29 mayo, 2012

Sustitutivos de la ayuda externa

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Por ahora, la financiación del rearme ha ocupado en buena medida el lugar de otras formas de movimientos de capital en Europa. Pero esto proporciona solo una solución parcial y temporal al problema del cual este país ha tratado de ocuparse en años recientes mediante préstamos y subvenciones a gran escala. Estos pueden haber sido las formas más apropiadas de ocuparse del agudo problema de la transición y el reabastecimiento inmediatamente después de la guerra. Pero nada ejemplifica mejor la ineficacia de los préstamos intergubernamentales como remedio de los problemas de Europa a largo plazo que el hecho de que la escasez de capital sea hoy un obstáculo casi tan serio para la recuperación de las empresas privadas en la mayoría de Europa como lo era hace cinco o seis años.


Puede haber pocas dudas de que, si no fuera por las incertidumbres políticas, existirían amplias oportunidades en Europa para inversiones rentables de capital estadounidense. Tampoco puede cuestionarse que interesaría económica y políticamente a ambas partes que ocurriera esto. Pero parece asimismo cierto que no lo hará, salvo que cambien drásticamente las condiciones. Algunas personas pueden lamentar esto pero concluir que no hay nada que este país puede o tenga que hacer. Si hay oportunidades reales, argumentarán, dejemos que los países europeos creen condiciones atractivas para el capital estadounidense. Y si solo se tratara de asuntos económicos, me  inclinaría a estar de acuerdo.
Pero hay una razón, distinta de los beneficios esperados, por la que parece deseable que deban tener lugar inversiones de otra manera lucrativas: su éxito llegaría a reducir los mismos peligros que ahora actúan como disuasores de potenciales inversores. Además del interés privado, hay un genuino interés público en inversiones de éxito de este tipo, un interés público que debería en cierta medida compensar el riesgo político que innegablemente sufre el inversor privado.
Por el momento, parece existir cierta confianza no justificada en que este país haya renunciado para bien a los errores del pasado reciente. No creo que los perniciosos efectos de las prácticas del pasado de préstamos intergubernamentales puedan exagerarse. En realidad, dudo si se aprecia del todo lo dañinas que fueron y en un momento tendré más que decir sobre ellas. Aún así me parece un peligro real que, si se abandonaran sin una provisión deliberada de alguna alternativa, tras una larga alarma sobre el deterioro de las condiciones económicas en Europa este país se lance hacia los mismos errores que decía abandonar. Para la recuperación de las economías europeas vaya a continuar a un ritmo que impida la agitación social, el capital debe continuar fluyendo allí con el riesgo político de que no pueda esperarse que el inversor privado arrime el hombro.

Decisiones políticas frente eficacia económica

Sin embargo esto no es en modo argumento un argumento para que el gobierno de Estados Unidos acuda como proveedor de esos fondos de capital. El alego contra ello parece abrumador. La carga que impone en el contribuyente estadounidense, aunque severa, es solo una pequeña parte del argumento. Se reconoce ahora de forma generalizada que los fondos que se distribuyen sobre bases políticas no pueden distribuirse con eficacia económica. Nada es más imposible para un gobierno que proporcione fondos a otro que discriminar desde la base de la eficacia económica. A todos los efectos es políticamente imposible diferenciar entre países de acuerdo con si siguen una política económica sensata o estúpida. Mientras la distribución de los fondos se base en una decisión política, deben distribuirse más o menos igual e indiscriminadamente y es tan probable que haga que continúen las políticas dañinas como que se adopten las buenas.
En el pasado, la necesidad de atraer capital extranjero tenía automáticamente el efecto de mantener la política económica del país prestatario dentro de líneas relativamente sensatas. Este control desaparece casi completamente cuando el empréstito se hace entre gobiernos. Hay pocas posibilidades de que los fondos que tienen que distribuirse de acuerdo con consideraciones políticas vayan a donde se utilicen más eficazmente.
Sin embargo tampoco ésta es la mayor objeción a esta forma de exportación de capital. Su efecto más dañino es que produce invariablemente en los países prestatarios tendencias a evolucionar precisamente en la dirección opuesta de la que interesa a Estados Unidos. No cabe duda de que, a causa de la ayuda financiera estadounidense, los gobiernos en muchos países controlan ahora la actividad económica en un grado mucho mayor que en otro caso. A causa de la forma en que Estados Unidos ha decidido proporcionar capital a estos países, sus gobiernos, a su vez, se han convertido en los principales expendedores de capital.
Así que cuando un gobierno se convierte en la principal fuente de fondos invertibles, se acelera inevitablemente el proceso de dominación de los negocios por el gobierno. Es una paradoja, de la que el público estadounidense apenas es consciente, que en muchos países a los que ha ido el capital estadounidense, éste se haya usado en buena medida para extender el control del estado a costa de la empresa privada. Hay más de una brizna de verdad en el chiste de que Estados Unidos ha estado financiando la socialización de Europa. ¡Los partidos socialistas han insistido con éxito en que las industrias nacionalizadas se llevaran la parte del león de los fondos estadounidenses!
Esto es más o menos inevitable con los métodos que se han empleado. Difícilmente podría esperarse que el capital así gastado se invirtiera principalmente en propuestas empresariales sensatas. Sin embargo, dejadme repetir que no creo que nadie que haya observado la recuperación de las economías europeas pueda dudar seriamente de que existan multitud de oportunidades de inversión rentable. Tampoco faltan prestatarios privados capaces y dignos de confianza. Tampoco puede cuestionarse seriamente que el financiero estadounidense individual sería un mejor juez que cualquier agencia pública de las perspectivas de cualquier empresa individual. El gran obstáculo, que por el momento impide cualquier posibilidad de un rápido reavivamiento de los préstamos privados, no es la falta de perspectivas económicas, sino el riesgo político.
No hablo tanto acerca del riesgo de guerra como acerca del miedo siempre presente de que las ganancias se bloqueen o que pueda haber impuestos discriminatorios o expropiaciones. Si el capitalista estadounidense tuviera que preocuparse solo por la capacidad, honradez y oportunidades de sus presuntos prestatarios, no faltarían lugares para colocar con provecho fondos en Europa. Pero no puede esperarse indudablemente que corra con los riesgos de evoluciones políticas que no pueda prever y contra las que está indefenso.

Garantías para las inversiones estadounidenses

Me parece que aquí tenemos una buena defensa de una división de funciones entre empresas y gobierno estadounidenses. Dejemos que el gobierno estadounidense, dejando completamente de prestar directamente, al mismo tiempo asuma, durante un periodo limitado de transición, el papel de garante de préstamos privados a prestatarios privados extranjeros frente a riesgos políticos, y especialmente contra el riesgo de no transferibilidad de los beneficios de dichas inversiones. El riesgo económico de la inversión concreta (de los prestatarios pagando intereses o dividendos y devolviendo el capital en su propio país) seguiría permaneciendo completamente en el inversor privado. El gobierno de Estados Unidos garantizaría únicamente que cualquier dinero así pagado a su crédito en el país prestatario estaría disponible en dólares sin coste.
Por supuesto, una garantía así se debería dar solo a préstamos y otras inversiones realizadas mientras el país prestatario acatara las condiciones en las que debería basarse el acuerdo. La base apropiada sería un acuerdo en estados Unidos y el país afectado, en el que este último asumiría no imponer ningún obstáculo a la transferencia de retornos de esas inversiones, evitar impuestos discriminatorios y realizar actos de expropiación o confiscación que afectaran a dicha inversión.
Además, el país afectado aceptaría asumir toda la responsabilidad sobre cualquier deuda que, mediante su incumplimiento de sus obligaciones, convierta en efectiva la garantía del gobierno de Estados Unidos. Los términos estandarizados para esos tratados, a aplicar uniformemente a todos los países dispuestos a entrar en ellos, probablemente sea mejor que los establezca el Congreso.
El país afectado sabría así que las garantías contra riesgos políticos dentro de su territorio de Estados Unidos a las inversiones estadounidenses se aplicarían solo a inversiones realizadas mientras que renuncia a su obligaciones y que el flujo de capital se detendría abruptamente tan pronto como un país, al violar los términos del acuerdo, obligara al gobierno de Estados Unidos a renunciar a la concesión de más garantías.

Alternativas disponibles

Hasta donde puedo ver, parece no haber justificación para extender tal garantía más allá de las transacciones entre prestamistas estadounidenses privados y prestatarios europeos privados. Por ejemplo, no sugiero que deberían incluirse los préstamos privados a agencias públicas o gobiernos extranjeros. Tampoco parece haber ninguna razón, en lo que respecta a los préstamos, para incluir divisas que no sean dólares de EEUU. Por supuesto, hay problemas especiales en lo que se  refiere a inversiones que no sean préstamos directos. En estos casos, la única salvaguarda que podría pedir el inversor  podría ser que el país en el que invierta deba obligarse a mantener un mercado libre para su divisa. Por tanto, esto debería ser uno de los términos sobre los que debe basarse el acuerdo.
Antes de que el lector rechace esta sugerencia como solo otra propuesta de interferencia del gobierno, me gustaría pedirle seriamente que considerara las alternativas disponibles. Hay todo tipo de diferencias entre los efectos de este tipo de disposición y el préstamo político al que nos hemos acostumbrado. Creo que estoy tan en desacuerdo como el que más a cualquier dirección de la actividad económica por parte de las agencias públicas. Y debería sin duda preferir un mundo en que este tipo de cosa pudiera evitarse completamente.
Pero, por desgracia, este país se ve afectado vitalmente en áreas en las que no tiene control sobre políticas económicas. El plan propuesto aquí pretende conseguir exactamente lo que, en tiempos normales, establecería gradual y lentamente la competencia por fondos estadounidenses, condiciones bajo las cuales la inversión extranjera de los estadounidenses está guiada completamente por la productividad de dicha inversión. Pero ahora no podemos esperar a que funcione el lento proceso que al final podría crear esa situación. El intervalo podría ser fatal.

No menos alarmados

La gente consciente en Europa no ha estado menos alarmada acerca del efecto corruptor de pasadas políticas estadounidenses que los observadores de este país. Pero temen justamente expresar sus preocupaciones, no sea que el capital estadounidense se seque completamente. Sin embargo no dudo de que los europeos responsables agradecieran un programa bajo el que las inversiones estadounidenses se determinaran, no por prioridades políticas, sino por consideraciones de dónde el capital produciría el mayor beneficio. En la práctica esto significa donde realice la mayor contribución al producto nacional.
Bajo este programa, los trabajadores no estarían menos interesados que la dirección en hacer sus sectores concretos atractivos para inversores extranjeros. Al mismo tiempo, el hecho de que el capital extranjero estuviera disponible solo para pagar propuestas llegaría a eliminar los efectos desmoralizantes que ha tenido el gasto casi caritativo del capital en los países receptores. Como último recurso, el prestamista se siente menos dependiente del proveedor de fondos cuando sabe que la inversión es una propuesta sensata de negocio  y que paga por los servicios que recibe, que cuando toda la transacción tiene el carácter de un subsidio político.
No hay necesidad de hacerse ilusiones acerca de las cantidades de capital privado que pondría en marcha dicha garantía, de esperar de ella grandes efectos benéficos. Una de sus ventajas principales sería que menos capital iría más lejos. También sería deseable que la cantidad disponible estuviera amplia y al mismo tiempo probablemente más igualadamente distribuida. Lo que necesitan la mayoría de los países afectados no son planes ambiciosos para desarrollos a gran escala ni subvenciones indiscriminadas a todos sus sectores. Necesitan cantidades moderadas de capital para aquellas empresas concretas que prometan una expansión gradual y progresiva.
Hay un problema en el hecho de que la mayoría de las inversiones realmente deseables serían bastante pequeñas para los estándares estadounidenses. Por esta razón apenas puedo concebir nada más beneficioso para los países importadores de capital que que se les requiera, como parte del acuerdo, permitir a las instituciones financieras estadounidenses operar sin dificultades dentro de su territorio. Sin embargo, la distorsión que sin duda se produciría por tal requerimiento hace probablemente indeseable tratar de imponerlo.
¿Cuál es el coste, o riesgo, que implicaría ese plan para el gobierno de Estados Unidos y el contribuyente estadounidense?  En puros términos financieros, en el peor de los casos sería mucho menor que el de cualquier plan de préstamo intergubernamental. Tanto las cantidades afectadas como la probabilidad de impago de los deudores serían probablemente mucho menores. Pero esta reducción de las posibles pérdidas financieras solo sería una pequeña parte del ahorro real. Es imposible estimar el daño directo causado por los métodos empleados en el pasado y el desperdicio que implicaban inevitablemente.
No afirmaré que este plan esté libre de todos los defectos propios de la interferencia del gobierno en asuntos económicos. Pero está libre de su peor característica. El control público normalmente significa que el uso de recursos acaba estando determinado completamente por consideraciones políticas. Pero bajo el plan aquí propuesto, el beneficio político provendría en buena parte como consecuencias de su sensatez económica.
Hay casos de vez en cuando en que por razones no económicas el gobierno debe proporcionar los medios para algún fin que requiera la política nacional. Sin embargo es un error argumentar que siempre que parte del coste de una actividad necesaria deba recaer en el gobierno, la propia actividad debe asumirse por el gobierno. Lo normal es lo contrario. El presente parece un ejemplo donde podría ganarse mucho en eficiencia por una división clara de funciones entre gobierno y negocios. No tenemos que elegir entre la continuación del gobierno como prestamista a gran escala y la perspectiva de la recuperación del préstamo privado, en el transcurso del tiempo, ya que los gobiernos extranjeros gradualmente arreglan suficientemente sus vías para atraer fondos privados. He aquí una evolución que sería sensata económicamente. Desde el punto de vista político, al gobierno le gustaría que se produjera. Por tanto el riesgo político no es inadecuado como para que lo asuma un gobierno.
Puede haber mejores disposiciones que la indicada aquí. Pero parece claro que el problema reclama un examen inmediato y que sobre el mismo tendría que formularse pronto una política clara.

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