Las ficciones malignas
El País, Madrid
Los seres humanos no pueden vivir sin
ficciones —mentiras que parecen verdades y verdades que parecen
mentiras— y gracias a esa necesidad existen creaciones tan hermosas como
las bellas artes y la literatura, que hacen más llevadera y enriquecen
la vida de las gentes. Pero existen ficciones benignas, como las que
salieron de los pinceles de un Goya o de la pluma de un Cervantes, y
malignas, que son aquellas que niegan su naturaleza subjetiva, ideal e
irreal y se presentan como descripciones objetivas, científicas, de la
realidad.
En los últimos tiempos hemos tenido
muchas ocasiones de ver los efectos perniciosos que las ficciones
malignas, difundidas por algunos gurús procedentes de la economía sobre
todo, pueden tener sobre la vida social. La más reciente es la de Paul
Krugman que, en su columna de The New York Times, acaba de
anunciar un próximo “corralito” para la economía española, lo que acaso
haya contribuido a acelerar la fuga de capitales y de ahorristas de
España y que debe haber dejado estupefactos a buen número de sus
admiradores que no habían advertido todavía que también los Premios
Nobel de Economía, cuando se convierten en iconos mediáticos, dicen a
veces tonterías. (Dicho sea entre paréntesis, los asustados por las
profecías apocalípticas del profesor de Princeton harían mejor en
creerle al presidente de Telefónica, César Alierta, quien acaba de
afirmar de manera categórica que “España es un país solvente, tanto en
el sector público como en el privado”. Tengo la seguridad absoluta de
que el señor Alierta está mejor informado que el doctor Krugman sobre la
salud económica de este país).
Una de las ficciones malignas que, desde
la Edad Media, circula como un tópico, en la cultura europea es la de
la decadencia de Occidente. En sus orígenes tenía un supuesto sostén
religioso y apocalíptico: aquí tendría lugar el fin de los tiempos, de
la historia, y ese final sería precedido por un largo período de
anarquía y catástrofe, de matanzas, pestes, confusión y ruina. Luego,
aquellas sombrías predicciones irían perdiendo sus acentos bíblicos y
adoptando semblantes más realistas. Ya no serían los inescrutables
designios de Dios, sino la insensatez y la locura de los propios
europeos lo que precipitaría la ruina y el hundimiento de Occidente.
Pero, la verdad es que, pese a las guerras, las epidemias, los
genocidios y todas las formas de destrucción y de exterminio que ha
debido padecer a lo largo de su historia, Europa, cuna de la cultura de
la libertad, está aún viva y coleando, ha enterrado a las dos amenazas
más poderosas de la democracia, el fascismo y el comunismo, y es la
única región del planeta donde está en marcha la construcción de un gran
proyecto de integración de naciones, sociedades, culturas, economías e
instituciones bajo el signo de la legalidad y de la libertad.
La ficción maligna de moda es ahora la
de proclamar el fracaso de la Unión Europea, este empeño gracias al cual
Occidente ha vivido el más largo período de paz y convivencia de su
historia y conseguido reducir al mínimo la existencia de regímenes
antidemocráticos en su seno y en su periferia. Y, también, reducir la
pobreza y elevar de manera significativa los niveles de vida del
conjunto de la población. Cada día aparecen informes técnicos, análisis
administrativos, prospecciones sociológicas y, sobre todo, peritajes
económicos, demostrando la insolvencia del euro y su irremisible
declinación, el fracaso del empeño en querer integrar economías
avanzadas y sólidas con las de países precarios y subdesarrollados, y
fantásticas estadísticas según las cuales la apertura de las fronteras
en el interior de Europa ha disparado la inmigración ilegal, la
delincuencia y abierto las puertas a los terroristas del integrismo
islámico.
Probablemente estas ficciones malignas,
resultantes de esa deriva sadomasoquista del encomiable espíritu crítico
que ha caracterizado la mejor tradición de la cultura occidental, esté
haciendo más daño a Europa que la grave crisis económica que enfrenta.
En todo caso, ellas han favorecido el crecimiento de partidos
extremistas, de izquierda y de derecha, que quieren acabar con Europa y
regresar a los tiempos de las naciones ensimismadas. Ya no es imposible
que lo consigan.
La crisis económica es, desde luego, muy
seria y constituye una dura prueba para todos los países que conforman
la Unión. Mucho más, por supuesto, para los que dilapidaron sus recursos
de manera irresponsable y vivieron por encima de sus posibilidades
recurriendo a créditos que ahora los ahogan. Pero la crisis es
perfectamente superable, con los sacrificios necesarios, como ha
demostrado Alemania —país al que, otra de las ficciones malignas de
nuestro tiempo, enseña que debemos odiar por no permitir que siga la
fiesta gastadora—, que fue capaz de resucitar a ese muerto que era,
económicamente hablando, la República Democrática que debió asimilar, y
que, además, gracias a su disciplina y realismo, ha conseguido ahora
vencer la crisis y comenzado de nuevo a crecer.
La ficción maligna presenta a la señora
Merkel como un ser insensible, para la que sólo cuentan los números, y
con la idea perversa de que el crecimiento europeo sólo puede resultar
del saneamiento fiscal y la reducción del gasto público, es decir, que
difícilmente puede haber políticas expansionistas antes de poner la casa
en orden. Y la ficción maligna añade que, felizmente, en el oscuro
túnel de la decadencia de Europa, ha aparecido una luz salvadora. Se
llama François Hollande y acaba de ganar las elecciones en Francia con
una bandera clara, simple y generosa: lo primero no es la austeridad
sino el crecimiento. ¡Bravo! ¡Eso es ser sensible a la injusticia del
paro y la caída de los salarios! La estupidez es contagiosa, sobre todo
en el dominio político, y lo extraordinario es que mucha gente
perfectamente consciente del estado real de la economía europea, cree
que la receta simplista y fantasiosa de Hollande, que le ha servido para
ganar las elecciones, será también la columna vertebral de su política
ahora que ha llegado al poder. El crecimiento económico como un acto de
voluntad. Si es así, ¿por qué Grecia, Italia, Portugal, España no
deciden crecer y lo hacen? Ah, por el espíritu egoísta, estrecho y
mezquino de sus gobernantes y la maldad congénita del capitalismo. Si
tuvieran un Hollande en el timón…
No ocurrirá como creen por la sencilla
razón de que un enfermo no puede echarse a correr una maratón sin
curarse antes, so pena de quedarse muerto en el camino. Y esa cura exige
un período de tremendos sacrificios, que son más fáciles de soportar
cuando se tiene la seguridad de que sólo a través de ellos se recuperará
la salud y las energías. Francia es un país demasiado antiguo,
experimentado y sabio como para que se suicide cediendo a esa tentación
de lo imposible que ha llenado su cultura de tantas obras maestras. Más
pronto que tarde, François Hollande y sus colaboradores tendrán que
reconocer en público que no era tan sencillo como decían y pedirán valor
y patriotismo al pueblo francés para seguir apretándose el cinturón.
Vendrá entonces la decepción de los electores engañados, y, bueno, ya
conocemos el resto de la historia.
Intentar lo imposible sólo da excelentes
resultados en el mundo del arte y de la literatura; en el de la
economía y la política sólo trae desastres. Y la prueba es la crisis que
ahora vive Europa, y, en ella, principalmente, los países que gastaron
más de lo que tenían, que construyeron Estados benefactores
ejemplarmente generosos pero incapaces de financiar, que se endeudaron
más allá de sus posibilidades sin imaginar que también la prosperidad
tiene límites, que inflaron sus burocracias a extremos delirantes y
ocultaron la verdad de la deudas y la inminencia de la crisis hasta el
borde mismo del abismo por temor a la impopularidad. Todo eso tarde o
temprano se paga y no hay manera de evitarlo.
Eso lo saben todos los gobernantes
europeos, pero, entre ellos, sólo la canciller alemana se atreve a
decirlo y a actuar en consecuencia. Con su aspecto de abadesa o madre de
familia numerosa, la señora Merkel tiene un carácter de hierro y se
mueve en las tempestades que rugen a su alrededor con una serenidad y un
temple admirables. Es posible que las ficciones malignas acaben con su
gobierno, pero, al menos, si es que así ocurre, podrá pasar a la
oposición con la conciencia tranquila. En efecto, ella sí que ha dejado a
su país mucho mejor de lo que lo encontró.
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