17 julio, 2012

El experimento mexicano

Jorge Ramos

Minimizar o negar lo que nos pasa es una característica muy mexicana. Ya lo decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad: “Máscara el rostro, máscara la sonrisa.” Minimizar o negar que hubo abusos y trampas, antes y durante la elección presidencial, es la típica respuesta mexicana a nuestros problemas. Pero ya es momento de romper ese esquema centenario. Y la manera de hacerlo es, primero, reconociendo que las votaciones no fueron limpias ni transparentes.
Sé que suena a obsesión. Pero, sencillamente, no nos podemos quedar callados si Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI, llegó a la presidencia de México comprando miles o millones de votos y usando el presupuesto del estado de México para promover su candidatura por televisión. Eso viola la Constitución que exige votaciones libres. No debemos dejar para el próximo sexenio lo que podemos denunciar hoy. Ante las trampas es preciso exigir que se haga algo significativo, ejemplar, para que nunca más se repita este tipo de fraude. Nunca más.

Oigo por muchos lados –twitter, facebook, radio…– a mexicanos que dicen que todos los partidos políticos compran votos, que es preferible que Peña Nieto tome posesión y que la vida siga igual. O sea, que lo mejor es no hacer olas. Pero aquí hay que tomar partido y, con esto, no me refiero a apoyar a Andrés Manuel López Obrador, el candidato del PRD.
Hay que tomar partido con la democracia. Punto. Si López Obrador o Josefina Vázquez Mota, del PAN, hubieran ganado con trampas la presidencia, mi crítica sería exactamente la misma. Pero el que ganó con trampas fue Peña Nieto del PRI -un partido que durante 71 años se impuso a dedazo limpio en las elecciones presidenciales- y por lo tanto nos corresponde como periodistas cuestionarlo a él. No es una cuestión partidista. Es una cuestión ética.
Elie Wiesel, el premio Nobel y sobreviviente del holocausto, nos recuerda en su libro Noche que: “Debemos tomar partido. La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima.” En su caso, denuncia a los que no se atrevieron a confrontar a Hitler. En el caso mexicano, podemos aplicar el mismo principio y tomar partido con la democracia, no con los que abusaron de sus recursos económicos para comprar votos y llegar al poder.
Como periodistas no podemos –no debemos– apoyar a ningún candidato. Mientras más distancia mejor. Nada de regalos, comidas o inversiones en publicidad de políticos. Nuestra principal función social como periodistas (lo he dicho antes) es evitar el abuso de los que tienen el poder. Y en México esto significa, en estos momentos, denunciar las trampas electorales, identificar a los culpables, las cuentas y los montos que pagaron, e insistir en que el gobierno federal inicie una investigación independiente y que las autoridades electorales castiguen fuertemente a los tramposos. Con todas las pruebas presentadas no es posible concluir que Peña Nieto ganó limpia y legalmente.
El experimento mexicano con la democracia apenas lleva tres elecciones presidenciales. Esta y la del 2006 quedaron embarradas de dudas. Solo la del 2000 estuvo libre de cuestionamientos graves. Nos falta mucho por aprender. Sigo pensando que en Suiza o en Suecia, por poner dos ejemplos, algo parecido a lo que ocurre en México ya habría llevado a la anulación de las elecciones, a la descalificación del candidato que supuestamente ganó y a un montón de gente en la cárcel. En México no pasa nada.
La compra de votos en un país tan pobre como México tiene su base en una inocultable cultura de corrupción. México está entre los países más corruptos del mundo según Transparencia Internacional; el año pasado ocupó el lugar 100 entre 183 naciones. Su calificación fue de 3.0 puntos, en una escala donde cero es lo más corrupto y 10 lo menos corrupto.
Pero es un error el justificar el triunfo de Peña Nieto diciendo que lo normal en México es que haya corrupción y que se compren votos para ganar una elección presidencial. Es tan absurdo como decir que lo normal en México es que haya 60 mil muertos en un sexenio de lucha contra el narcotráfico.
Para que el experimento mexicano salga adelante hay que cuestionar y rechazar, antes que nada, lo que parece normal: las trampas, los muertos, la pobreza, la concentración del poder, la información y el dinero en pocas manos.
Creo en el experimento mexicano. Creo que México llegará a ser un país verdaderamente democrático. Creo que México tiene grandes periodistas -sobre todo mujeres: Elena Poniatowska, Carmen Aristegui, Alma Guillermoprieto, Adela Navarro (del semanario Zeta), Lydia Cacho, Anabel Hernández, Sanjuana Martínez, Guadalupe Loaeza, Cristina Pacheco, Denise Dresser y Denise Maerker, entre muchas otras- que informan con valentía y que no van a dejar que nos mientan. Creo en los 131 jóvenes que despertaron esta primavera un vigoroso, contestatario y necesario movimiento estudiantil. Creo en la lucha por los inmigrantes del Padre Alejandro Solalinde y en la búsqueda de la paz del poeta Javier Sicilia. Creo que millones de mexicanos ya no quieren más de lo mismo. Creo en un México nuevo y posible.
Pero lo viejo no acaba de morir en México. Y es ese olor a rancio y podrido que no me deja en paz.

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