Colombia: Vivir con el terror – por Fernando Londoño Hoyos
En
esta hora solemne, cualquier omisión es cobarde y cualquier silencio es
cómplice. Una señal del Presidente bastaría para unir el país.
Toribío ha quedado destrozado por las bombas. Entre ellas, una cayó
sobre la escuela y tres niños fueron víctimas; tres policías asesinados
en Cupiagua y otros tres heridos, mientras guardaban las instalaciones
petroleras; cinco soldados caídos en trampa mortal dispuesta en una
canoa bomba, cerca de la frontera con Venezuela; contra el alcalde de
Bogotá, Gustavo Petro, se han descubierto tres intentos para darle
muerte. Este es, seguramente incompleto, el menú terrorista de las
últimas 48 horas, que estará trágicamente obsoleto cuando puedan ver la
luz estas líneas. Y parecida a esta, y a veces peor, ha sido la ración
sangrienta que nos ha regalado el terrorismo este año y el pasado.Algo debemos hacer, porque el asunto nos concierne a todos, dicho sea en respuesta a los despistados mensajeros del Gobierno, que nos manda la razón de que el asunto es solo suyo porque al Presidente le compete la guarda del orden público. Buena idea. Cuando la Patria se desangra, la crítica social que se dedique a los desfiles de moda o a los realities de la televisión. Y la política, al próximo reparto burocrático de la próxima porción de mermelada. Los temas de competencia constitucional del Presidente están vetados para el conocimiento y el debate de los ciudadanos. ¿A quién se le ocurriría esa gloriosa idea?
Entendiendo que el terrorismo es problema de todos, y que los campesinos y los niños de Toribío, los policías de Cupiagua, los soldados de El Tarra o la suerte del Alcalde de Bogotá no nos son indiferentes, empezamos, solo con eso, a remontar la corriente que nos arrastra.
Nos han declarado una guerra que estamos perdiendo. Los terroristas tienen la iniciativa y nuestras fuerzas están metidas en sus trincheras, cuando no los sacan de ellas los indígenas en vergonzoso desahucio. Pues hay que recuperar la iniciativa. Hay que derrotar el enemigo y para derrotarlo hay que atacarlo.
Las Fuerzas Militares, y sobre todo el Ejército, están confundidas, atónitas, paralizadas por la guerra jurídica desatada en su contra. Si no hacen nada, como ahora, pierden la guerra. Pero si combaten, meten sus hombres a la cárcel. La Justicia Penal Militar y la Defensa Judicial de nuestros hombres de tropa no son asunto de mañana. El Gobierno lo aplazó dos años, sin que nadie garantice que gane la partida. Revocar la detestable carta de Ospina-Iguarán y sacar la Fiscalía del resultado de cualquier combate es cuestión de vida o muerte.
A los terroristas no se les puede mantener el halago de una rendición incondicional de la sociedad que atacan, que a eso equivale el famoso marco para la paz o ley de Roy Barreras. Al contrario, el Presidente debe hacerles saber que cada acto terrorista aleja irreparablemente cualquier perdón y cualquier mesa de negociaciones.
El terrorismo golpea el centro nervioso de nuestra economía. Hay que destruir el suyo. La droga no es un tema policivo. Tiene que ser el primero de los objetivos de la acción militar. Desde que la guerra es guerra, el primer tema es destruir las líneas de abastecimiento del enemigo. Y, por supuesto, a los socios que las mantienen. Hay que recoger de inmediato la peregrina tesis de que las ‘bacrim’ son problema policiaco.
Despejar el Cauca es arriar las banderas y entregarles el Cauca y la nación entera a los terroristas. Llenar ese departamento de comunidades de paz, inspiradas y comandadas por el cura Giraldo y por Baltasar Garzón, es el principio del fin.
En esta hora solemne, cualquier omisión es cobarde y cualquier silencio es cómplice. Una señal del Presidente bastaría para unir el país. Su deserción ante el deber más sagrado entre todos los que juró cumplir valdría una catástrofe. Salve la Patria, presidente Santos
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