30 enero, 2012

¿Somos una sociedad comercial que se odia a sí misma?

Estoy dando un paseo dominical y un chico intenta venderme limonada. ¡Un emprendedor en ciernes! Aún así, no acepto. Así que refuerza su oferta:
“Voy a donar los beneficios para acabar con el abuso a niños”.
Sigo sin aceptar, y ahora más fácilmente, ya que ha ligado su iniciativa comercial digna de elogio con una gran patología social que no es posible que un niño de 12 años pueda resolver, salvo que esté ahorrando dinero para escaparse de casa.


En menos de un día, fue aproximadamente la décima vez que me vi asaltado por la conciencia social mientras me ocupaba de mis asuntos. En el supermercado me aseguraban que salvaría al planeta comprando este cereal y esa bolsa de patatas fritas. Si compraba este café en lugar de aquél, ayudaría a los campesinos pobres en algún lugar remoto a alcanzar la justicia social. Algunos peniques de una bebida isotónica supuestamente se donaban para curar la distrofia muscular. Mi taza de café tenía tal conciencia social que salvaba árboles y por tanto estabilizaba la temperatura global. Si uso este buscador, ayudo a financiar ayudas que están haciendo del mundo un lugar mejor.
Tengo dos reacciones a toda esta interferencia estática en lo que de otra forma serían las líneas claras de una sociedad comercial:
  1. Esto prueba que la tradicional culpa al capitalismo es falsa. No se trata sólo de ganancias privadas para unos pocos. Los negocios pueden ser tan ilustrados como las personas que los dirigen. Fijémonos en que esta dirección hacia otras cosas dignas de elogio se consigue dentro el esquema de los intercambios que ha sido erróneamente demonizado como egoísta. Como vemos, no hay contradicción entre hacer el bien y hacer las cosas bien. Todas estas innovaciones que mezclan el sector terciario de la caridad con el primario del beneficio ilustran cómo el capitalismo puede adaptarse a una época de abierta preocupación social.
  2. ¿Podemos dejar de fingir todos y volver a la simple compraventa antigua?
Mis pensamientos aquí están dominados por la reacción nº 2.
Muy pocas de las afirmaciones de estas empresas soportan realmente un escrutinio serio. Por ejemplo, veamos la taza de café. Si comprar esta taza salva árboles, una forma aún mejor de salvar árboles es no comprar café en absoluto. Y no está claro que rebajar la demanda de papel vaya a salvar realmente algún árbol, pues una menor demanda acabaría significando menos razones para plantar y renovar el recurso. Y en todo caso ¿necesitamos salvar a los árboles? ¿Conoce alguien el número óptimo de árboles que se supone debe haber vivos en el planeta en cualquier momento?
El caso del café socialmente justo es el que realmente me enfada. Las plantaciones de café que pagan los salarios más altos y ofrecen los mayores beneficios a sus trabajadores son las más grandes, mejor establecidas y mejor conectadas. Las plantaciones familiares más pequeñas no pueden permitirse todas estas cosas, pero es menos probable que tengan acceso a las agencias de calificación y las compañías exportadoras. ¿Por qué se supone que los consumidores han de favorecer precisamente a los grandes grupos corporativos frente a los cultivos familiares y hacerlo en nombre de una conciencia social ilustrada? Toda la campaña del café de comercio justo es una de las ideas más extrañas y contradictorias que la izquierda tonta, tonta haya soñado jamás.
Por un lado, es parte del genio del capitalismo el que dé lugar a una clase de emprendedores que puedan usar cualquier cambio cultural de moda para llenar la caja. El que a un cereal se le llame “Sugar Smacks” o “Earthen Money Morsels” no me afecta y si algún genio del marketing cree que la empresa de cereales puede ganar más dinero con un nombre que con otro, bueno y santo para él y la compañía. El capitalismo es tan malditamente bueno en lo que hace que incluso puede embaucar a los socialistas atolondrados para que suelten su dinero por sus productos: es fantástico.
Y aún así, estoy bastante harto de la duplicidad de todo este tema. Pensemos en el chico que intentó venderme limonada. Es algo admirable poner un puesto de limonada. Empleó su energía y tiempo. Tenía que mantener frío el hielo y disponer de vasos y convencer a la gente para que comprara. Tenía que elegir una buena esquina en el barrio para hacerlo. Puede que haya tenido que comprar sus propios ingredientes. ¿Tendrá beneficios? No hay nada seguro en este mundo. Probablemente no y tendrá que ser subvencionado por mamá y papá. ¿Qué pasa si obtiene un beneficio? ¿No sería maravilloso? No pasaría nada malo en un mundo en el que este chico, que gasta el domingo en vender refrescos, pueda poner 5$ en su hucha como resultado.
¡Pero no, no puede ser! Por el contrario, ha aprendido del ethos social que nunca jamás debe admitir tener ganancias privadas. Tiene que inventar algún cuento acerca de que donará todas sus ganancias para alcanzar un gran objetivo social de un mundo sin abusos a los niños. ¿No basta con que dé a una docena de personas un refresco dominical y se lleve unos pocos dólares?
Revisemos la contribución más antigua del pensamiento liberal: La sociedad de mercado usa las ganancias privadas para lograr el bien social, a través del mecanismo del intercambio mutuamente beneficioso. Compro una botella de leche y el vendedor se lleva mi dinero. Ambos decimos “gracias” porque ambos hemos dado algo al otro y ambos hemos mejorado. Los beneficios en forma de dinero, si los hay después de contabilizar los gastos, se usan para expandir la producción, de forma que así hay cada vez más oportunidades de comercio. Multipliquemos estos pequeños intercambios e inversiones por la población mundial y tendremos un jardín de paz y prosperidad cada vez más bello y fructífero.
En este esquema, ¿cuál es el papel de la donación para causas caritativas? Lo provee el crecimiento del capital y la riqueza. Cuando queda lo suficiente después de proveer las necesidades de supervivencia básicas, la gente traslada su atención a viudas, huérfanos, enfermos, orquestas sinfónicas, museos, salvar a las salamandras, promover la religión, establecer clubes de costura y billones de otras causas, siendo todas ellas evidencia de una prosperidad creciente.
Aquí es importante el orden de las causas. Primero: los mercados. Segundo: la inversión y el intercambio. Tercero: la prosperidad. Cuarto: un montón de causas sociales que entran en la categoría de caridad, justicia social y similares. ¿Por qué tenemos tanto miedo a decir la verdad acerca de este plan de construir una civilización paso a paso? ¿Por qué estamos tan ansiosos por borrar las distinciones entre las etapas?
Es más, si quiero dar una donación de caridad, soy perfectamente capaz de hacerlo por mí mismo y de acuerdo con mis propios valores. No necesito que intervengan las empresas para ayudarme y mostrarme el camino hacia la verdadera ilustración. Cuando aparece alguien para decirme cuáles deberían ser mis valores, tiendo a huir. Sólo quiero productos y servicios: yo me ocuparé del resto de mi propia calderilla. ¿Es tan complicado?
Durante la crisis haitiana de principios d este año, era difícil ir de un sitio a otro sin que alguien me pidiera que diera algo a Haití. No importaba si había dado 1.000$ al anterior, la presión nada sutil en la siguiente parada era para que yo demostrar que de nuevo me preocupaba. En algún momento durante esta manía, el número de gente recogiendo algo para Haití parecía superar al de gente dando en una relación de dos a uno. Es como si hubiera un estatus social especial para la clase del recaudador de donaciones y a todos se nos obligara a reconocerlo.
¿Cómo calificar toda esta manía de dar? Quizá sea sólo un fraude. Llamémoslo, el “fraude de la causa”. Hay más dinero a conseguir diseminando culpa y pena que ofreciendo bienes y servicios. Por tanto, todos actúan así.
Es una teoría, pero no va más allá. Mi propia teoría es que la mentalidad anticapitalista ha obtenido un importante peaje. Aún no ha destruido la sociedad comercial, pero ha hecho que ésta ya no esté orgullosa de la magia y la gloria incluida dentro de sus estructuras y lógica. ¿Por qué? Porque ya no entendemos cómo los mercados convierten el interés privado en bien público. La lección más simple de economía, probada una y otra vez durante 500 años, no la conoce la gente hoy en día.
Por cierto, cuando el chico me dijo que estaba recaudando dinero para detener el abuso de niños, repliqué así: “Espero que te guardes algo. Tienes que ganarte la vida de alguna forma”.
Se quedó con la boca abierta. Espero que recuerde lo que le dije y espero que sus padres no me acusen de abuso de niños.

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