15 marzo, 2012

Sean Penn perfecciona su rol de bocazas. Mabel Galvan


Sean Penn, fotografiado el pasado 14 de febrero en su visita a Uruguay. / REUTERS

La diplomacia no parece formar parte del código de conducta del señor embajador itinerante para Haití. Para Sean Penn, que acaba de cumplir 51 años, la provocación es una forma de vida. El actor ganador de dos oscars opina de política internacional con la rotundidad de un secretario de Estado. Como hace unos días, cuando visitó a la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner y habló sobre la soberanía de Reino Unido en las Malvinas: “El mundo no puede tolerar enfoques ridículamente arcaicos que apunten a que continúe el colonialismo, así que el compromiso tiene que seguir siendo mantener las conversaciones para lograr una salida”. El episodio, enmarcado en una gira latinoamericana con el fin de recaudar fondos para el país caribeño, le valió titulares inflamables por todo el globo.


Con la misma acidez critica a sus colegas de Hollywood. Así es él, iracundo y tremendamente atractivo. Tanto, que por sus brazos han pasado mujeres como Madonna, Scarlett Johansson y Robin Wright, con quien tuvo un matrimonio de 20 años con muchas idas y vueltas. Sus rasgos no son los clásicos de un guapo de película pero despierta pasiones como el que más.
Por qué si no Madonna sigue tratándole tras aquel matrimonio de cuatro años en el que las discusiones dieron paso a las agresiones. La suya fue y es una relación amor-odio. Un ejemplo: hace dos años, en la fiesta que Vanity Fair organiza la noche de los Oscar, Penn se topó con la cantante, que iba acompañada de Brahim Zaibat, 28 años menor que ella. El actor afiló su lengua y le preguntó: “¿Has adoptado otro niño?”. Los ojos de la reina del pop se llenaron de cólera y su garganta no fue capaz de responder a tamaña maldad. No será tanto el mal rollo. Hace dos semanas se les vio cenando juntos en Los Ángeles.
Sean Penn perdió con 40 años a su hermano el actor Chris Penn, y con él a uno de sus grandes defensores. El hermano menor le justificaba argumentando: “Está invadido por un espíritu justiciero”. El compromiso político le viene de familia. Su padre, Leo, hijo de judíos rusos que emigraron a EE UU y también dedicado a la industria del cine, apoyó a los sindicatos y fue incluido en la lista negra por el Comité de Actividades Antiestadounidenses en los años cincuenta por negarse a testificar. Esta actitud lo apartó del cine y le llevó a un teatro de Nueva York. Marcado por su vida familiar, a los 11 años el pequeño Sean clavó en la puerta de su habitación una cita de Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de EE UU: “Nuestros niños nacen libres, y su libertad es un regalo de la naturaleza y no de quienes los engendraron”.
Creció viendo por televisión la guerra de Vietnam y se obsesionó con el caso Watergate que truncó la presidencia de Richard Nixon. Por todo ello a nadie le sorprendió que decidiera estudiar Derecho. En la universidad, su activismo político se afianzó aún más. Sus gestos desde entonces no han cesado. Pagó 56.000 dólares (42.000 euros) por un anuncio contra George W. Bush en The Washington Post en vísperas de la guerra de Irak, y visitó Teherán para escribir un reportaje que publicó en el San Francisco Chronicle.

Haciendo amigos

Sean Penn contra la prensa: “Todos los periodistas que llamen dictador a Hugo Chávez deberían ir a la cárcel”.
Contra su gremio: “Si en la gala de los Oscar te pones a mirar a tu alrededor no vas a encontrar a mucha gente que sepa hacer la o con un canuto”.
Contra Oliver Stone: “Su naturaleza puerca impide que dé todo lo bueno que tiene y eso me quita las ganas de verle”.
Contra sí mismo: “Soy un bocazas. He dicho tantas cosas”.
En los últimos años Penn ha compaginado Hollywood con sus cruzadas y en ocasiones las ha hecho incluso compatibles. Cuando rodó Mi nombre es Harvey Milk, que le valió su segundo Oscar, se sumó al movimiento para reclamar el reconocimiento del matrimonio gay en EE UU. Y aceptó rodar El árbol de la vida, de Terrence Malick, con la condición de poder ir y venir de Haití para no desatender su misión. La relación con Malick fue complicada. “No encontré en la pantalla la misma emoción que tenía el guión, que es el mejor y más magnífico que jamás he leído. Francamente, aún estoy tratando de averiguar qué hago allí y qué se supone que añadía mi personaje en ese contexto. Es más, el mismo Terry [Malick] nunca pudo explicármelo claramente”, confesó a Le Figaro. Y es que el actor cada día se siente más ajeno a la industria del cine y más cómodo en los despachos de los políticos.
Su relación con Fidel Castro viene de largo y es tan familiar que incluso llevó a sus dos hijos, Dylan Frances (1991) y Hopper Jack (1993), para que le conocieran. El actor, cuyo patrimonio asciende a 150 millones de dólares (111 millones de euros), le dijo a Castro que los quiere educar como “socialistas revolucionarios”. Y el dictador le respondió: “Mejor edúquelos con una bata blanca de médico”.
La misma relación cercana mantiene con Hugo Chávez y con Evo Morales. A todos ellos les visita como amigo y ahora también lo ha hecho como embajador itinerante para Haití, título que se ganó a pulso por su contribución a la reconstrucción del país tras el terremoto de hace dos años. Su faceta diplomática le otorga más eco y lo sabe. No son casuales sus recientes críticas al “colonialismo británico” en las Malvinas ni sus alabanzas a los “esfuerzos diplomáticos” de Argentina para iniciar negociaciones con Reino Unido, a instancias de la ONU. Tras levantar el revuelo ha tenido que matizar sus palabras y escribir un artículo en The Guardian para intentar borrar el título que los británicos le han impuesto al señor embajador: bocazas

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