Internacional
Hartos de ser conocidos como la cuna del cártel más famoso de Colombia, los ciudadanos de Medellín decidieron cambiar su ciudad. Tendieron puentes hacia las comunas y, en apenas dos décadas, han logrado rebajar diez veces la tasa de homicidios
Hace veinte años era inevitable relacionar a Medellín con el cártel de Pablo Escobar, el narcoterrorista que hasta su muerte violenta en 1993 puso en jaque a tres presidentes de Colombia.
Pero desde hace casi una década, la capital del departamento de
Antioquia se ha convertido en un ejemplo de cómo edificios de calidad,
atractivos espacios públicos y modernos medios de transporte, pensados
sobre todo para los más desfavorecidos que caóticamente se asentaron en
los altos de la ciudad, han contribuido a transformar a la sociedad y
reducir la violencia.
La
pujante segunda urbe del país ha sufrido como ninguna otra el conflicto
interno colombiano causado por una fauna de narcotraficantes,
guerrillas, paramilitares y bandas de delincuentes que han ido
controlando distintas zonas de la periferia, limitadas a veces por
fronteras imaginarias o quebradas. Campesinos y desplazados por ese
conflicto interno de distintas partes de Colombia como Urabá o Chocó
construyeron frágiles viviendas en las laderas del valle de Aburrá,
donde se enclava Medellín. La falta de oportunidades, entre tanta
miseria, llevó a muchos de estos desarraigados a la violencia.
Aún
hoy, Medellín soporta las llamadas «bacrim» (bandas criminales). La
diferencia es que la institucionalidad está presente en lugares donde
antes no llegaba un policía, un taxi o no había una sucursal bancaria.
El comandante de la Policía Metropolitana, general Yesid Vásquez,
reconocía hace poco la existencia de 120 bandas, integradas por unos
2.800 delincuentes que se dedican «al sicariato, la extorsión, el
microtráfico y el hurto».
Un estigma fatal
Las
autoridades de esta ciudad de 2,4 millones de habitantes respaldan su
optimismo con cifras. Aníbal Gaviria, alcalde de Medellín desde el
pasado enero, destaca el descenso de diez veces el número de asesinatos
en los últimos veinte años. La capital paisa (antioqueña) tenía en 1991
una tasa de 380,6 homicidios por
cada 100.000 habitantes, mientras que este año es de 42,9 por cada
100.000. La edición de ese cruento año de la guía de Lonely Planet sobre
Sudamérica se refería a Medellín como «la capital internacional del
tráfico de cocaína».
Aunque el despegue del urbanismo social y el énfasis en la educación se produjo durante el mandato del alcalde Sergio Fajardo
(2004-2007), actual gobernador de Antioquia, algunos interlocutores
señalan que en los años previos comenzaron a fijarse cimientos para la
transformación de Medellín. Un momento clave fue la inauguración del
metro en 1995 (el primero en Colombia), construido por un consorcio
hispano-alemán. Pero las paupérrimas viviendas seguían aisladas.
Por ese motivo se han instalado hace poco unas escaleras mecánicas en la conocida comuna 13 o San Javier, que facilitan el acceso al metro. «Son un medio para que llegue la institucionalidad y acabe el aislamiento que favorecía el crecimiento de grupos al margen de la ley», explica Margarita Ángel, gerente de la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU) de Medellín. Sus moradores tenían que subir 350 escalones. Ahora los turistas visitan el barrio, las callejuelas cercanas están iluminadas de noche, las fachadas de las casas pintadas y se han abierto pequeños negocios como «El centavo menos» o la peluquería «Inhabitual». La artrosis obligaba a Olga Cecilia Holguín, de 48 años, a quedarse en casa. Ahora puede salir del barrio, donde llegó del norte de Antioquia hace 32 años, y vender «tintos» (cafés) y comidas a los trabajadores de la obra cercana. También está contenta porque ha dejado de oír disparos. «Ya no son casas pobres, solo falta cambiar los tejados de zinc», asegura la gerente de la EDU.
En Santo Domingo, otra comuna conflictiva en la parte nororiental
de Medellín donde Pablo Escobar reclutaba a sus sicarios, se recurrió al
llamado metrocable, las cabinas propias de lugares turísticos. Antes de
comenzar toda obra se realizaba una ardua labor social para conocer las
necesidades. Jairo Gutiérrez, que lleva 16 años trabajando en el metro,
relata que unos habitantes le preguntaron qué iba a suceder con la
imagen de una Virgen junto a la que habían caído varios de sus muertos y
a la que se encomendaban antes de matar. «Ya sabe, quien peca y reza,
empata», interrumpe. La imagen se restauró porque «es parte de su
historia y hemos querido ser respetuosos».
Por ese motivo se han instalado hace poco unas escaleras mecánicas en la conocida comuna 13 o San Javier, que facilitan el acceso al metro. «Son un medio para que llegue la institucionalidad y acabe el aislamiento que favorecía el crecimiento de grupos al margen de la ley», explica Margarita Ángel, gerente de la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU) de Medellín. Sus moradores tenían que subir 350 escalones. Ahora los turistas visitan el barrio, las callejuelas cercanas están iluminadas de noche, las fachadas de las casas pintadas y se han abierto pequeños negocios como «El centavo menos» o la peluquería «Inhabitual». La artrosis obligaba a Olga Cecilia Holguín, de 48 años, a quedarse en casa. Ahora puede salir del barrio, donde llegó del norte de Antioquia hace 32 años, y vender «tintos» (cafés) y comidas a los trabajadores de la obra cercana. También está contenta porque ha dejado de oír disparos. «Ya no son casas pobres, solo falta cambiar los tejados de zinc», asegura la gerente de la EDU.
España
Junto
a la Virgen y el metrocable, en lo alto de un cerro, se levanta el
parque biblioteca España, que recibe el nombre en agradecimiento a la
donación de libros, ordenadores y butacas. Inaugurada por los Reyes en
2007, como las otros seis parques bibliotecas de la ciudad ofrece algo
más que libros: un lugar lúdico y educativo en el que pasear libremente.
Los edificios no se construyen en lugares aleatorios sino junto a una
quebrada o un sitio para la memoria. Como el centro cultural Moravia, la
última obra del desaparecido arquitecto Rogelio Salmona, en el barrio
popular más próximo al centro. El edificio se halla cerca de una antigua
escombrera sobre la que todavía habitan algunas familias. El olor
persiste. Llena de gente un martes por la tarde, ofrece clases de baile.
Para
estos ambiciosos proyectos, el alcalde reconoce que Medellín tiene un
presupuesto «relativamente robusto». Un treinta por ciento (400 millones
de dólares anuales) procede de la llamada «joya de la corona» de
Antioquia: Empresas Públicas de Medellín (EPM). La segunda compañía
pública mayor de Colombia presta con eficacia servicios integrales de
agua, luz, gas y saneamiento. Medellín está atrayendo además el turismo
de negocios y a empresas tecnológicas internacionales. Entre el aumento
de los eventos, este otoño está previsto el primer concierto de Madonna
en Colombia.
Aunque
ha dado pasos de gigante, que países de la región como México observan
con lupa, sus autoridades reconocen que todavía queda mucho por hacer en
la lucha contra las desigualdades y la violencia. «Estamos sembrando
esperanza», destaca una alta funcionaria de Antioquia. «Uno puede soñar
en Medellín», señala el grafitero Daniel Felipe Quiceno: «El día en que
se pierdan esos sueños, mueren las esperanzas».
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