Las Malvinas: los límites de la solidaridad
Por Alvaro Vargas Llosa
La presidenta argentina, Cristina
Kirchner, está decidida a malvinizar su política exterior y, por tanto,
su política doméstica, pero tiene en sus manos dos problemas cada vez
más complicados: la ausencia de opciones efectivas y un escenario
sudamericano, en el que empieza a incomodar la exigencia de tanta
solidaridad.
La escasez de opciones quedó en
evidencia de espectacular forma esta semana, cuando la mandataria
convocó, con urgencia y dramatismo, a las fuerzas vivas del país (como
se decía antes), incluida la oposición, a un acto público relacionado
con las Malvinas del que no se dio mayor información previa. Todos
pensaban que Kirchner usaría la última bala que le quedaba en la
cartuchera: prohibir el uso del espacio aéreo argentino al único vuelo
que conecta a Mount Pleasant con Sudamérica, lo que en la práctica
implicaba prohibir el vuelo entre Santiago y las Malvinas. Pero ni
siquiera eso puedo hacer: se limitó a anunciar que denunciará la
"militarización" ante la ONU, donde el Comité de Descolonización se
reunirá el 14 de este mes, y que desclasificará el "informe Rattenbach".
La sensación de anticlímax en el auditorio fue palpable y no careció de
cierta comicidad. La oposición, que se había dejado arrastrar a ese
evento para que no pareciera que se alineaba con el enemigo, acabó
sintiéndose embaucada. Lo que es peor, también quedó expuesta su
evidente inferioridad de condiciones ante la astuta presidenta.
De las dos cosas que anunció la
mandataria, lo primero -la denuncia de una "militarización"- tiene pies
relativamente cortos. En el Consejo de Seguridad, ni el Reino Unido, que
cuenta con poder de veto, ni sus aliados prestarán atención a pedido
alguno de condena. En el Comité de Descolonización de la ONU se
limitarán a ratificar el pedido de negociación a la que vienen
exhortando a Londres desde hace mucho tiempo, porque, en la práctica,
unos entrenamientos previstos de antemano del príncipe Guillermo en las
islas de marras y un paseo prolongado del HMS Dauntless por el
archipiélago del Atlántico Sur difícilmente equivalen a juegos de
guerra. La respuesta de David Cameron, en todo caso, no es difícil de
prever en el improbable caso de que se lo acusara de "militarización" en
dicho comité o en la propia Asamblea General: ¿cómo puede decirse que
se militariza un país que acaba de anunciar un recorte de ocho por
ciento en su presupuesto de Defensa para 2015 y que ha eliminado al HMS
Ark Royal y los aviones Harrier, es decir, que ha renunciado a toda
capacidad de despegar o aterrizar en un portaaviones hasta 2019?
En cuanto al "informe Rattenbach", un
documento elaborado por la dictadura militar a la caída de Leopoldo
Galtieri y en vísperas del retorno a la democracia, el anuncio de la
presidenta también contenía bastante más ruido que nueces. Resulta que
ese informe elaborado por una comisión que presidió el teniente coronel
retirado Benjamín Rattenbach, supuestamente clasificado y, por tanto, un
secreto de Estado, ha sido hecho público de varias maneras desde 1983,
incluyendo en forma de libro en 1988. Es un informe crítico del dictador
Galtieri, del aventurerismo que lo llevó a declarar la guerra al Reino
Unido al invadir las Malvinas, en 1982, y de cómo el régimen llevó a
cabo el conflicto. Un informe, pues, cuyas conclusiones el propio David
Cameron probablemente estaría feliz de aplaudir, ya que Londres se ha
jactado siempre de haber ayudado a los argentinos a deshacerse de la
siniestra junta militar que los gobernaba desde 1976.
La revisión del pasado, por lo demás,
también entraña complicaciones para la mandataria argentina desde otro
punto de vista. Como ha recordado Luis Majul en La Nación de Buenos
Aires, Néstor Kirchner, el difunto esposo de la actual presidenta, no
estuvo entre quienes se opusieron a la guerra en 1982, sino todo lo
contrario. Que ella participara, como lo dijo esta semana, en una
manifestación contra la dictadura en Buenos Aires tras la derrota de las
Malvinas, no equivale a haberse opuesto a la guerra antes de provocada
por la acción del régimen que hoy repudia. En cambio hubo quienes, como
Raúl Afonsín, entonces líder del radicalismo argentino, sí se opusieron,
a pesar de estar en franca minoría y arrostrando la peor de las
descalificaciones: la de traidor a la patria.
Que la presidenta no se haya atrevido a
prohibir el vuelo entre Santiago y Mount Pleasant impidiendo su paso por
el espacio aéreo argentino, indica hasta qué punto la solidaridad
sudamericana, a pesar de toda la retórica empleada en las últimas
semanas por Buenos Aires, tiene límites. La mandataria no puede no estar
informada acerca de las voces parlamentarias críticas que se han alzado
en Santiago en contra de la solidaridad expresada por el Presidente
Piñera con Argentina, tanto desde la UDI como desde la Concertación. En
el primer caso, las críticas se han expresado de un modo más enfático,
pero en el segundo, se ha dicho con claridad que esa causa "no es
chilena ni latinoamericana", sino fundamentalmente argentina. Por lo
demás, la Casa Rosada sabe que interrumpir el vuelo sería una afrenta a
Chile, más que al Reino Unido. Y mientras Piñera no ofrezca interrumpir
dicho vuelo -algo que tendría para él un costo enorme en el supuesto de
que pudiera, políticamente hablando, dar semejante paso-, decretar la
pro- hibición desde Buenos Aires sería un gesto mucho más inamistoso
para con Santiago que con Londres.
A lo cual se suma otro problema: hay en
las Malvinas unos 300 chilenos, la minoría más numerosa, además de
algunos otros latinoamericanos que trabajan, fundamentalmente, como
contratistas. Toda acción -y ya en semanas anteriores se tomaron
algunas- que dificulte la vida de estas personas en las islas coloca a
los gobiernos de los países afectados en situación delicada. Por lo
pronto, la prohibición de que los barcos con bandera de las Malvinas
atraquen en puertos sudamericanos ha generado alguna escasez de verduras
y frutas, aunque suponemos que será revertida en cuanto los mismos
barcos empiecen a circular con bandera británica (otro síntoma de que la
solidaridad tiene límites, pues los sudamericanos sólo han prohibido
atracar en sus puertos a los barcos con bandera de las Malvinas, no a
los barcos con bandera británica). Más directo es el impacto, por ahora,
de la prohibición de atavesar aguas argentinas a cualquier barco que
pretenda llevar suministros para las operaciones de exploración
petrolera. Pero se trata de una acción sólo argentina, no sudamericana.
El primer ministro británico, por su
parte, está en una situación parecida a la de la presidenta argentina:
encantado de la oportunidad interna que le ofrece la cuestión Malvinas.
Con una economía todavía languideciente, con recortes impopulares y
críticas desde cierta derecha por la austeridad en el apartado de la
Defensa, es perfecta la ocasión para hacer pequeños gestos simbólicos
sin mayor relevancia práctica, como convocar al Consejo Nacional de
Seguridad o elevar el perfil, ya que no la sustancia, del patrullaje
militar que realiza su gobierno en el archipiélago normalmente.
Esto augura , por tanto, algún tiempo
más de retórica y simbolismos alrededor del Atlántico Sur, pero poco
más. No existe posibilidad alguna de que Cristina Kirchner, cuyo apego
al poder ahora se traduce en amagos para cambiar la Constitución, a fin
de que se le permita una eventual nueva postulación, vaya a decretar su
propio ocaso declarando una guerra que sabe que no puede ganar. Y no hay
posibilidad alguna de que Londres obligue a Buenos Aires a declararla,
porque supondría destruir toda posibilidad de que el draconiano plan de
austeridad que ha infligido a su país como costo inevitable de recuperar
el buen camino pueda continuar.
Para la presidenta, como ya se dijo aquí
anteriormente, la situación interna representa un problema, de allí la
necesidad política de malvinizar la agenda lo más posible. Ha tenido que
aumentar las tarifas de los servicios públicos, lo que, combinado con
la subida del boleto del colectivo y el tren de Buenos Aires, tanto en
la ciudad como en la provincia, entraña un costo significativo. La gran
base política del peronismo, como se sabe, está en la provincia, donde
el control de precios ha sido un elemento clave del esquema populista.
Ante el naufragio del esquema, el gobierno no ha tenido más remedio que
hacer ajustes. Al levantar el fantasma de las Malvinas, el gobierno ha
obligado a la oposición a callar ante esto y alinearse con la causa
patriótica.
La pregunta es: ante la falta de
opciones reales para darle seguimiento de alto perfil al reclamo
argentino en torno a las Malvinas, ¿hasta dónde puede la presidenta
sacarle partido a esta cuestión? ¿Cuál es el plazo de vencimiento de las
Malvinas como recurso político? Evidentemente, no es muy largo. Y
pudiera crearse una situación en que el efecto fuese el contrario del
que busca la presidenta. Por ejemplo, eso sucedería si sectores más
termocéfalos empezaran a pedirle a la mandataria acciones contundentes,
que ella, astuta como es, jamás emprendería. Ya el ministro de Defensa
soltó recientemente una frase provocadora que advertía a los británicos
de que Argentina estará preparada para recibirlos en territorio
argentino si deciden invadir el territorio continental. Una frase, por
cierto, que recuerda mucho aquel "si quieren venir, que vengan, les
presentaremos batalla", de Galtieri. Si ante presiones belicistas de
sectores radicales, Cristina Kirchner apareciera más bien como reacia a
actuar de acuerdo con su encendida retórica o excesivamente prudente, el
efecto político de la malvinización podría revertirse en su contra. Y
en ese caso, la oposición lo tendría mucho más fácil a la hora de
apartarse del gobierno en un tema que por el momento la coloca entre la
espada y la pared.
Ya se sabe: una vez que se destapa la
botella y la genio se escapa, volver a encerrarla es endemoniadamente
difícil. Algo que los gobiernos sudamericanos, cada vez más incómodos
con lo que sucede en torno a las Malvinas, entienden perfectamente bien.
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