28 febrero, 2012

La necesidad de la 'coherencia emocional'

DERECHOS HUMANOS

Por Carlos Alberto Montaner

En Cuba, como sucede en todas las sociedades totalitarias, las personas que tienen una orientación sexual diferente a la que prescribe el gobierno suelen padecer diversos grados de discriminación y rechazo.
Cuba debe de haber sido el único país de América Latina que ha enviado a los homosexuales –al menos a miles de ellos– a campos de trabajo forzado para reeducarlos, modificar su conducta y conducirlos al buen vivir revolucionario mediante el proceso purificador de cortar caña o sembrar boniatos de sol a sol, bajo los maltratos inclementes de militares especialmente sádicos.


Y no se diga que fue un fenómeno aislado ocurrido en los años 60 del siglo pasado, cuando el régimen acababa de comenzar y era dirigido por unos jóvenes barbudos, inexpertos y escasamente educados, prisioneros de cierta mentalidad rural teñida por el machismo.
En 1980, durante el éxodo de Mariel, tras más de veinte años de gobierno, los Castro expulsaron de Cuba a miles de homosexuales calificados como "escoria". Previamente, fueron vejados por turbas fanáticas alentadas por la policía política, que perpetraron unos repugnantes pogromos contra ellos.
La mejor prueba de lo que la cúpula dirigente cubana pensaba de los homosexuales es que, junto a ellos, y en los mismos botes, embarcaron rumbo a Estados Unidos a muchísimos asesinos, locos y hasta un pobre leproso. Para el gobierno cubano, un homosexual era indistinguible de un asesino, un loco o un leproso. No había diferencias.
Los nazis, con su perverso sentido de la organización, antes de encerrarlos o sacrificarlos, clasificaron a los judíos con una estrella de David amarilla, a los homosexuales con un triángulo rosa y a delincuentes de diversos tipos con triángulos verdes o de otros colores. Los comunistas cubanos ni siquiera se tomaron ese siniestro trabajo.
Afortunadamente para la historia, los cineastas Néstor Almendros y Orlando Jiménez-Leal dejaron filmado un excelente documental sobre este tema, Conducta impropia, que estremece de horror a cualquier persona decente que lo contemple.
Iusnaturalismo contra iuspositivismo
Mi reflexión, aunque lo incluye, excede el tema cubano y se remonta a la antigua Grecia, cuando se estableció un debate teológico que dura hasta nuestros días.
Me explico. Cuando los estoicos plantearon en Grecia, hace dos mil trecientos años, que los seres humanos tenían derechos que no provenían de la fratría o de la ciudad a la que pertenecían, sino que gozaban de ellos por su especial naturaleza, inmediatamente se alegó que esos derechos provenían de los dioses.
Si no los concedían los hombres, ¿de dónde podían proceder? ¿De la voluntad de las deidades?
Cuando Occidente se hizo monoteísta, heredó el iusnaturalismo, el derecho natural postulado por los estoicos. Casaba perfectamente con la teología judeocristiana. Un Dios omnipotente podía otorgar derechos que los hombres no podían cancelar.
Si Dios había creado a los hombres a su imagen y semejanza, esto los hacía diferentes al resto de las criaturas. El iusnaturalismo era un razonamiento perfecto... para los creyentes.
La Ilustración, que es de donde viene directamente nuestra organización política y nuestra visión moderna del Estado, se organizó en torno a esas benéficas suposiciones. La Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de Francia (1789) son dos claros ejemplos de la enorme influencia del iusnaturalismo en la evolución política de nuestra civilización.
Frente a esta tradición, poco a poco, fue ganando terreno el iuspositivismo. Todo derecho era una concesión humana; derivaba de leyes hechas por el hombre y, por lo tanto, los hombres podían modificarlo, sustituirlo o anularlo. Rousseau, aunque a veces se contradice, puede ser considerado el padre del iuspositivismo, y su Contrato Social, una fuente potencial de autoritarismo.
En todo caso, si se abandonaba el iusnaturalismo, la única barrera defensiva era el constitucionalismo. Los pueblos, después de graves y sangrientos enfrentamientos, habían logrado limitar la autoridad de los monarcas, de la aristocracia y del clero. Simplemente, se reconocía la existencia de ciertos derechos y se estipulaba que no se podía legislar fuera de los límites de la Constitución. Esa era la coraza que protegía los derechos individuales.
El problema es que las Constituciones podían ser abolidas o cambiadas radicalmente por diversos medios, incluida la violencia, al amparo del discutible principio de que la Revolución es fuente de un nuevo orden legítimo, lo cual destruye cualquier suposición de que existan derechos humanos imprescriptibles.
Esto es lo que ha sucedido en los regímenes totalitarios fascistas y comunistas. La noción del iuspositivismo permitió la desaparición de los derechos individuales, y se subordinaron todos los derechos a la consecución de los fines del Estado, definidos éstos por una minoría poseedora de todas las verdades y dueña de todas las certezas. Ése fue el origen de los mataderos del siglo XX.
La coherencia emocional
¿Hay otra fuente moral capaz de alimentar la noción de que existen derechos individuales inalienables? Esa es la crucial pregunta que deseo responder en estos papeles.
Como toda legitimidad debe asentarse en una teoría razonable, a los efectos del debate es fundamental poder defender la existencia de derechos naturales sin necesidad de recurrir a Dios o a argumentos de autoridad. Mi intención es identificar y analizar la existencia de otra necesidad, generalmente olvidada, a la que llamo coherencia emocional. Asimismo, quiero establecer que esa necesidad da origen y sustento a la existencia de los llamados derechos naturales.
Nadie duda de que los seres humanos tienen ciertas necesidades básicas absolutamente vitales. El oxígeno, el agua y la alimentación son tres buenos ejemplos. No ha sido necesario consignarlo en los textos legales porque es obvio, pero existe el derecho tácito a respirar, a beber y a alimentarse. Quizás es a eso a lo que se referían los clásicos cuando hablaban del derecho a la vida.
Tampoco se puede negar a las personas el derecho a la coherencia emocional sin infligirles un daño cruel, capaz de provocarles la mayor infelicidad.
Debo comenzar, pues, por definir qué es la coherencia emocional y por qué es fundamental poder gozar de ella.
La coherencia emocional es un estado anímico en el que nos sentimos en paz con nosotros mismos cuando tomamos decisiones y adoptamos comportamientos que se ajustan a nuestros valores, deseos y preferencias. La felicidad tal vez sea exactamente eso. No radica necesariamente en poseer objetos valiosos y vivir en casas lujosas, sino en sentir una íntima armonía y satisfacción con nuestro yo interior.
De alguna manera, la coherencia emocional está en la base misma de ese derecho a "la búsqueda de la felicidad" que proclamó John Locke y luego, un siglo más tarde, reiteró Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. "Conócete a ti mismo" es un viejo consejo o mandato supuestamente inscrito en el templo de Apolo en Delfos, y es que solo dentro de uno mismo se podía encontrar la felicidad. Por su parte, Ayn Rand afirmaba que la felicidad es "un estado de alegría sin contradicciones".
No olvidemos que un estado anímico determinado –tristeza, amor, atracción o repulsión físicas, melancolía, alegría, desazón, repugnancia, odio, o la propia felicidad a la que aludimos– es el resultado de la intrincada pero instantánea confluencia física, totalmente incontrolable, entre nuestra carga genética, la acción de neurotransmisores y hormonas y las informaciones, creencias y valores que aporta la cultura en que nos desenvolvemos. Los estados anímicos, dicho sea de paso, nos proporcionan grados de dolor y de placer. A veces son tan gratos que quisiéramos que se prolongaran para siempre. A veces son tan dolorosos que deseamos quitarnos la vida para no seguir sufriendo.
Cuando nos obligan a sostener criterios que íntimamente rechazamos, cuando debemos adoptar actitudes que contradicen nuestros reales deseos, cuando se nos prohíbe amar a quien queremos, o se nos exige amar a quien no queremos, cuando nos fuerzan a militar en organizaciones que no nos gustan o a repetir consignas que detestamos, las consecuencias son nefastas para nuestro organismo.
En esas circunstancias adversas de íntimas contradicciones surge un malestar psicológico que puede desembocar en verdaderas neurosis que se somatizan de distintas formas, incluida una peligrosísima alteración del ritmo cardíaco, porque resulta que, finalmente, era cierto que el corazón sufre de pena, como siempre han sospechado los poetas.
Disonancia cognitiva
Un psicólogo especialmente brillante de la década de los cincuenta del siglo XX, León Festinger, llamó a este proceso disonancia cognitiva; con tal concepto abrió una zona muy rica de investigaciones científicas.
La disonancia cognitiva nos hería la psiquis de una forma tan profunda que tratábamos de paliar sus efectos con conductas erráticas muy dolorosas, como traicionar nuestra racionalidad asumiendo hipócritamente puntos de vista ajenos y contrarios a nuestras convicciones que nos ponían a salvo de las consecuencias de nuestras creencias reales.
El llamado Síndrome de Estocolmo es la más conocida y manoseada de las disonancias cognitivas. Consiste en alabar y amar a nuestros verdugos para que no nos hagan más daño, fingimiento que, en cierto momento, nos lleva a dudar de nuestros verdaderos sentimientos y a dar por cierta lo que no es otra cosa que una penosa estrategia de supervivencia.
La necesidad de coherencia emocional nos conduce a proclamar, como su consecuencia lógica, el derecho a expresarnos libremente, a informarnos libremente, a asociarnos libremente, y, tal vez, al más trascendente de todos los derechos relacionados con la necesidad de coherencia emocional: a amar libremente a quien queramos y como queramos.
A lo largo de los siglos, los hombres han estado dispuestos a jugarse la vida en defensa de estas libertades porque en ello les iba algo tan importante como la coherencia emocional. La necesitaban. Necesitaban respetarse a sí mismos para experimentar lo que era una existencia realmente digna y decorosa.
Nadie está autorizado a conculcarnos esos derechos. Nadie está legitimado para impedir nuestra coherencia emocional. Quien lo haga, cometerá un crimen contra la naturaleza humana.
Claudio Sánchez Albornoz, glosando y corrigiendo a Benedetto Croce, dejó escrito que la historia es la hazaña de la libertad, y la libertad, la hazaña de la historia. Tenía razón. Es posible concebir la aventura humana en Occidente, pese a las contramarchas eventuales, como una ampliación creciente de las libertades individuales.

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