La izquierda, Obama y el fascismo
Por Thomas Sowell
Exteriores - Libertad Digital, Madrid
Me molesta un poco cuando los
conservadores llaman "socialista" a Barack Obama. Desde luego, el
presidente es enemigo del libre mercado, y quiere que políticos y
burócratas tomen las decisiones fundamentales en materia económica.
Pero eso no significa que abogue por la propiedad estatal de los medios
de producción, que es por lo que se define canónicamente el
socialismo.
Lo que viene impulsando el presidente
Obama es más insidioso: el control público de la economía aun cuando la
propiedad quede en manos privadas. Así los políticos podrán manejar el
cotarro y culpar a los empresarios cuando sus brillantes ideas nos
lleven al desastre.
Si las cosas van bien, es gracias a mí;
si van mal, es por tu culpa. Esa manera de ver las cosas es harto
preferible para Obama, que puede recurrir a multitud de chivos
expiatorios para explicar sus fracasos en vez de cargar siempre contra
el presidente Bush Jr.
Si el Estado es el propietario de los
medios de producción, habrá de asumir su responsabilidad cuando las
cosas vayan mal, algo de lo que Obama huye como de la peste.
La Administración Obama puede obligar,
de forma absolutamente arbitraria, a las compañías de seguros a
asegurar a los hijos de sus clientes hasta que tengan 26 años.
Evidentemente, una medida así granjea a Obama la simpatía de la gente;
pero si redunda en un aumento de las primas, entonces siempre puede
atribuirse este efecto pernicioso a la "avaricia" de las aseguradoras.
El mismo principio, o la misma falta de
principios, rige en múltiples ámbitos del sector privado. Es una
artimaña política de gran éxito que puede adaptarse a toda suerte de
situaciones.
Una de las razones de que los analistas
pro y anti Obama puedan ser reacios a considerarle fascista es que unos
y otros tienden a aceptar la noción imperante que sitúa el fascismo en
la derecha del espectro político y al presidente demócrata en la
izquierda.
Pues bien, resulta que allá por los años
20 del siglo pasado, cuando el fascismo era una novedad política,
general y apropiadamente se lo encuadraba en el ámbito de la izquierda.
El gran libro de Jonah Goldberg Liberal fascism
(Fascismo progresista) aporta pruebas abrumadoras del afán fascista por
alcanzar los objetivos de la izquierda, y de que la izquierda
consideraba de su cuerda a los fascistas.
Durante los años 20, el padre del
fascismo, Benito Mussolini, era adorado por la izquierda tanto en
Europa como en América. Incluso Hitler, que adoptó por entonces las
ideas fascistas, era considerado por algunos, como W. E. B. Du Bois,
como un hombre de izquierdas.
Fue durante los años 30, cuando los
desmanes de Hitler y Mussolini repugnaron al mundo, que la izquierda se
distanció del fascismo y de su vástago alemán, el nazismo, y se los
endilgó a la derecha, para que sus rivales pecharan con semejantes
parias internacionales.
El socialismo, el fascismo y otras
ideologías de izquierda tienen en común la idea de que cierta gente
sabia –los capitostes de la izquierda, sin ir más lejos– tiene que
tomar las decisiones por la gente de inferior nivel e imponer las
mismas por decreto.
La de la izquierda no es, pues, sólo una
visión sobre el mundo, también sobre los propios líderes
izquierdistas, seres superiores que persiguen fines superiores. Visión
que choca directamente con lo recogido en nuestra Constitución, que
comienza con el célebre "Nosotros, el Pueblo...".
He aquí por qué la izquierda lleva más
de un siglo tratando de relajar o esquivar las limitaciones
constitucionales al Gobierno mediante nuevas interpretaciones de
nuestra ley suprema por parte de jueces progresistas, basadas en la
noción de "Constitución viva", por la cual las decisiones tienen que
pasar de las manos de "Nosotros, el Pueblo" a las de nuestros
benefactores.
El narcisismo ínsito a la cosmovisión
izquierdista hace que sus seguidores desarrollen un ego increíble, por
lo que los meros hechos no les harán cambiar de ideas. Sólo si tomamos
en cuenta la trascendencia de lo que está en juego podemos salvarnos de
la demoledora presunción de nuestros ungidos, ya se les conozca por
socialistas o por fascistas.
Si les compramos su retórica embriagadora, estaremos vendiendo nuestra libertad.
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