de las Cortes o Grandes Juntas Nacionales de los Reinos de León y Castilla)
por los Austrias y los Borbones que han producido una "monstruosa
reunión de todos los poderes en una persona, el abandono y la abolición
de las Cortes y siglos de esclavitud del más horroroso despotismo". Se
termina de consolidar así en nuestro país un marco político y social
intolerante e intervencionista ajeno a las más genuinas tradiciones
representativas y liberales de los viejos reinos de España: la antigua
tolerancia y modus vivendi entre las tres religiones de judíos, moros y
cristianos de la época de Alfonso X El Sabio, es sustituida por la
intolerancia religiosa de los Reyes Católicos y sus sucesores, que
Americo Castro (La realidad histórica de España) y otros han
interpretado como una desviación mimética de la cultura y sociedad
españolas que paradójicamente terminan reflejando e incorporando en su
esencia más íntima las características más negativas de sus seculares
"enemigos": el integrismo religioso musulmán justificador de la Guerra
Santa contra el infiel, y la obsesión por la pureza de la sangre, propia
del pueblo judío. No se absorben, por contra, la proverbial iniciativa y
espíritu empresarial de los comerciantes y artesanos hebreos y moriscos
que hasta su expulsión constituyeron la médula económica del país. En
España se termina menospreciando, por considerarse impropia de
cristianos viejos, la función empresarial y prácticamente hasta hoy el
éxito económico se valora negativamente a nivel social y se critica con
envidia destructiva, en vez de ser considerado como una sana y necesaria
muestra del avance de la civilización, que es preciso emular y
fomentar. Si a todo esto añadimos la "Leyenda Negra" que impulsada por
el mundo protestante y anglosajón tuvo como objetivo desprestigiar todo
lo español, se comprenderá la soledad y el vacío ideológico con que se
hallaron los ilustrados españoles del siglo XVIII, como Campomanes y
Jovellanos, y los padres de la patria reunidos en las Cortes de Cádiz
que habrían de redactar nuestra primera Constitución de 1812, y que
fueron los primeros en el mundo en calificarse a sí mismos con el
término, introducido por ellos, de "liberales".
La
situación en el resto del mundo intelectual europeo no evolucionó mucho
mejor que en España. El triunfo de la Reforma protestante desprestigió
el papel de la Iglesia Católica como límite y contrapeso del poder
secular de los gobiernos, que se vio así reforzado. Además el
pensamiento protestante y la imperfecta recepción en el mundo anglosajón
de la tradición liberal iusnaturalista a través de los "escolásticos
protestantes" Hugo Grocio y Pufendorf, explica la importante involución
que respecto del anterior pensamiento liberal supuso Adam Smith. En
efecto, como bien indica Murray N. Rothbard (Economic Thought before Adam Smith,
1995), Adam Smith abandonó las contribuciones anteriores centradas en
la teoría subjetiva del valor, la función empresarial y el interés por
explicar los precios que se dan en el mercado real, sustituyéndolas
todas ellas por la teoría objetiva del valor trabajo, sobre la que luego
Marx construirá, como conclusión natural, toda la teoría socialista de
la explotación. Además, Adam Smith se centra en explicar con carácter
preferente el "precio natural" de equilibrio a largo plazo, modelo de
equilibrio en el que la función empresarial brilla por su ausencia y en
el que se supone que toda la información necesaria ya está disponible,
por lo que será utilizado después por los teóricos neoclásicos del
equilibrio para criticar los supuestos "fallos del mercado" y justificar
el socialismo y la intervención del Estado sobre la economía y la
sociedad civil. Por otro lado, Adam Smith impregnó la Ciencia Económica
de calvinismo, por ejemplo al apoyar la prohibición de la usura y al
distinguir entre ocupaciones "productivas" e "improductivas".
Finalmente, Adam Smith rompió con el Laissez-faire radical de sus
antecesores iusnaturalistas del continente (españoles, franceses e
italianos) introduciendo en la historia del pensamiento un "liberalismo"
tibio tan plagado de excepciones y matizaciones, que muchos
"socialdemócratas" de hoy en día podrían incluso aceptar. La influencia
negativa del pensamiento de la Escuela Clásica anglosajona sobre el
liberalismo se acentúa con los sucesores de Adam Smith y, en especial,
con Jeremías Bentham, que inocula el bacilo del utilitarismo más
estrecho en la filosofía liberal, facilitando con ello el desarrollo de
todo un análisis pseudocientífico de costes y beneficios (que se creen
conocidos), y el surgimiento de toda una tradición de ingenieros
sociales que pretenden moldear la sociedad a su antojo utilizando el
poder coactivo del Estado. En Inglaterra, Stuart Mill culmina esta
tendencia con su apostasía del Laissez-faire y sus numerosas concesiones
al socialismo, y en Francia, el triunfo del racionalismo
constructivista de origen cartesiano explica el dominio intervencionista
de la Ecole Polytechnique y del socialismo cientificista de Saint-Simon
y Comte (véase F.A. Hayek, The Counter-Revolution of Science,
1955), que a duras penas logran contener los liberales franceses de la
tradición de Juan Bautista Say, agrupados en torno a Frédéric Bastiat y
Gustave de Molinari.
Esta intoxicación
intervencionista en el contenido doctrinal del liberalismo decimonónico
fue fatal en la evolución política del liberalismo contemporáneo: uno
tras otro los diferentes partidos políticos liberales caen víctimas del
"pragmatismo", y en aras de mantener el poder a corto plazo consensúan
políticas de compromiso que traicionan sus principios esenciales
confundiendo al electorado y facilitando en última instancia el triunfo
político del socialismo. Así, el partido liberal inglés termina
desapareciendo en Inglaterra engullido por el partido laborista, y algo
muy parecido sucede en el resto de Europa. La confusión a nivel político
y doctrinal es tan grande que en muchas ocasiones los intervencionistas
más conspicuos como John Maynard Keynes, terminan apropiándose del
término "liberalismo" que, al menos en Inglaterra, Estados Unidos y, en
general, en el mundo anglosajón pasa a utilizarse para denominar la
socialdemocracia intervencionista impulsora del Estado del Bienestar,
viéndose obligados los verdaderos liberales a buscarse otro término
definitorio ("classical liberals", "conservative libertarians" o,
simplemente, "libertarians").
En este contexto de
confusión doctrinal y política no es de extrañar que en nuestro país
nunca haya cuajado una verdadera revolución liberal. Aunque en el siglo
XIX se puede distinguir una señera tradición del más genuino
liberalismo, con representantes tan conspicuos como Laureano Figuerola y
Ballester, Alvaro Flórez Estrada, Luis María Pastor, y otros, se
desarrolla doctrinalmente muy influida por el tibio liberalismo de la
Escuela Anglosajona (la traducción española de José Alonso Ortiz de La
Riqueza de las Naciones ya se había publicado en Santander en 1794), o
por el racionalismo jacobino de la Revolución Francesa. En el ámbito
político el liberalismo español se enfrenta primero a las poderosas
fuerzas absolutistas y después al pragmatismo disgregador de los
"moderados", todo ello en un entorno continuo de guerra civil
desgarradora. De manera que el triunfo de la Gloriosa Revolución Liberal
de 1868 es efímero y cuando se produce la Restauración Canovista de
1875, triunfa el arancel proteccionista y se traicionan principios
liberales esenciales, por ejemplo en el ámbito de la autodeterminación
del pueblo cubano, con un coste tremendo para la nación en términos de
sufrimientos humanos. Y ya entrado el siglo XX la pérdida de contenido
doctrinal del Partido Liberal Democrático se hace cada vez más patente y
en cierta medida culmina con el "reformismo social" de José Canalejas
que impregna su política de medidas intervencionistas y socializadoras,
restablece el servicio militar obligatorio y sigue adelante con la
inmoral y nefasta política de gradual implicación militar de nuestro
país en Marruecos. En este contexto de vacío doctrinal no es de extrañar
que los pocos españoles que continúan aceptando calificarse de
"liberales" crean que el liberalismo, más que un cuerpo de principios
dogmáticos a favor de la libertad, es un simple "talante" caracterizado
por la tolerancia y apertura ante todas las posiciones. Así, para
Gregorio Marañón (véase el "Prólogo" a sus Ensayos liberales) "ser
liberal es, precisamente estas dos cosas: primero, estar dispuesto a
entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás
que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los
medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta
y, por tanto, es mucho más que una política". Posición que en gran
medida es compartida por otros grandes liberales españoles de la primera
mitad del siglo XX, como José Ortega y Gasset o Salvador de Madariaga, y
que en gran parte explica por qué el protagonismo político, primero
durante la Dictadura del General Primo de Ribera, después durante la
República y más tarde durante el Franquismo, nunca estuviera en manos de
verdaderos liberales, sino más bien en la esfera de ambos extremos del
intervencionismo (el socialismo obrero o el fascismo o socialismo
conservador o de derechas), o bajo el control de políticos racionalistas
jacobinos como Manuel Azaña.
A pesar de que el
siglo XX será tristemente recordado como el siglo del Estatismo y de los
totalitarismos de todo signo que más sufrimiento han causado al género
humano, en sus últimos veinticinco años se ha observado con gran pujanza
un notable resurgir del ideario liberal que debe achacarse a las
siguientes razones. Primeramente, al rearme teórico liberal
protagonizado por un puñado de pensadores que, en su mayoría, pertenecen
o están influidos por la Escuela Austriaca que fue fundada en Viena
cuando Carl Menger retomó en 1871 la tradición liberal subjetivista de
los Escolásticos Españoles. Entre otros teóricos, destacan sobre todo
Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek que fueron los primeros en
predecir el advenimiento de la Gran Depresión de 1929 como resultado del
intervencionismo monetario y fiscal emprendido por los gobiernos
durante los "felices" años veinte, en descubrir el teorema de la
imposibilidad científica del socialismo por falta de información, y en
explicar el fracaso de las prescripciones keynesianas que se hizo
evidente con el surgimiento de la grave recesión inflacionaria de los
años setenta. Estos teóricos han elaborado, por primera vez, un cuerpo
completo y perfeccionado de doctrina liberal en el que también han
participado pensadores de otras escuelas liberales menos comprometidas
como la de Chicago (Knight, Stigler, Friedman y Becker), el
"ordo-liberalismo" de la "economía social de mercado" alemana (Röpke,
Eucken, Erhard), o la llamada "Escuela de la Elección Pública"
(Buchanan, Tullock y el resto de los teóricos de los "fallos del
gobierno"). En segundo lugar, cabe mencionar el triunfo de la llamada
revolución liberal-conservadora protagonizada por Ronald Reagan y
Margaret Thatcher en Estados Unidos e Inglaterra a lo largo de los años
ochenta. Así de 1980 a 1988 Ronald Reagan llevó a cabo una importante
reforma fiscal que redujo el tipo marginal del impuesto sobre la renta
al 28 por 100 y desmanteló, en gran medida, la regulación administrativa
de la economía, generando un importante auge económico que creó en su
país más de 12 millones de puestos de trabajo. Y más cerca de nosotros,
Margaret Thatcher impulsó el programa de privatizaciones de empresas
públicas más ambicioso que hasta hoy se ha conocido en el mundo, redujo
al 40 por ciento el tipo marginal del impuesto sobre la renta, acabó con
los abusos de los sindicatos e inició un programa de regeneración moral
que impulsó fuertemente la economía inglesa, lastrada durante decenios
por el intervencionismo de los laboristas y de los conservadores más
"pragmáticos" (como Edward Heath y otros). En tercer lugar, quizás el
hecho histórico más importante haya sido la caída del Muro de Berlín y
el desmoronamiento del socialismo en Rusia y en los países del Este de
Europa, que hoy se esfuerzan por construir sus economías de mercado en
un Estado de Derecho. Todos estos hechos han llevado al convencimiento
de que el liberalismo y la economía de libre mercado son el sistema
político y económico más eficiente, moral y compatible con la naturaleza
del ser humano. Así, por ejemplo, Juan Pablo II, preguntándose si el
capitalismo es la vía para el progreso económico y social ha contestado
lo siguiente (véase Centessimus Annus, cap. IV, num. 42): "Si por
'capitalismo' se entiende un sistema económico que reconoce el papel
fundamental y positivo de la empresa, el mercado, de la propiedad
privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de
producción, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más
apropiado hablar de 'economía de empresa', 'economía de mercado', o
simplemente 'economía libre'".
El pensamiento
español no se ha mantenido ajeno a este resurgir mundial del
liberalismo. Pensadores como Lucas Beltrán o Luis de Olariaga supieron
mantener viva la llama liberal durante los largos años del autoritarismo
franquista, llevándose a cabo un importante esfuerzo de estudio y
popularización del ideario liberal por parte de los profesores,
intelectuales y empresarios aglutinados en torno a la sociedad liberal
Mont Pèlerin fundada por Hayek en 1947, y al proyecto de Unión Editorial
que, a lo largo de los últimos 25 años, ha traducido, publicado y
distribuido incansablemente en nuestro país las principales obras de
contenido liberal escritas por pensadores extranjeros y nacionales.
Entre éstos destacan los hermanos Joaquín y Luis Reig Albiol, Juan
Marcos de la Fuente, Julio Pascual Vicente, Pedro Schwartz, Rafael
Termes, Carlos Rodríguez Braun, Lorenzo Bernaldo de Quirós, Francisco
Cabrillo, Joaquín Trigo, Juan Torras, Fernando Chueca Goitia y, como
principal representante de la tradición liberal subjetivista en nuestro
país, el prof. Jesús Huerta de Soto. La influencia de esta corriente
doctrinal no ha dejado de sentirse en la vida política de nuestro país a
partir del restablecimiento de la Monarquía constitucional, primero
dentro de la extinta Unión del Centro Democrático a través de Antonio
Fontán y del ya fallecido Joaquín Garrigues Walker; después vino el
Partido Demócrata Liberal de Antonio Garrigues Walker, que integrado en
el Partido Reformista de Miguel Roca no logró representación
parlamentaria en las elecciones de 1986; posteriormente tuvieron
representación parlamentaria la Unión Liberal de Pedro Schwartz y el
Partido Liberal de Antonio Segurado, ambos integrados dentro, primero de
Alianza Popular, y después en la Coalición Popular (1982-1987). Y tras
los años de gobierno del PSOE, en los cuales, y a pesar de sus atentados
al principio liberal de separación de poderes, también cupo distinguir
una tímida corriente liberal de la mano de Miguel Boyer y Miguel Angel
Fernández Ordóñez, tanto el Presidente del Gobierno del Partido Popular,
José María Aznar, como alguno de sus ministros más significados (como
Esperanza Aguirre y otros) no han dudado en calificarse como los
herederos actuales del liberalismo y del centrismo político.
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