Espejismos democráticos
Estudiantes pertenecientes al movimiento Yo Soy 132 y mexicanos de todas
las edades marchan en la Ciudad de México el 30 de junio, el día antes
de las elecciones exigiendo transparencia en las urnas.
Ricardo Trotti
Si la democracia se midiera por el grado de participación ciudadana
en procesos electorales, en marchas de protesta o por su interacción en
las redes sociales, América Latina sería una de las regiones más
democráticas del mundo.
Pero la experiencia indica que, por sí solos, estos tres elementos –dos de los cuales son garantías constitucionales: derecho a votar y derecho de reunión– solo alcanzan para proyectar espejismos, pero no verdadera democracia.
Son pocas las elecciones en la región que se salvan de ser sospechadas de fraude. Los sufragios presidenciales recientes en México y República Dominicana, y los anteriores en Ecuador y Nicaragua, estuvieron plagados de denuncias sobre compra de votos, irregularidades financieras y manipulación de resultados.
Y aunque existe una cultura regional de denuncia e involucramiento de los ciudadanos en movilizaciones, ya sea para exigir cambios o reprobar conductas de las autoridades, esto a la vez es aprovechado por gobiernos populistas para neutralizar y acosar a las minorías con sus huestes, desnaturalizando el genuino derecho a la protesta.
Las movilizaciones sirven de termómetro para medir la salud de las democracias, pero no siempre alcanzan sus propósitos. Los indígenas bolivianos y brasileños todavía no han podido evitar que se construya una carretera o un embalse hidroeléctrico en sus respectivos territorios, mientras en Chile, México y Guatemala los movimientos estudiantiles no han conseguido mejor educación ni mayor representación. Tampoco los cacerolazos en Buenos Aires y Caracas sirvieron para contrarrestar la inseguridad; así como parecen gritos al vacío las protestas anti minería en Perú o las que denuncian corrupción judicial en El Salvador.
Por otro lado, los latinoamericanos son en el mundo los usuarios de Internet que pasan más horas a la semana en Facebook, Twitter, YouTube y Pinterest. Sin embargo, esta mayor inversión de tiempo en las redes sociales, que puede motivar más capacidad de movilización detrás de una causa y una mayor libertad individual, no implica que automáticamente genere procesos revolucionarios y altruistas como la Primavera Árabe. En muchos casos, más horas frente a la computadora es solo tiempo robado a la televisión, al estudio, los deportes o, también, tiempo que los internautas usan para insultar y acosar a quienes piensan diferente.
Está comprobado que las elecciones no garantizan democracia. Tampoco las protestas perennes que suelen quedar como un irritante bullicio de fondo, ni la comunicación deficiente en el internet. En muchos casos, estos elementos suman mayor desazón entre la gente, cansada, además, de ver como la democracia no resuelve sus problemas más cotidianos: empleo, seguridad, salud y educación.
Muchos aciertan en que los sistemas democráticos latinoamericanos seguirán debilitándose mientras se permitan fraudes electorales, los partidos políticos sean clubes cerrados y los gobiernos sean reacios a la transparencia, a respetar la independencia del Poder Judicial y la libertad de prensa. Otros consideran que ni aun revirtiendo esta situación se lograrán resolver los problemas. Sostienen que la democracia también implica el compromiso cívico de los ciudadanos.
Los científicos políticos, como el profesor Robert Putnam de la Universidad de Harvard, establecen que la buena actuación de un gobierno está directamente relacionada al capital social, es decir el grado de involucramiento de los ciudadanos en asuntos de su comunidad. De ahí que sus teorías sopesen la importancia del trabajo voluntario como eje constructor de la democracia por arriba de la capacidad de movilización o de denuncia.
Además de otras variables sociales, los científicos sostienen que la baja educación, el desempleo y los subsidios permanentes de parte del Estado a las clases más vulnerables, desincentivan la participación de los ciudadanos en asuntos comunitarios, debilitando el capital social.
Tal vez la fórmula más simple y efectiva para construir democracia pasa por una decisión personal, por el compromiso con la asociación de padres en la escuela o por ayudar en la Cruz Roja o en la directiva del club local. Pretender que las elecciones, las protestas y la comunicación digital sean suficientes ingredientes democráticos, puede ser un craso error, un simple espejismo.
Pero la experiencia indica que, por sí solos, estos tres elementos –dos de los cuales son garantías constitucionales: derecho a votar y derecho de reunión– solo alcanzan para proyectar espejismos, pero no verdadera democracia.
Son pocas las elecciones en la región que se salvan de ser sospechadas de fraude. Los sufragios presidenciales recientes en México y República Dominicana, y los anteriores en Ecuador y Nicaragua, estuvieron plagados de denuncias sobre compra de votos, irregularidades financieras y manipulación de resultados.
Y aunque existe una cultura regional de denuncia e involucramiento de los ciudadanos en movilizaciones, ya sea para exigir cambios o reprobar conductas de las autoridades, esto a la vez es aprovechado por gobiernos populistas para neutralizar y acosar a las minorías con sus huestes, desnaturalizando el genuino derecho a la protesta.
Las movilizaciones sirven de termómetro para medir la salud de las democracias, pero no siempre alcanzan sus propósitos. Los indígenas bolivianos y brasileños todavía no han podido evitar que se construya una carretera o un embalse hidroeléctrico en sus respectivos territorios, mientras en Chile, México y Guatemala los movimientos estudiantiles no han conseguido mejor educación ni mayor representación. Tampoco los cacerolazos en Buenos Aires y Caracas sirvieron para contrarrestar la inseguridad; así como parecen gritos al vacío las protestas anti minería en Perú o las que denuncian corrupción judicial en El Salvador.
Por otro lado, los latinoamericanos son en el mundo los usuarios de Internet que pasan más horas a la semana en Facebook, Twitter, YouTube y Pinterest. Sin embargo, esta mayor inversión de tiempo en las redes sociales, que puede motivar más capacidad de movilización detrás de una causa y una mayor libertad individual, no implica que automáticamente genere procesos revolucionarios y altruistas como la Primavera Árabe. En muchos casos, más horas frente a la computadora es solo tiempo robado a la televisión, al estudio, los deportes o, también, tiempo que los internautas usan para insultar y acosar a quienes piensan diferente.
Está comprobado que las elecciones no garantizan democracia. Tampoco las protestas perennes que suelen quedar como un irritante bullicio de fondo, ni la comunicación deficiente en el internet. En muchos casos, estos elementos suman mayor desazón entre la gente, cansada, además, de ver como la democracia no resuelve sus problemas más cotidianos: empleo, seguridad, salud y educación.
Muchos aciertan en que los sistemas democráticos latinoamericanos seguirán debilitándose mientras se permitan fraudes electorales, los partidos políticos sean clubes cerrados y los gobiernos sean reacios a la transparencia, a respetar la independencia del Poder Judicial y la libertad de prensa. Otros consideran que ni aun revirtiendo esta situación se lograrán resolver los problemas. Sostienen que la democracia también implica el compromiso cívico de los ciudadanos.
Los científicos políticos, como el profesor Robert Putnam de la Universidad de Harvard, establecen que la buena actuación de un gobierno está directamente relacionada al capital social, es decir el grado de involucramiento de los ciudadanos en asuntos de su comunidad. De ahí que sus teorías sopesen la importancia del trabajo voluntario como eje constructor de la democracia por arriba de la capacidad de movilización o de denuncia.
Además de otras variables sociales, los científicos sostienen que la baja educación, el desempleo y los subsidios permanentes de parte del Estado a las clases más vulnerables, desincentivan la participación de los ciudadanos en asuntos comunitarios, debilitando el capital social.
Tal vez la fórmula más simple y efectiva para construir democracia pasa por una decisión personal, por el compromiso con la asociación de padres en la escuela o por ayudar en la Cruz Roja o en la directiva del club local. Pretender que las elecciones, las protestas y la comunicación digital sean suficientes ingredientes democráticos, puede ser un craso error, un simple espejismo.
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