por Xavier Sala-i-Martín
Xavier Sala-i-Martín es catedrático de Columbia University y Profesor Visitante de la Universidad Pompeu Fabra.
Desde los indignados hasta profesores de economía, pasando por
políticos, periodistas y tertulianos de todo tipo, cada vez son más los
que se quejan de que la globalización y la economía de libre mercado
hacen que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres, más pobres.
Ante esta situación, piden un nuevo sistema económico con más intervención pública, menos libertad económica y más impuestos para los ricos.
Un aspecto curioso de estas quejas es que normalmente provienen de
Europa o EE.UU. El problema es que nuestro egocentrismo occidental nos
hace
perder la perspectiva por que, si miramos el mundo
en su conjunto,
la pobreza y
las desigualdades de renta
no son cada día mayores sino ¡Más bien al contrario!
Desde que el hombre inventó la agricultura, ahora
hace 10.000 años hasta al
principio de la Revolución Industrial en
1760, el 99,9% de
la población de todos los países del mundo vivía en
el
umbral de la subsistencia.
¡Sí! Había reyes, césares, conquistadores o
burócratas chinos inmensamente ricos, pero el 99,9% de los ciudadanos
eran agricultores
que trabajaban de sol a sol y
que a duras penas podían
comer, vestirse y tener una casa donde dormir. Fíjense si vivían cerca
de la subsistencia que, cuando había una mala cosecha, la mitad de la
población moría de hambre. Por lo tanto, durante miles de años no sólo
la mayoría de la población era pobre sino que las desigualdades en el
mundo eran pequeñas y constantes: todo el mundo era igual y pobre. Igual
de pobre.
La cosa cambió radicalmente cuando, hacia 1760, llegaron la Revolución Industrial y el capitalismo.
Primero en Inglaterra y Holanda. Después en EE.UU. y el norte de
Europa. Después en Japón y en el sur de Europa. Las familias
trabajadoras de lo que hoy conocemos como países ricos de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)
aumentaron el nivel de vida hasta el punto de tener cosas que los reyes
más ricos de épocas anteriores no podían ni soñar: desde agua corriente
en casa hasta electricidad, pasando por pasta de dientes, teléfonos,
anticonceptivos, iPods, viajes baratos en avión, automóviles o cenas en
restaurantes chinos, japoneses o italianos. La economía de mercado
representó un milagro sin precedentes para la mayoría de los 1.000
millones de ciudadanos que hoy vive en estos países.
El resto del mundo, sin embargo, quedaba atrás y las desigualdades entre
los 1.000 millones de personas cada vez más ricas y los 6.000 millones
que permanecían igual de pobres, aumentaban sin parar. Pero entre 1950 y
1960 se despertó Asia. Primero fueron los pequeños dragones
exportadores de Hong Kong, Singapur, Taiwán y Corea del Sur. Siguieron
los tigres de Malasia, Tailandia o Indonesia. Finalmente, en 1976 muere
el dictador Mao Zedong y China (1.300 millones de
ciudadanos en población actual) abandona el marxismo maoísta e,
introduciendo el capitalismo, pasa a abanderar la globalización a base
de exportar e invertir por todo el mundo. Poco después, India (1.200
millones) abandona el socialismo de planificación y también introduce
los mercados.
A partir de 1995, la África subsahariana, con 700 millones de
habitantes, también ha empezado a desarrollarse ininterrumpidamente y,
ya en la última década, América Latina ha retornado al camino del
crecimiento que abandonó durante la crisis de la deuda de los ochenta.
Este masivo proceso de crecimiento, que está afectando a los países
donde viven los 6.000 millones de ciudadanos más pobres del mundo, ha
tenido dos consecuencias importantes. Primera, la pobreza en el mundo ha
caído como nunca. Segunda, las diferencias entre ricos y pobres han
disminuido de manera significativa.
¿Por qué dicen, pues, los indignados y los intelectuales que los apoyan
que las desigualdades son cada vez mayores? La explicación es, una vez
más, el egocentrismo que los lleva a fijarse sólo en las desigualdades
dentro de sus propios países. Y es cierto que dentro de EE.UU. la
distancia entre los ricos y los pobres ha aumentado. También lo han
hecho las distancias entre los españoles ricos y pobres y entre los
chinos ricos y pobres.
Pero cuando uno calcula las desigualdades en el mundo global, no basta
con mirar la distancia entre estadounidenses ricos y estadounidenses
pobres o entre chinos ricos y chinos pobres. Hay que mirar también la
distancia entre chinos y estadounidenses. Utilizando jerga económica, no
sólo hay que mirar las desigualdades “dentro de los países” sino
también las desigualdades “entre países”. Y el espectacular crecimiento
de los enormes países emergentes ha hecho que la desigualdad “entre
países” haya bajado tanto que ha acabado por empequeñecer las crecientes
diferencias “dentro de los países”. La suma de las dos, lo que
denominamos “desigualdad global”, ha bajado por primera vez en la historia.
Nuestra preocupación por la crisis que nos afecta tan duramente es una
preocupación legítima y natural. Pero no nos tiene que hacer perder ni
la perspectiva de la historia ni la enormidad del planeta donde vivimos.
Y en este sentido, el fenómeno económico más importante de los últimos
30 años ha sido la exposición de los 6.000 millones de ciudadanos más
pobres del mundo a las fuerzas del mercado. No es ninguna sorpresa ver
que la consecuencia ha sido la reducción sin precedentes de la pobreza y
una igualación de los niveles de vida entre los habitantes de nuestro
mundo. El capitalismo y los mercados están generando un tsunami de
prosperidad global que, estoy seguro, la historia acabará bautizando
como el de la gran convergencia.
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