Partidarios de Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI, celebran en la
sede del partido en la capital mexicana, esperando los resultados
oficiales de la elección.
Joaquín Roy
La novedad de la elección mexicana es que Enrique Peña Nieto ha
sido el primer candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI)
elegido presidente en casi cien años sin ser catapultado por el dedazo.
Ese método ha sido considerado como nítidamente mexicano, una marca de
identidad. Peña debió hacer campaña. Ese pecado original del PRI se ha
borrado.
Compitió con sus afines en inclinaciones ideológicas del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Esta formación, reconocida por la Internacional Socialdemócrata, fue fundada por el hijo del presidente Lázaro Cárdenas, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Ha deambulado afectada por los cambios de imagen de su líder Andrés Manuel López Obrador, pero por lo menos ha conseguido situarse en segundo lugar. El perdedor neto ha sido el Partido de Acción Nacional (PAN), en el poder durante dos sexenios.
La historia ha pesado. Para algunos, el resultado es un regreso a la “normalidad” del pasado con el predominio de la formación política sin la cual no se puede entender toda la evolución de México en todo el siglo XX, desde que los tambores de guerra de la Revolución hicieron tambalearse a la dictadura de Porfirio Díaz. El “México Eterno” preside enciclopedias, museos, cursos, ruinas.
Octavio Paz, probablemente el observador de la historia de México más perspicaz con su bisturí poético, dijo que México había estado siempre gobernado por el mismo sistema personificado o institucionalizado. El emperador azteca, Hernán Cortés, los héroes de la Independencia, Maximiliano, Don Porfirio, y finalmente los caudillos revolucionarios, todos han sido sucesivas personificaciones de la misma figura sublimada por el monarca-presidente del PRI. Nada tiene de extrañar, por lo tanto, que Mario Vargas Llosa dijera que el largo régimen del PRI era la “dictadura perfecta”. La ocurrencia le costó la ira del establishment gubernamental, pero había dado en la clave.
EL PRI, puesto en marcha por Plutarco Elías Calles, era un invento extremadamente útil, tanto en el plano interior como en el exterior. Nunca en toda la historia de las conflictivas relaciones entre Estados Unidos y México, Washington le podía haber recompensado al PRI por los servicios prestados. Durante más de sesenta años había garantizado que la Revolución fuera congelada y que a lo largo de la Guerra Fría garantizara que el país no se convertiría en una segunda Cuba de más de cien millones de habitantes, justamente al sur de la frontera. Bajo la máscara del populismo que consiguió copar diversos sectores políticos y económicos, hacía posible el funcionamiento del mayor oximorón de la experiencia política latinoamericana: “Revolucionario e Institucional”. No por casualidad, agudos observadores calificaron al sistema de derecha, pura y dura. El mejor retrato de esa evolución fue la novela de Carlos Fuentes La muerte de Artemio Cruz.
Como compensación, el PRI campeó a sus anchas por medio mundo con una aureola de izquierdismo, tercermundismo y apariencias de ausencia de dependencia de Washington. Todo se vino abajo con la caída del Muro de Berlín. El PRI ya no podía hacerle el chantaje a Estados Unidos. El reto del nuevo México era el anclaje en el continente americano, sin olvidar que es un estado bisagra, no enteramente aceptado por el dúo formado por Estados Unidos y Canadá, cofrades de NAFTA. Al mismo tiempo ha sido tradicionalmente ninguneado por la América Latina sureña, bajo la batuta de Brasil, celoso del potencial protagonismo azteca.
El renacimiento del PRI certifica la impotencia del PAN por afianzarse en una fuerza conservadora, tan necesitada en el resto de América Latina, para ponerle coto a los devaneos populistas del continente. Los experimentos en otros países han derivado en la irrelevancia o en el autoritarismo. La difuminación de la Democracia Cristiana en buena parte del planeta, y sobre todo en América Latina, no han ayudado a un partido que se esforzó en ser integrado en esa familia.
En suma, el PRI deberá también convencer a Estados Unidos, donde residen más de veinte millones de mexicanos, que es un socio fiable, no solamente como contención del extremismo político (amenaza latente, a la vista de la endémica pobreza). También deberá garantizar su propia gobernanza, atenazada por el narcotráfico y la corrupción, a un precio de más de 50,000 víctimas. Los politólogos hacen equilibrios en detectar la existencia de un régimen de estado(s) fallido(s), donde la justicia, la policía y el ejército son impotentes. Por eso, millones de mexicanos, nostálgicos del pasado autoritario han votado PRI. De tener éxito, se lo deberá a la innata flexibilidad del “México Eterno”.
Compitió con sus afines en inclinaciones ideológicas del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Esta formación, reconocida por la Internacional Socialdemócrata, fue fundada por el hijo del presidente Lázaro Cárdenas, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Ha deambulado afectada por los cambios de imagen de su líder Andrés Manuel López Obrador, pero por lo menos ha conseguido situarse en segundo lugar. El perdedor neto ha sido el Partido de Acción Nacional (PAN), en el poder durante dos sexenios.
La historia ha pesado. Para algunos, el resultado es un regreso a la “normalidad” del pasado con el predominio de la formación política sin la cual no se puede entender toda la evolución de México en todo el siglo XX, desde que los tambores de guerra de la Revolución hicieron tambalearse a la dictadura de Porfirio Díaz. El “México Eterno” preside enciclopedias, museos, cursos, ruinas.
Octavio Paz, probablemente el observador de la historia de México más perspicaz con su bisturí poético, dijo que México había estado siempre gobernado por el mismo sistema personificado o institucionalizado. El emperador azteca, Hernán Cortés, los héroes de la Independencia, Maximiliano, Don Porfirio, y finalmente los caudillos revolucionarios, todos han sido sucesivas personificaciones de la misma figura sublimada por el monarca-presidente del PRI. Nada tiene de extrañar, por lo tanto, que Mario Vargas Llosa dijera que el largo régimen del PRI era la “dictadura perfecta”. La ocurrencia le costó la ira del establishment gubernamental, pero había dado en la clave.
EL PRI, puesto en marcha por Plutarco Elías Calles, era un invento extremadamente útil, tanto en el plano interior como en el exterior. Nunca en toda la historia de las conflictivas relaciones entre Estados Unidos y México, Washington le podía haber recompensado al PRI por los servicios prestados. Durante más de sesenta años había garantizado que la Revolución fuera congelada y que a lo largo de la Guerra Fría garantizara que el país no se convertiría en una segunda Cuba de más de cien millones de habitantes, justamente al sur de la frontera. Bajo la máscara del populismo que consiguió copar diversos sectores políticos y económicos, hacía posible el funcionamiento del mayor oximorón de la experiencia política latinoamericana: “Revolucionario e Institucional”. No por casualidad, agudos observadores calificaron al sistema de derecha, pura y dura. El mejor retrato de esa evolución fue la novela de Carlos Fuentes La muerte de Artemio Cruz.
Como compensación, el PRI campeó a sus anchas por medio mundo con una aureola de izquierdismo, tercermundismo y apariencias de ausencia de dependencia de Washington. Todo se vino abajo con la caída del Muro de Berlín. El PRI ya no podía hacerle el chantaje a Estados Unidos. El reto del nuevo México era el anclaje en el continente americano, sin olvidar que es un estado bisagra, no enteramente aceptado por el dúo formado por Estados Unidos y Canadá, cofrades de NAFTA. Al mismo tiempo ha sido tradicionalmente ninguneado por la América Latina sureña, bajo la batuta de Brasil, celoso del potencial protagonismo azteca.
El renacimiento del PRI certifica la impotencia del PAN por afianzarse en una fuerza conservadora, tan necesitada en el resto de América Latina, para ponerle coto a los devaneos populistas del continente. Los experimentos en otros países han derivado en la irrelevancia o en el autoritarismo. La difuminación de la Democracia Cristiana en buena parte del planeta, y sobre todo en América Latina, no han ayudado a un partido que se esforzó en ser integrado en esa familia.
En suma, el PRI deberá también convencer a Estados Unidos, donde residen más de veinte millones de mexicanos, que es un socio fiable, no solamente como contención del extremismo político (amenaza latente, a la vista de la endémica pobreza). También deberá garantizar su propia gobernanza, atenazada por el narcotráfico y la corrupción, a un precio de más de 50,000 víctimas. Los politólogos hacen equilibrios en detectar la existencia de un régimen de estado(s) fallido(s), donde la justicia, la policía y el ejército son impotentes. Por eso, millones de mexicanos, nostálgicos del pasado autoritario han votado PRI. De tener éxito, se lo deberá a la innata flexibilidad del “México Eterno”.
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