por Manuel Hinds
Manuel Hinds es ex Ministro de Finanzas de El Salvador y co-autor de Money, Markets and Sovereignty (Yale University Press, 2009).
¿Ha notado usted como los fanáticos con diferentes obsesiones tienen
mucho en común? En ellos lo esencial no es la idea por la que se han
fanatizado sino el hecho mismo de ser fanáticos. Por eso no es raro ver a
alguien que ha sido fanático de un extremo aparecer
siendo fanático del otro, o personas que mezclan fanatismos religiosos
con fanatismos políticos. Todos estos movimientos atraen al mismo tipo
de mente y temperamento.
En su libro El Verdadero Creyente (The True Believer), Eric Hoffer
nota que los que controlan a los fanáticos están muy conscientes de
esto, tanto que buscan adeptos entre los fanáticos de ideas contrarias a
las de ellos. Por ejemplo, Hitler dijo: "El pequeño burgués social
demócrata y el jefe de sindicatos nunca hará un Nazi, pero el comunista
si lo hará". El comunista Karl Radek veía a los Camisas Pardas Nazis
como una reserva para reclutar futuros comunistas. El jefe de éstos, el
Nazi Ernst Rohm, decía que podía convertir al más rojo de los comunistas
en un gran nazi en cuatro semanas. Y los nazis lo hicieron con gran
éxito. En los principios de los años treinta, poco antes de que Hitler
subiera al poder, la mayor parte de los comunistas alemanes se
convirtieron al nazismo a pesar de que lo habían odiado a muerte. Eran
gente que no podían estar en la moderación: tenían que estar en uno de
los extremos y los nazis lograron generar la impresión de que ellos, no
los comunistas, iban a triunfar —y así fue. Años antes, en Rusia, la
mayor parte de los bolcheviques provinieron de los fanáticos nacionalistas rusos, que sólo unos años antes habían odiado a muerte a los comunistas.
De estas y miles de otras experiencias Hoffer derivó dos reglas para
entender a los fanáticos: primero, que todos los movimientos basados en
el fanatismo compiten entre ellos por adherentes, de tal forma que las
ganancias en partidarios de unos son las pérdidas de los otros; y,
segundo, que todos estos movimientos son intercambiables. Un movimiento
basado en fanatismo fácilmente se convierte en otro. Un movimiento
religioso puede convertirse en uno ardiendo por revoluciones de derecha o
de izquierda.
El caso más claro es del fanatismo religioso. Durante
la Guerra Civil Española, y en los cuarenta años que la siguieron, los
fanáticos católicos se hicieron fascistas que apoyaban ciegamente al
dictador fascista Francisco Franco. El apoyo era tal que la Iglesia
paseaba a Franco bajo un palio, como al Santísimo, y lo llamaba "por la
Gracia de Dios, Caudillo de España". En los años treinta la Iglesia
manifestó su simpatía no sólo por Franco sino también por Mussolini y
Hitler, con los que firmó concordatos de mutuo apoyo. Los marxistas eran
una manifestación del Diablo. De pronto, algunos años después, la
Iglesia se fue de un extremo al otro principalmente en Latinoamérica, en
donde el fanatismo católico adoptó el lenguaje y la ideología marxista
bajo el nombre de la Teología de la Liberación y la Iglesia Popular,
y se sumó políticamente a movimientos marxistas. Los apóstoles de estos
fanatismos basan su fuerza en su pretensión de que Dios habla a través
de ellos. Es difícil, sin embargo, creer que Dios fue fascista en los
años treinta y ahora es marxista. En esta deformación de la religión,
los fanáticos han oscurecido su verdadero papel, que es esencialmente
espiritual.
Pero el fanatismo no se ha limitado a la religión. Como Hoffer nota, se
transmuta a todas las dimensiones de la vida. La verdad es que la
Sagrada Inquisición, los juicios que Stalin hacía contra sus enemigos
acusándolos de desviaciones ideológicas, las quemas de los libros
escritos por judíos o demócratas o comunistas y las condenas a los
campos de concentración y de muerte en la Alemania Nazi, los juicios que
en Cuba mandan a la cárcel o a la muerte a los que no piensan como
Castro, los ataques de las turbas chavistas contra los enemigos de
Chávez… Todo esto y muchos episodios similares, son el mismo fenómeno,
orquestado por el mismo tipo de gente con el mismo propósito de celebrar
su propio fanatismo y destruir a los que no lo comparten.
Hoffer nota tres características que vuelven destructivo al fanatismo.
Primero, el fanático aborrece el presente —es decir, las circunstancias
en las que vive— y trata de destruirlo para forjar un paraíso en la
tierra. Segundo, el fanático encuentra más deleite en la destrucción de
lo que existe y en la caída de los afortunados que en la construcción de
ese paraíso inalcanzable. Por eso es que los regímenes fanáticos son
tan exitosos en destruir y tan llenos de fracasos en construir. Tercero,
en su pasión revolucionaria, el fanático prefiere destruir su país que
rendirse a la evidencia de su fracaso en construir un futuro mejor. Este
rasgo es evidente en Hitler, que prefirió ver a Alemania destruida a
rendirse a los Aliados. Pero es evidente también en nuestro país, en
donde los fanáticos han trabajado con tesón para que ninguna solución
funcione si el país no se rinde a una tiranía marxista. Es evidente
también en Cuba, en donde la dinastía de los Castro prefirió destruir al
país antes que reconocer el catastrófico fracaso de sus ideas en
brindar progreso a su población.
Fanáticos hay en todos lados. No podemos evitar que existan. Pero sí
podemos, y debemos, evitar que arrastren al país y a Latinoamérica en su
febril destructividad. Ya han causado demasiado daño, causado
demasiadas muertes en su idolatría de un paraíso terrenal que no existe.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario