Basta ejercitar la memoria para recordar que la noche del 16 de noviembre de 1988, frente a miles de simpatizantes del PAN reunidos en el Zócalo capitalino, el entonces jefe nacional de ese partido, Luis H. Álvarez, reveló el Compromiso Nacional por la Legitimidad y la Democracia, pacto que firmaron Carlos Salinas y el partido azul.
Así sintetizó don Luis la esencia del acuerdo: “La mera formalidad en el traspaso del poder de ningún modo equivale a la legitimidad de origen del nuevo Ejecutivo federal.
“El poder que se constituirá con base en los resultados oficiales del proceso electoral (de julio de 1988), aprobados sólo con los votos favorables de los miembros priistas del Colegio Electoral, únicamente podrán legitimarse ante los mexicanos con el buen ejercicio del poder mismo y, en especial y de manera inmediata, con la conducta que demuestre (el gobierno de Carlos Salinas), en los primeros comicios bajo su total responsabilidad, que serán los de Jalisco, Guanajuato y San Luis Potosí.”
En otras palabras, que el PAN legitimó al gobierno de Salinas, a cambio de una reforma electoral y de respetar las elecciones estatales, de Jalisco, Guanajuato y San Luis Potosí. Y sí, Salinas cumplió desde las elecciones de julio de 1989, en Baja California, en donde sacrificó a su candidata, Margarita Ortega, y luego en las de Guanajuato —en julio de 1996—, en donde sacrificó a Ramón Aguirre. En los dos casos entregó el poder al PAN.
En el caso de la alianza electoral PRI-PRD, basta recordar que la mañana del 2 de junio de 1996, en el municipio de Misantla, Veracruz, el entonces candidato a la presidencia del PRD, Andrés Manuel López Obrador, propuso al presidente Ernesto Zedillo, un “acuerdo de unidad y apoyo político”, donde el Presidente “se comprometa con el pueblo, con la nación y con nosotros, a construir una verdadera transición democrática”. Y abundó: “Si para salvar a la República, tenemos que apoyar a la Presidencia, no vamos a titubear en hacerlo”.
Luego de esa invitación (primera plana de La Jornada del 3 de junio de 1996), AMLO y Zedillo pactaron la gran reforma electoral de 1996-1997, y el PRI sacrificó el gobierno del DF, en 1997, y los gobiernos de Zacatecas, Baja California y Tlaxcala, que los entregó al PRD. El pacto lo denunció Heberto Castillo, en el semanario Proceso, número 1023, del 10 de junio del mismo 1996.
Vale el ejercicio memorioso porque todo indica que el gobierno panista de Felipe Calderón y el PRI de Enrique Peña Nieto acordaron un pacto político electoral rumbo a la elección presidencial de julio próximo.
Por eso la pregunta: ¿qué pactaron Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto?
Lo primero que llama la atención es que —más allá del contenido de ese acuerdo— se trata de una alianza sólo entre el PRI y el PAN, que deja fuera a las izquierdas. Es decir, que en la contienda presidencial sólo hay lugar para dos. Eso supone que pronto veremos al tercero en guerra abierta contra los dos primeros. Y el pasado martes, en San Lázaro, ya vimos una probadita, cuando las izquierdas apalearon, con todo, a los tricolores y a los azules.
Pero sigue la pregunta: ¿qué pactaron Calderón y Peña Nieto?
Si nos atenemos a esas experiencias anteriores —a los pactos PRI-PAN y PRI-PRD—, podemos suponer que, hoy, PRI y PAN hicieron un pacto de no agresión, a cambio de elecciones limpias, sin intromisión del gobierno o de fuerzas ajenas, y en donde las partes respetarán el resultado de la voluntad popular depositada en las urnas.
Pero hay más. Llama la atención que los candidatos presidenciales, Josefina Vázquez Mota y Enrique Peña Nieto, hablaran de gobiernos de coalición —durante su participación con los encuestadores del país— como única alternativa a la paralizante pluralidad que se vive en México. Es decir, que los recién casados llegaron a la conclusión de que sólo será posible un gobierno eficaz si se negocia un gobierno de coalición.
¿Qué significa que los candidatos del PAN y del PRI se metan al tema del gobierno de coalición?
Que es muy probable que tanto azules como tricolores estén dispuestos a caminar por la ruta de una coalición de gobierno y legislativa —con lo que se podría conseguir sin problema la mayoría absoluta en el Congreso—. Sin embargo, para ello es indispensable un pacto político desde ahora. ¿Descabellado? Al tiempo.
EN EL CAMINO
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