Un nuevo libro de Brian Latell, ex analista de la CIA, detalla pruebas de que la inteligencia cubana sabía de antemano sobre el asesinato de John F. Kennedy.
Glenn Garvin
Las órdenes sorprendieron al oficial de la inteligencia cubana. La
mayoría de los días en su pequeño centro de comunicaciones, junto al
aislado complejo familiar de Fidel Castro en el oeste de La Habana, los
pasaba pegado a sus equipos de radio, recorriendo el espectro
radioeléctrico de la isla en busca de señales de espías y saboteadores
de la CIA, triangulando su posición para luego entregarla a las fuerzas
de seguridad.
Pero entonces le cambiaron repentinamente la asignación, al menos ese día. “La jefatura quiere que abandones todo el trabajo sobre la CIA, todo”, le dijo su jefe. En su lugar, debía concentrarse en Texas, “cualquier detalle, por pequeño que fuese, en Texas”. Aproximadamente tres horas después, casi al mediodía del 22 de noviembre de 1963, el asombrado agente de inteligencia tuvo algo que reportar que era mucho más que un pequeño detalle: el asesinato en Dallas del presidente John F. Kennedy.
“Castro lo sabía”, le dijo el agente de inteligencia a un interrogador de la CIA varios años después, tras desertar a Estados Unidos. “Ellos sabían que iban a matar a Kennedy”.
La historia del desertor se cuenta en un libro que publicará el próximo mes Brian Latell, analista retirado de la CIA, donde fue director de inteligencia de América Latina, y ahora investigador adjunto del Instituto de Estudios Cubanos y Cubanoamericanos de la Universidad de Miami.
El libro, Castro’s Secrets: The CIA and Cuba’s Intelligence Machine ( Los secretos de Castro: La CIA y la maquinaria de inteligencia cubana), es el primer estudio sustancial de las operaciones de inteligencia de Fidel Castro. Basado en entrevistas con espías cubanos que desertaron, así como documentos desclasificados de la CIA, el FBI, el Pentágono y otros órganos nacionales de seguridad, tiene una buena cantidad de material que probablemente cause controversias, entre ellos relatos de cómo los espías de Castro cometieron asesinatos políticos, penetraron el gobierno estadounidense y en general se burlaron de sus contrapartes estadounidenses.
Pero no hay nada más explosivo que la alegación de Latell de que el asesino de Kennedy, Lee Harvey Oswald, advirtió a la inteligencia cubana de sus planes de matar al presidente. Latell escribió que Oswald, un beligerante partidario de Castro, se sintió cada vez más frustrado cuando funcionarios de la embajada cubana en México le negaron la visa par viajar a la isla, y prometió matar a Kennedy para probar sus credenciales revolucionarias.
“Fidel conocía las intenciones de Oswald y no hizo nada para detener el plan”, según el libro.
Incluso así, Latell mantiene que su obra es no exagerada, incluso reservada. “Todo lo que escribo está respaldado por documentos y fuentes identificadas”, le dijo a The Miami Herald. “No hay especulación. No digo que Fidel Castro ordenó el asesinato; no digo que Castro controlaba a Oswald. Pudiera haberlo estado, pero no defiendo esa idea porque no pude hallar ninguna prueba de ello”.
¿Pero quería Fidel ver muerto a Kennedy? Sí. Castro temía a Kennedy. Sabía que Kennedy le estaba apuntando los cañones. En la mente de Fidel, probablemente era un asunto de defensa propia”.
Si la prosa de Latell es sobria, los acontecimientos que describe no lo son. Castro’s Secrets, que publicará Palgrave, de Macmillan, explora un confuso y mortal capítulo de los años 1960, cuando la Guerra Fría estuvo a punto de calentarse. Estados Unidos, temeroso de que la revolución de Castro permitiera a la Unión Soviética poner un pie en las Américas, respaldó la invasión de Bahía de Cochinos. Los soviéticos colocaron misiles nucleares en la isla, lo que dejó al mundo entero al borde de la catástrofe atómica durante dos semanas.
Pero incluso cuando todos dieron un paso atrás, las infiltraciones y los sabotajes en la isla respaldados por Estados Unidos continuaron. La CIA planeo varias veces asesinar a Castro, echando mano a cuanto medio encontraba, desde tabacos envenenados hasta caracoles explosivos, y Castro mismo ofreció estremecedores pistas de que iba a responder de la misma forma. “Los líderes norteamericanos deben pensar que si están cooperando con los planes terroristas para eliminar a líderes cubanos, ellos mismos no estarán seguros”, le dijo Castro a un periodista estadounidenses en septiembre de 1963.
Con ese trasfondo, las sospechas de un vínculo cubano con el asesinato de Kennedy resultaron ser cosa natural. Y fueron subrayadas por las erráticas actividades de Oswald, marxista de toda la vida que abandonó la Infantería de Marina en 1959 para desertar a la Unión Soviética, donde intentó renunciar a la ciudadanía estadounidense y se casó con una rusa que era coronel de la inteligencia militar.
Para 1963 Oswald había regresado a Estados Unidos. Pero varios meses antes de la muerte del presidente, en un momento en que las tensiones entre La Habana y Washington hervían, el enérgico y público apoyo de Oswald a Cuba —había realizado varias manifestaciones e incluso tuvo una trifulca con un grupo anticastrista— llamó la atención de los medios de prensa en Nueva Orleans, donde vivía en ese momento.
También llamó la atención de la CIA, que tenía las embajadas cubana y soviética en la Ciudad de México bajo fuerte vigilancia. La CIA observó a Oswald visitar ambas embajadas varias veces entre el 27 de septiembre y el 2 de octubre de 1963, cuando buscaba visa para viajar a los dos países.
Esas visitas —particularmente a la embajada cubana, donde Oswald se presentó con un libro de recortes de periódicos y otros documentos para demostrar su apoyo a la revolución cubana con la esperanza de recibir una visa— estuvieron entre las pruebas estudiadas por las tres investigaciones federales sobre el asesinato de Kennedy en los años 60 y 70. Las pesquisas rechazaron a final de cuentas (aunque algunas veces tras un caldeado debate interno) la idea de un vínculo causal entre Castro y la muerte de Kennedy.
Pero el libro de Latell hace nuevas revelaciones y agrega detalles a otras conocidas para argumentar que Castro jugó el menos un papel indirecto en el asesinato de Kennedy, a saber:
La revelación de Florentino Aspillaga, el desertor más valioso de la inteligencia cubana, de que la Dirección General de Inteligencia (DGI) le pidió que abandonara sus actividades de escucha radial de la CIA horas antes del asesinato para concentrarse en señales provenientes de Texas. Azpillaga informó de lo sucedido a sus controladores en la CIA cuando desertó en 1987, pero la información permaneció en secreto hasta que le repitió la historia a Latell para el libro.
El informe de un espía del FBI que trabaja como correo internacional para el Partido Comunista de Estados Unidos de que Castro, durante una reunión cinco meses antes del asesinato, reconoció que Oswald había amenazado de muerte a Kennedy durante su visita a la embajada cubana en México.
El espía, Jack Childs, que recibió póstumamente la Medalla Presidencial de la Libertad por sus 25 años de servicio de inteligencia contra Moscú y La Habana, reportó al FBI que Castro le dijo que Oswald “entró como una tromba en la embajada, exigió una visa, y cuando se la negaron, gritó mientras se marchaba: “¡Voy a matar a Kennedy por esto!”
El informe ya desclasificado de la CIA, emitido en 1964, sobre el interrogatorio de otro desertor de la DGI, Vladimir Rodríguez Ladera. En ese momento Castro alegaba que la visita de Oswald a la embajada cubana en México fue un asunto menor que no llegó a la atención de altos funcionarios del gobierno en La Habana. “Nunca escuchamos de él”, expresó Castro en un discurso en que negó rotundamente que el gobierno cubano supiera nada de Oswald, excepto lo que informaba la prensa.
Pero Rodríguez Ladera, el desertor, le dijo a la CIA que Castro seguramente mentía porque la noticia del arresto de Oswald provocó de inmediato un gran alboroto en la sede de la DGI. “Se comentó mucho que Oswald había estado en la embajada cubana”, afirmó. Y como la embajada era un importante centro de la inteligencia cubana contra Estados Unidos y el resto de América Latina, agregó Rodríguez Ladera, incluso los asuntos más rutinarios se reportaban directamente a Castro.
Las escuchas y micrófonos de la CIA en la embajada cubana en México captaron conversaciones entre oficiales de la DGI que mostraron un conocimiento sorprendentemente detallado del historial de Oswald en las primeras horas después del asesinato, cuando se había informado muy poco sobre él en la prensa.
En el centro de la conversación estaba Luisa Calderón, una bonita oficial de la DGI, de unos 20 años y que hablaba inglés, quien había vivido en Miami con sus padres durante los años 50. Apenas cuatro horas después del asesinato, Calderón recibió una llamada de un hombre, aparentemente también agente de la DGI. El hombre le preguntó si sabía lo que había sucedido en . “Sí, naturalmente”, le contestó. “Me enteré casi antes que Kennedy”. La mujer siguió conversando, señalando correctamente que Oswald hablaba ruso y que le había escrito a Castro ofreciéndose para integrar sus fuerzas en 1959. Latell cree que la rapidez y detalles de esos comentarios muestran que la DGI tenía un archivo de Oswald y lo conocía bien.
Las escuchas también demuestran la opinión que tenía la seguridad cubana a Kennedy. “¡Buenísimo! ¡Excelente noticia!”, dijo Calderón a otra persona que la llamó y que mencionó el asesinato, antes de echarse a reír ante la noticia —que al final resultó incierta— de que la esposa de Kennedy y el hermano del Presidente también habían sido heridos. “Era un hombre de familia, sí, pero también un agresor degenerado”. agregó Calderón, a lo que la persona que la llamó dijo: “Tres tiros en el rostro!” La respuesta de Calderón: “¡Perfecto!”
En lo que pudiera ser el elemento más intrigante del libro, Latell concluye que Rolando Cubela, un alto dirigente cubano reclutado por la CIA para asesinar a Castro —lo que según la CIA provocaría una rebelión militar— era en realidad un doble agente que le entregó a La Habana todos los planes de Washington para atacar a la isla. Latell afirma que el que Castro conociera que la cúpula del gobierno estadounidense planeaba su asesinato es lo que llevó a su “conspiración de silencio” sobre el plan de asesinato de Oswald.
“Fidel Castro dirigía al doble agente más importante en la historia de la inteligencia”, aseguró Latell. “Castro quería una prueba definitiva de que Kennedy estaba tratando de matarlo. Y la consiguió”. En una ironía brutal, la CIA le entregó a Cubela un bolígrafo envenenado para matar a Castro en el momento exacto que Oswald mataba a Kennedy en Dallas.
Hay dos pruebas fundamentales que implican a Cubela como doble agente, escribió Latell. Una es el resultado recientemente desclasificado de un detector de mentiras aplicado al mejor amigo de Cubela y frecuente conspirador en las aventuras de la CIA, el ya fallecido joyero Carlos Tepedino, de Coral Gables. Durante una confrontación con agentes de la CIA en 1965, Tepedino confesó que Cubela todavía estaba “cooperando” con la inteligencia cubana y que nunca trató de organizar un golpe militar contra Castro.
Latell escribe que la versión de Tepedino fue más que confirmada por otro desertor de la DGI, Miguel Mir, un alto oficial de la oficina de seguridad de Castro entre 1986 y 1992. Mir dijo que había leído archivos que identificaban a Cubela como doble agente bajo el control de la DGI.
Voluble y enigmático, Cubela era uno de los héroes militares de la revolución cubana, el hombre que tomó el Palacio Presidencial en La Habana. Pero poco después comenzó a hablar descuidadamente sobre su insatisfacción sobre la dirección política de Castro. Para 1961 ya se reunía clandestinamente con la CIA; para 1962 era alguien de confianza, considerado por la CIA como su mejor agente dentro del gobierno de Castro.
Pero, según Latell en su libro, el reclutamiento de Cubela por parte de la CIA estuvo lleno de interrogantes desde el principio. Cubela parecía tener cantidades ilimitadas de tiempo y dinero para viajar, reuniéndose con agentes de la CIA en cuatro continentes. Se negó a someterse a un detector de mentiras —procedimiento normal para los nuevos reclutas— o reportar cualquier información significativa sobre el funcionamiento interno del gobierno de Castro. En su lugar, proponía constantemente “la acción violenta”, como indicó uno de sus controladores de la CIA en un reporte, como el asesinato del gobernante cubano.
Eso no era muy diferente de los propios planes de la CIA. Para principios de 1963, la CIA estaba bajo fuerte presión del gobierno de Kennedy para “generar algunas ideas para matar a Castro”, como un agente de la CIA testificó posteriormente en una audiencia ante el Congreso.
En octubre, la CIA comenzó a hacer circular un documento entre los altos funcionarios de seguridad en Washington, titulado Plan de emergencia para un golpe en Cuba. El documento indicaba que Cubela y los demás militares cubanos confabulados “neutralizarían” a Castro y a “la cúpula del liderazgo cubano”, y entonces proclamarían un nuevo gobierno favorable a EEUU que, de ser necesario, pediría la asistencia militar norteamericana para aplastar cualquier resistencia. “En el plan no había nada que contemplara que Fidel fuese capturado vivo”, escribió Latell.
Cubela se enteró del plan y de su participación, y se mostró entusiasta. Pero insistió en una reunión con Robert Kennedy, hermano del Presidente y encargado de todo lo relacionado con la política hacia Cuba, para pedirle seguridades de que el plan tenía la aprobación de Kennedy. Desmond FitzGerald, alto oficial de la CIA y amigo cercano de Robert Kennedy, voló a París para reunirse con Cubela y darle seguridades. La CIA también consiguió que Kennedy insertara un fragmento de retórica extraordinariamente dura en un discurso sobre Cuba pronunciado en Miami Beach, que fue un apoyo virtual a un golpe militar, cuatro días antes de su muerte.
La CIA canceló los planes del golpe en La Habana después del asesinato de Kennedy y el nuevo presidente, Lyndon Johnson, restó importancia rápidamente a la guerra encubierta de Estados Unidos contra Castro; aunque Cubela siguió presionando durante dos años tanto a la CIA como a grupos militantes del exilio cubano, para que lo ayudaran a matar a Castro. La mayoría de los agentes de la CIA que supervisaron la participación de Cubela en los planes de la CIA insistieron hasta la muerte que era un enemigo genuino del gobernante cubano.
Cubela fue arrestado en La Habana en 1966 y enjuiciado por planear el asesinato de Castro. Pero durante el juicio los fiscales nunca mencionaron a la CIA ni el bolígrafo envenenado, limitándose a presentarlo de colaborar con los exiliados de Miami. Fue declarado culpable y condenado a muerte, pero le conmutaron la pena a solicitud de Fidel. Durante 12 años fue médico de la prisión y vivió en condiciones cómodas, y con frecuencia se le veía manejando por las calles. Se informa que Cubela, que ahora tiene casi 80 años, divide su tiempo entre España y el sur de la Florida. Varios intentos de The Miami Herald de contactarlo a través de familiares resultaron infructuosos.
Pero entonces le cambiaron repentinamente la asignación, al menos ese día. “La jefatura quiere que abandones todo el trabajo sobre la CIA, todo”, le dijo su jefe. En su lugar, debía concentrarse en Texas, “cualquier detalle, por pequeño que fuese, en Texas”. Aproximadamente tres horas después, casi al mediodía del 22 de noviembre de 1963, el asombrado agente de inteligencia tuvo algo que reportar que era mucho más que un pequeño detalle: el asesinato en Dallas del presidente John F. Kennedy.
“Castro lo sabía”, le dijo el agente de inteligencia a un interrogador de la CIA varios años después, tras desertar a Estados Unidos. “Ellos sabían que iban a matar a Kennedy”.
La historia del desertor se cuenta en un libro que publicará el próximo mes Brian Latell, analista retirado de la CIA, donde fue director de inteligencia de América Latina, y ahora investigador adjunto del Instituto de Estudios Cubanos y Cubanoamericanos de la Universidad de Miami.
El libro, Castro’s Secrets: The CIA and Cuba’s Intelligence Machine ( Los secretos de Castro: La CIA y la maquinaria de inteligencia cubana), es el primer estudio sustancial de las operaciones de inteligencia de Fidel Castro. Basado en entrevistas con espías cubanos que desertaron, así como documentos desclasificados de la CIA, el FBI, el Pentágono y otros órganos nacionales de seguridad, tiene una buena cantidad de material que probablemente cause controversias, entre ellos relatos de cómo los espías de Castro cometieron asesinatos políticos, penetraron el gobierno estadounidense y en general se burlaron de sus contrapartes estadounidenses.
Pero no hay nada más explosivo que la alegación de Latell de que el asesino de Kennedy, Lee Harvey Oswald, advirtió a la inteligencia cubana de sus planes de matar al presidente. Latell escribió que Oswald, un beligerante partidario de Castro, se sintió cada vez más frustrado cuando funcionarios de la embajada cubana en México le negaron la visa par viajar a la isla, y prometió matar a Kennedy para probar sus credenciales revolucionarias.
“Fidel conocía las intenciones de Oswald y no hizo nada para detener el plan”, según el libro.
Incluso así, Latell mantiene que su obra es no exagerada, incluso reservada. “Todo lo que escribo está respaldado por documentos y fuentes identificadas”, le dijo a The Miami Herald. “No hay especulación. No digo que Fidel Castro ordenó el asesinato; no digo que Castro controlaba a Oswald. Pudiera haberlo estado, pero no defiendo esa idea porque no pude hallar ninguna prueba de ello”.
¿Pero quería Fidel ver muerto a Kennedy? Sí. Castro temía a Kennedy. Sabía que Kennedy le estaba apuntando los cañones. En la mente de Fidel, probablemente era un asunto de defensa propia”.
Si la prosa de Latell es sobria, los acontecimientos que describe no lo son. Castro’s Secrets, que publicará Palgrave, de Macmillan, explora un confuso y mortal capítulo de los años 1960, cuando la Guerra Fría estuvo a punto de calentarse. Estados Unidos, temeroso de que la revolución de Castro permitiera a la Unión Soviética poner un pie en las Américas, respaldó la invasión de Bahía de Cochinos. Los soviéticos colocaron misiles nucleares en la isla, lo que dejó al mundo entero al borde de la catástrofe atómica durante dos semanas.
Pero incluso cuando todos dieron un paso atrás, las infiltraciones y los sabotajes en la isla respaldados por Estados Unidos continuaron. La CIA planeo varias veces asesinar a Castro, echando mano a cuanto medio encontraba, desde tabacos envenenados hasta caracoles explosivos, y Castro mismo ofreció estremecedores pistas de que iba a responder de la misma forma. “Los líderes norteamericanos deben pensar que si están cooperando con los planes terroristas para eliminar a líderes cubanos, ellos mismos no estarán seguros”, le dijo Castro a un periodista estadounidenses en septiembre de 1963.
Con ese trasfondo, las sospechas de un vínculo cubano con el asesinato de Kennedy resultaron ser cosa natural. Y fueron subrayadas por las erráticas actividades de Oswald, marxista de toda la vida que abandonó la Infantería de Marina en 1959 para desertar a la Unión Soviética, donde intentó renunciar a la ciudadanía estadounidense y se casó con una rusa que era coronel de la inteligencia militar.
Para 1963 Oswald había regresado a Estados Unidos. Pero varios meses antes de la muerte del presidente, en un momento en que las tensiones entre La Habana y Washington hervían, el enérgico y público apoyo de Oswald a Cuba —había realizado varias manifestaciones e incluso tuvo una trifulca con un grupo anticastrista— llamó la atención de los medios de prensa en Nueva Orleans, donde vivía en ese momento.
También llamó la atención de la CIA, que tenía las embajadas cubana y soviética en la Ciudad de México bajo fuerte vigilancia. La CIA observó a Oswald visitar ambas embajadas varias veces entre el 27 de septiembre y el 2 de octubre de 1963, cuando buscaba visa para viajar a los dos países.
Esas visitas —particularmente a la embajada cubana, donde Oswald se presentó con un libro de recortes de periódicos y otros documentos para demostrar su apoyo a la revolución cubana con la esperanza de recibir una visa— estuvieron entre las pruebas estudiadas por las tres investigaciones federales sobre el asesinato de Kennedy en los años 60 y 70. Las pesquisas rechazaron a final de cuentas (aunque algunas veces tras un caldeado debate interno) la idea de un vínculo causal entre Castro y la muerte de Kennedy.
Pero el libro de Latell hace nuevas revelaciones y agrega detalles a otras conocidas para argumentar que Castro jugó el menos un papel indirecto en el asesinato de Kennedy, a saber:
La revelación de Florentino Aspillaga, el desertor más valioso de la inteligencia cubana, de que la Dirección General de Inteligencia (DGI) le pidió que abandonara sus actividades de escucha radial de la CIA horas antes del asesinato para concentrarse en señales provenientes de Texas. Azpillaga informó de lo sucedido a sus controladores en la CIA cuando desertó en 1987, pero la información permaneció en secreto hasta que le repitió la historia a Latell para el libro.
El informe de un espía del FBI que trabaja como correo internacional para el Partido Comunista de Estados Unidos de que Castro, durante una reunión cinco meses antes del asesinato, reconoció que Oswald había amenazado de muerte a Kennedy durante su visita a la embajada cubana en México.
El espía, Jack Childs, que recibió póstumamente la Medalla Presidencial de la Libertad por sus 25 años de servicio de inteligencia contra Moscú y La Habana, reportó al FBI que Castro le dijo que Oswald “entró como una tromba en la embajada, exigió una visa, y cuando se la negaron, gritó mientras se marchaba: “¡Voy a matar a Kennedy por esto!”
El informe ya desclasificado de la CIA, emitido en 1964, sobre el interrogatorio de otro desertor de la DGI, Vladimir Rodríguez Ladera. En ese momento Castro alegaba que la visita de Oswald a la embajada cubana en México fue un asunto menor que no llegó a la atención de altos funcionarios del gobierno en La Habana. “Nunca escuchamos de él”, expresó Castro en un discurso en que negó rotundamente que el gobierno cubano supiera nada de Oswald, excepto lo que informaba la prensa.
Pero Rodríguez Ladera, el desertor, le dijo a la CIA que Castro seguramente mentía porque la noticia del arresto de Oswald provocó de inmediato un gran alboroto en la sede de la DGI. “Se comentó mucho que Oswald había estado en la embajada cubana”, afirmó. Y como la embajada era un importante centro de la inteligencia cubana contra Estados Unidos y el resto de América Latina, agregó Rodríguez Ladera, incluso los asuntos más rutinarios se reportaban directamente a Castro.
Las escuchas y micrófonos de la CIA en la embajada cubana en México captaron conversaciones entre oficiales de la DGI que mostraron un conocimiento sorprendentemente detallado del historial de Oswald en las primeras horas después del asesinato, cuando se había informado muy poco sobre él en la prensa.
En el centro de la conversación estaba Luisa Calderón, una bonita oficial de la DGI, de unos 20 años y que hablaba inglés, quien había vivido en Miami con sus padres durante los años 50. Apenas cuatro horas después del asesinato, Calderón recibió una llamada de un hombre, aparentemente también agente de la DGI. El hombre le preguntó si sabía lo que había sucedido en . “Sí, naturalmente”, le contestó. “Me enteré casi antes que Kennedy”. La mujer siguió conversando, señalando correctamente que Oswald hablaba ruso y que le había escrito a Castro ofreciéndose para integrar sus fuerzas en 1959. Latell cree que la rapidez y detalles de esos comentarios muestran que la DGI tenía un archivo de Oswald y lo conocía bien.
Las escuchas también demuestran la opinión que tenía la seguridad cubana a Kennedy. “¡Buenísimo! ¡Excelente noticia!”, dijo Calderón a otra persona que la llamó y que mencionó el asesinato, antes de echarse a reír ante la noticia —que al final resultó incierta— de que la esposa de Kennedy y el hermano del Presidente también habían sido heridos. “Era un hombre de familia, sí, pero también un agresor degenerado”. agregó Calderón, a lo que la persona que la llamó dijo: “Tres tiros en el rostro!” La respuesta de Calderón: “¡Perfecto!”
En lo que pudiera ser el elemento más intrigante del libro, Latell concluye que Rolando Cubela, un alto dirigente cubano reclutado por la CIA para asesinar a Castro —lo que según la CIA provocaría una rebelión militar— era en realidad un doble agente que le entregó a La Habana todos los planes de Washington para atacar a la isla. Latell afirma que el que Castro conociera que la cúpula del gobierno estadounidense planeaba su asesinato es lo que llevó a su “conspiración de silencio” sobre el plan de asesinato de Oswald.
“Fidel Castro dirigía al doble agente más importante en la historia de la inteligencia”, aseguró Latell. “Castro quería una prueba definitiva de que Kennedy estaba tratando de matarlo. Y la consiguió”. En una ironía brutal, la CIA le entregó a Cubela un bolígrafo envenenado para matar a Castro en el momento exacto que Oswald mataba a Kennedy en Dallas.
Hay dos pruebas fundamentales que implican a Cubela como doble agente, escribió Latell. Una es el resultado recientemente desclasificado de un detector de mentiras aplicado al mejor amigo de Cubela y frecuente conspirador en las aventuras de la CIA, el ya fallecido joyero Carlos Tepedino, de Coral Gables. Durante una confrontación con agentes de la CIA en 1965, Tepedino confesó que Cubela todavía estaba “cooperando” con la inteligencia cubana y que nunca trató de organizar un golpe militar contra Castro.
Latell escribe que la versión de Tepedino fue más que confirmada por otro desertor de la DGI, Miguel Mir, un alto oficial de la oficina de seguridad de Castro entre 1986 y 1992. Mir dijo que había leído archivos que identificaban a Cubela como doble agente bajo el control de la DGI.
Voluble y enigmático, Cubela era uno de los héroes militares de la revolución cubana, el hombre que tomó el Palacio Presidencial en La Habana. Pero poco después comenzó a hablar descuidadamente sobre su insatisfacción sobre la dirección política de Castro. Para 1961 ya se reunía clandestinamente con la CIA; para 1962 era alguien de confianza, considerado por la CIA como su mejor agente dentro del gobierno de Castro.
Pero, según Latell en su libro, el reclutamiento de Cubela por parte de la CIA estuvo lleno de interrogantes desde el principio. Cubela parecía tener cantidades ilimitadas de tiempo y dinero para viajar, reuniéndose con agentes de la CIA en cuatro continentes. Se negó a someterse a un detector de mentiras —procedimiento normal para los nuevos reclutas— o reportar cualquier información significativa sobre el funcionamiento interno del gobierno de Castro. En su lugar, proponía constantemente “la acción violenta”, como indicó uno de sus controladores de la CIA en un reporte, como el asesinato del gobernante cubano.
Eso no era muy diferente de los propios planes de la CIA. Para principios de 1963, la CIA estaba bajo fuerte presión del gobierno de Kennedy para “generar algunas ideas para matar a Castro”, como un agente de la CIA testificó posteriormente en una audiencia ante el Congreso.
En octubre, la CIA comenzó a hacer circular un documento entre los altos funcionarios de seguridad en Washington, titulado Plan de emergencia para un golpe en Cuba. El documento indicaba que Cubela y los demás militares cubanos confabulados “neutralizarían” a Castro y a “la cúpula del liderazgo cubano”, y entonces proclamarían un nuevo gobierno favorable a EEUU que, de ser necesario, pediría la asistencia militar norteamericana para aplastar cualquier resistencia. “En el plan no había nada que contemplara que Fidel fuese capturado vivo”, escribió Latell.
Cubela se enteró del plan y de su participación, y se mostró entusiasta. Pero insistió en una reunión con Robert Kennedy, hermano del Presidente y encargado de todo lo relacionado con la política hacia Cuba, para pedirle seguridades de que el plan tenía la aprobación de Kennedy. Desmond FitzGerald, alto oficial de la CIA y amigo cercano de Robert Kennedy, voló a París para reunirse con Cubela y darle seguridades. La CIA también consiguió que Kennedy insertara un fragmento de retórica extraordinariamente dura en un discurso sobre Cuba pronunciado en Miami Beach, que fue un apoyo virtual a un golpe militar, cuatro días antes de su muerte.
La CIA canceló los planes del golpe en La Habana después del asesinato de Kennedy y el nuevo presidente, Lyndon Johnson, restó importancia rápidamente a la guerra encubierta de Estados Unidos contra Castro; aunque Cubela siguió presionando durante dos años tanto a la CIA como a grupos militantes del exilio cubano, para que lo ayudaran a matar a Castro. La mayoría de los agentes de la CIA que supervisaron la participación de Cubela en los planes de la CIA insistieron hasta la muerte que era un enemigo genuino del gobernante cubano.
Cubela fue arrestado en La Habana en 1966 y enjuiciado por planear el asesinato de Castro. Pero durante el juicio los fiscales nunca mencionaron a la CIA ni el bolígrafo envenenado, limitándose a presentarlo de colaborar con los exiliados de Miami. Fue declarado culpable y condenado a muerte, pero le conmutaron la pena a solicitud de Fidel. Durante 12 años fue médico de la prisión y vivió en condiciones cómodas, y con frecuencia se le veía manejando por las calles. Se informa que Cubela, que ahora tiene casi 80 años, divide su tiempo entre España y el sur de la Florida. Varios intentos de The Miami Herald de contactarlo a través de familiares resultaron infructuosos.
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