Colombia: ¿El fin de la gobernabilidad de Santos? – por Carlos Caballero Argáez
Los episodios alrededor de la aprobación y el naufragio de la reforma de la justicia hablan muy, pero muy mal, del funcionamiento del Estado y las instituciones en Colombia. Es lamentable, pero es así. No solo por el espectáculo que presenciamos y por sus imprevisibles consecuencias futuras, sino por el tiempo perdido en componendas y discusiones inútiles. Y porque se acabó la gobernabilidad de la administración Santos antes de cumplirse la mitad de su período.En vez de pensar en grande para resolver los problemas, las tres ramas del poder público y sus conductores cayeron en la más repugnante de las politiquerías.
Muchos no percibimos en estos dos años la relevancia de la reforma de la justicia; no veíamos que el articulado introdujera un mejor funcionamiento del sistema judicial. Es cierto que se requiere que en cada municipio haya un juez y, seguramente, apropiar más recursos para la operación de la rama. Pero estos puntos no eran los fundamentales de una reforma que, poco a poco, debate a debate, se fue convirtiendo en una reforma del Congreso y de las cortes para modificar los pesos y los contrapesos entre los poderes públicos.
Por eso parecía extraño que el Gobierno continuara por ese camino cuando desde diferentes ámbitos e instancias se le mostraban los inconvenientes de seguirlo. Ahora ha venido a afirmarse que la obsesión del Gobierno era eliminar como fuera el Consejo Superior de la Judicatura. Pues el costo fue enorme y el beneficio, negativo. En otras palabras, contraproducente.
¿Qué pasa con el Estado? Desde hace tiempo se borró en el país la idea del interés de la sociedad en su conjunto; de que el interés público debe estar por encima de los intereses particulares. Recuerdo un libro de finales de los años noventa (¿Para dónde va Colombia?), que aclaraba que las normas formales e informales de la interacción social sirven para reducir la incertidumbre sobre el comportamiento de los individuos y constituían, precisamente, las “instituciones”. Y que estas -”las instituciones”- imponían límites a la iniciativa y a los intereses privados para proteger a la comunidad en pleno.
Comprobamos atónitos en estos días que las instituciones no funcionaron. Parlamentarios y magistrados legislaron en beneficio propio, sin reparar en las consecuencias de sus acciones en la sociedad. Una actuación contraria a la ética y a la igualdad social. Porque se hacía daño a la sociedad y se generaban ciudadanos privilegiados con reglas únicas, diferentes de las aplicables al resto de la población.
Y ¿qué le pasó al Gobierno? La mayoría de los ministros tenían las condiciones para desempeñarse bien en sus carteras y establecer una relación constructiva con el Congreso. Y, sin embargo, el fiasco de la justicia no tiene precedente en la historia. Pero no es solo eso. El Gobierno no ejecuta; no resuelve los problemas. ¿Qué pasa? ¿Serán los males de no contar con un diagnóstico acertado de los diferentes problemas que enfrenta? ¿O de la falta de prioridades? ¿O de la ambición política desaforada y la maldita reelección presidencial?
Me temo que el espíritu reformista del Gobierno llegó hasta aquí y que, en los próximos meses, el Presidente y su equipo tendrán que dedicarse a gerenciar, a ejecutar, a mejorar la administración pública. Han vivido sus peores días y nada será igual en los próximos dos años. Es triste que, después de haber tenido tanto poder político, el fin de la gobernabilidad hubiera llegado tan rápido. ¿Sería, parafraseando el comentario de un eminente jurista en una reunión privada la semana pasada, que “el Gobierno tenía poder, pero no tuvo fuerza”?
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