Banca canalla
Daniel Morcate
Llega un momento en que uno intuye que madurar consiste en
acostumbrarse a lo malo, a vivir rodeado de abusadores, trepadores y
canallas y, sin embargo, no por ello dejar de chuparle zumo a la vida.
Lo digo ahora por los nuevos escandalillos que sacuden a Wall Street y a
toda la banca de peso en el ámbito nacional e internacional. El
gobierno del presidente Obama, tal vez por aquello de la economía débil o
las elecciones inminentes –nuestras elecciones siempre lo son– estaba
haciendo lo posible por que no nos enteráramos. Hasta que alguien, acaso
dentro del propio gobierno, comenzó a soltar prendas a periódicos como
el New York Times y el Independent de
Londres. Lo que emerge de las filtraciones es un clarísimo cuadro de
que nada fundamentalmente ha cambiado en las altas esferas de nuestras
instituciones bancarias desde que estalló el ruinoso follón de las
hipotecas tóxicas en 2007. Y que tal vez lo aconsejable sería que todos
nos acostumbráramos a las sinvergüencerías de los grandes banqueros y
que les pagáramos sin chistar, con el resignado sudor de nuestras
frentes, sus vidas regaladas, extravagantes y parasitarias.
La primera alarma sonó hace unas semanas cuando investigadores del Congreso, vaya usted a saber por qué intriga palaciega, revelaron que muchos de los principales bancos del mundo están lavando cada año entre $500 mil millones y $1 millón de millones ($1 trillion en inglés) anuales provenientes del narcotráfico y de todas las dictaduras del mundo, incluyendo las de Irán, Siria y Cuba. La mitad de ese astronómico lavado, dijeron, se realiza en Estados Unidos. Entre los sospechosos, por llamarles de alguna manera, se hallan el Citibank, el HSBC y el Bank of America que, según el FBI, se había convertido en la lavandería predilecta del cartel mexicano de los Zetas. Esto, apenas seis años después de que BAC, con aires de contrición, se transara con la fiscalía federal del distrito de Nueva York por otros blanqueos de plata inmunda.
Jamie Dimon, banquero cuya reputación sobrevivió de milagro a la debacle de las hipotecas tóxicas, cantinfleó hace unos días al explicar por qué su JP Morgan Chase perdió $2 mil 500 millones en una riesgosa inversión. Dimon convenientemente subestimó la pérdida –otra típica práctica marrullera de nuestros insignes capitanes de banca– que ya va por $4 mil 400 millones y que pudiera ascender a $7 mil 500 millones según advierten las lenguas afiladas del giro. Y encima desvió la atención de los cabreados inversionistas, accionistas y socios de Chase dejando caer un bombazo que estremece aún más a Wall Street: un número indeterminado de bancos, reveló, conspiraron para fijar las tasas de intereses que nos han cobrado a sus clientes antes y después del desplome financiero de la pasada década. El objetivo era mejorar sus ganancias y dar la impresión de que su estabilidad financiera es superior a la real.
Como suele ocurrir en estos casos potencialmente desestabilizadores, los investigadores federales solo se han atrevido a identificar, desde el prudente anonimato, a los bancos extranjeros implicados en la turbia manipulación: el gigante británico Barclays y el sueco UBS. Pero una fuente del sector me asegura que el gobierno de Obama investiga a una docena de instituciones, norteamericanas en su mayoría, desde hace por lo menos dos años. ¿A qué se debe tanto sigilo oficial? La respuesta blanda podría ser que Washington teme que las incesantes prácticas depredadoras de nuestros bancos erosionen aún más la confianza de inversionistas y consumidores en un sector clave de nuestra economía, el sector bancario, lo cual asestaría otro golpe severo a la frágil recuperación económica y nos precipitaría a una segunda recesión. La respuesta dura podría ser que el presidente Obama perdió las esperanzas de que Wall Street contribuya generosamente a su campaña de reelección y sus asesores, en represalia, autorizaron las filtraciones. Con los años y experiencias que uno lleva a cuestas, lo razonable sería inclinarse por la segunda respuesta.
Washington y Londres, que también investiga, tienen la facultad de castigar con cárcel a los banqueros que han perpetrado estos nuevos fraudes. Me dicen que hacia eso se inclinan investigadores del Departamento de Justicia y de la Commodity Futures Trading Commission. Algunos legisladores supuestamente desean lo mismo. Los banqueros depredadores no escarmentarán hasta que los primeros de su calaña salgan esposados en la tele y pasen una larga temporada en chirona. Pero por ahora garantiza su impunidad el feliz contubernio que tienen con los funcionarios encargados de supervisarles y con los políticos cuyas campañas pagan. A lo sumo, esperemos el anuncio de multas que cubrirán con una firma veloz y un guiño de ojo apenas perceptible. Así de simple. Y hasta el próximo fraude.
La primera alarma sonó hace unas semanas cuando investigadores del Congreso, vaya usted a saber por qué intriga palaciega, revelaron que muchos de los principales bancos del mundo están lavando cada año entre $500 mil millones y $1 millón de millones ($1 trillion en inglés) anuales provenientes del narcotráfico y de todas las dictaduras del mundo, incluyendo las de Irán, Siria y Cuba. La mitad de ese astronómico lavado, dijeron, se realiza en Estados Unidos. Entre los sospechosos, por llamarles de alguna manera, se hallan el Citibank, el HSBC y el Bank of America que, según el FBI, se había convertido en la lavandería predilecta del cartel mexicano de los Zetas. Esto, apenas seis años después de que BAC, con aires de contrición, se transara con la fiscalía federal del distrito de Nueva York por otros blanqueos de plata inmunda.
Jamie Dimon, banquero cuya reputación sobrevivió de milagro a la debacle de las hipotecas tóxicas, cantinfleó hace unos días al explicar por qué su JP Morgan Chase perdió $2 mil 500 millones en una riesgosa inversión. Dimon convenientemente subestimó la pérdida –otra típica práctica marrullera de nuestros insignes capitanes de banca– que ya va por $4 mil 400 millones y que pudiera ascender a $7 mil 500 millones según advierten las lenguas afiladas del giro. Y encima desvió la atención de los cabreados inversionistas, accionistas y socios de Chase dejando caer un bombazo que estremece aún más a Wall Street: un número indeterminado de bancos, reveló, conspiraron para fijar las tasas de intereses que nos han cobrado a sus clientes antes y después del desplome financiero de la pasada década. El objetivo era mejorar sus ganancias y dar la impresión de que su estabilidad financiera es superior a la real.
Como suele ocurrir en estos casos potencialmente desestabilizadores, los investigadores federales solo se han atrevido a identificar, desde el prudente anonimato, a los bancos extranjeros implicados en la turbia manipulación: el gigante británico Barclays y el sueco UBS. Pero una fuente del sector me asegura que el gobierno de Obama investiga a una docena de instituciones, norteamericanas en su mayoría, desde hace por lo menos dos años. ¿A qué se debe tanto sigilo oficial? La respuesta blanda podría ser que Washington teme que las incesantes prácticas depredadoras de nuestros bancos erosionen aún más la confianza de inversionistas y consumidores en un sector clave de nuestra economía, el sector bancario, lo cual asestaría otro golpe severo a la frágil recuperación económica y nos precipitaría a una segunda recesión. La respuesta dura podría ser que el presidente Obama perdió las esperanzas de que Wall Street contribuya generosamente a su campaña de reelección y sus asesores, en represalia, autorizaron las filtraciones. Con los años y experiencias que uno lleva a cuestas, lo razonable sería inclinarse por la segunda respuesta.
Washington y Londres, que también investiga, tienen la facultad de castigar con cárcel a los banqueros que han perpetrado estos nuevos fraudes. Me dicen que hacia eso se inclinan investigadores del Departamento de Justicia y de la Commodity Futures Trading Commission. Algunos legisladores supuestamente desean lo mismo. Los banqueros depredadores no escarmentarán hasta que los primeros de su calaña salgan esposados en la tele y pasen una larga temporada en chirona. Pero por ahora garantiza su impunidad el feliz contubernio que tienen con los funcionarios encargados de supervisarles y con los políticos cuyas campañas pagan. A lo sumo, esperemos el anuncio de multas que cubrirán con una firma veloz y un guiño de ojo apenas perceptible. Así de simple. Y hasta el próximo fraude.
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