Extinguir al Dinosaurio
La sociedad mexicana se debate entre aceptar,
con la frustración de siempre, la imposición de un candidato (avatar de
una corrupción atávica) o cuestionarse hasta últimas instancias el
método que le permitió ganar la elección e idear una defensa
revitalizante de la democracia, que acabe, ahora sí, de extinguir al
"dinosaurio".
Abundan los periodos de nuestra historia en que las repeticiones de los mismos errores, de las mismas culpas, con su lúgubre monotonía comprimen el corazón de amargura y de pena.
Justo Sierra
¿Quién que tenga mirada puede quedarse callado? En un artículo reciente, publicado por Milenio
(el mismo periódico que durante toda la campaña electoral se abocó a
inflar la candidatura del priísta Enrique Peña Nieto, como quedaría
reconocido por el pseudo periodista Ciro Gómez Leyva, uno de sus principales epígonos) León Krauze publicó el artículo “El destino de AMLO”, en el que señalaba, redondeando la farsa electoral que desean maquillar como una elección democrática, lo siguiente:
Los perdedores de
una elección enfrentan un trago amargo pero indispensable: aceptar que
hubo alguien mejor, más hábil, más querido, más popular. Deben, en suma,
administrar la frustración de la derrota. A diferencia de la costumbre
reciente, en la elección del domingo fuimos testigos de varios actos de
dignidad democrática. Josefina Vázquez Mota, por ejemplo, ni siquiera
esperó al conteo rápido del IFE: sabedora de su fracaso, decidió borrar
cualquier sombra de duda y aceptó que no contaba con el favor del
electorado. Cumplió, así, con el debido proceso democrático.
Hay quienes están tan cerca ya sea
social, económica, y/o emotivamente del candidato del PRI y la promesa
del fantasma de su maquinaria opaca y represora que pretenden ver
dulcineas donde lo que abunda es el estiércol. Anticipemos que ya que
vivimos en una era post-apocalíptica (lo peor ya ha pasado pero no deja
de suceder), la distorsión y la ruina que vemos por todos lados se
imbrica con el temperamento nacional. (Y mientras, allá afuera, compras de pánico de quienes vendieron su libertad por una despensa de cien pesos).
En el vocabulario y argumento de Krauze
es como si las leyes de la lógica y la física (y no sólo el sentido
común y la moralidad) se suspendieran. Krauze no está solo. No es sólo
él como individuo ni como autor: es su voz y su figura como expresión de
una ideología y del discurso que la materializa. Se borran los límites y
quienes se supone se dedican honestamente al pensamiento crítico
pierden el hilo: la defensa del “triunfo” de Peña Nieto suele ir de la
mano de un ataque (aunque a veces se pretenda centrado y sutil) a la
exigencia de legalidad que hace López Obrador. Este ataque toma la forma
del apacigüamiento, de la palmadita en la espalda, una forma de tapiti-tapiti en la cabeza: ya, mi amor, todo está bien, mañana vámonos al mol.
Administrar la frustración de su derrota. Para
los epígonos del PRI: el mundo está dividido entre ellos y los otros,
entre los ganadores y los perdedores y no hay vuelta atrás. Según la
idea pacificadora/tranquilizante/conservadora hay que conformarse,
callarse la boca y aceptar el destino manifiesto del conteo y las
instituciones que nos toca padecer. Nos piden aceptar este estado de
cosas incluso antes de confirmar el resultado o de someter a análisis
los procesos electorales. La única forma de justificar una cosmovisión
así (donde sólo hay dos lados, los unos y los otros, los conquistadores y
los vencidos) es asumiendo el estado de cosas como una variante
chabacana de la legalidad. Ya lo apuntaba Samuel Ramos en 1934: “si la
vida se desenvuelve en dos sentidos distintos, por un lado la ley y por
otro la realidad, esta última será siempre ilegal”. Vivimos
circunscritos a la gesticulación.
En el México de hoy la ilegalidad de las
instituciones (los partidos, el IFE, los medios masivos, la crítica
política) es la ley: la corrupción funciona como un verdugo conocido.
Vivimos en un estado de excepción permanente en el que campea la
ilegalidad. No es posible validar un proceso electoral en el que todo
está puesto en tela de juicio. En una conversación en línea, Alberto Ruy
Sánchez escribió que:
“las dos cosas son
verdaderas: todos los partidos son corruptos y Amlo no sabe perder. Y
las dos hay que decirlas.” (3 de Julio de 2012, tweet)
La frase reconoce la corrupción imperante, pero lo que no se reconoce es el non sequitur: si todos los partidos son corruptos (es decir, si se sabe que hubo compra de votos para Peña Nieto)
¿cómo podemos aceptar a un ganador como legítimo y señalar a quien no
sabe perder? ¿Cómo puede cualquier actor político reconocer el triunfo
legal de un adversario si resulta evidente que el proceso estuvo marcado
por la ilegalidad?
Es imposible no indignarse ante un
cinismo tan descarado, una postura política e ideológica que, como
señalaba el periodista Sergio Auguayo hace unos días, no se refrenda con la realidad:
Treinta y cuatro
millones de ciudadanos dudamos de la limpieza y equidad de esta
elección…Buendía y Laredo encontraron que 43% de las y los mexicanos
creemos que las elecciones en curso serán “poco o nada limpias”; Reforma
añade que 38 y 40% tenemos poca o nada de confianza en el IFE y el
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. La duda está
plenamente justificada en el pasado y el presente. Tenemos una
larguísima historia de irregularidades electorales que han evolucionado
al parejo que la sociedad.
De nuevo, la cercanía con una cosmovisión definida por el pus-así-es-el mundo parece
suspender todo: en este universo no hace falta esperar los conteos del
IFE para ser “sabedores de nuestro fracaso”, y aún sabiendo que “el
proceso democrático” no fue tal (o sea democrático) se nos
receta que debemos “administrar la frustración de la derrota”. El
problema a discutir, al parecer, no es que el proceso haya sido ilegal,
sino que “Amlo (sic) no sabe perder.”
Habida cuenta de que se registraron, antes de la elección, numerosas tropelías, irregularidades y diversos delitos electorales, es imposible aseverar que las elecciones en México se llevaron a cabo en un entorno democrático
(y sin embargo se asevera). Para desgracia de la gran mayoría de los
mexicanos, México, como hace años asegurara Mario Vargas Llosa, es un
país donde permanece el reinado de la dictadura perfecta.
La frase (para que quede claro metáfora que describe al dedillo el
sistema de trabajo del Partido Revolucionario Institucional y sus
acólitos) fue incluso utilizada en la nota previa a las elecciones del periódico liberal británico the Guardian, lo cual habla de su aceptación ya internacional como sinónimo del universo del PRI.
“Dinosuario” es, por supuesto, la otra metáfora preferida.
A semejanza del texto de Augusto Monterroso, el del PRI es un
micro-relato abierto a interpretaciones, acorde con la centenaria
tragicomedia política de corrupción endémica que representa el viejo
régimen priísta. En las palabras de John Ackerman para Foreign Policy (que tradujo Proceso),
“todo lo que sabemos sobre Peña Nieto sugiere que traerá de vuelta las
peores tradiciones de opacidad, corrupción e intolerancia,” es decir,
precisamente aquellas prácticas que toda nación que se atreva a llamarse
democrática buscaría erradicar.
Y la llamada a “administrar” la vuelta
de una época donde los dinosaurios gobernaban despóticamente el país
resulta doblemente indignante porque, siendo que los testimonios de
acarreo de votantes, denuncias, numerosos videos, compra y coacción
del voto y varios delitos por parte de miembros del Partido
Revolucionario Institucional son cosa corriente y documentada, llamar
respetar los resultados de las elecciones es similar a entonar un canto
que cuente las maravillas de la impunidad, el delito y la tenebra.
El dinosaurio que creímos expulsar en el año 2000 con la alternancia política está más vivo y salvaje que nunca. Gerardo Fernández Noroña pide actuar “con la cabeza fría”,
pero lo que no dice es que el reto que enfrenta la izquierda no es el
de su “derrota” en las elecciones del primero de julio del 2012, sino el
de invalidar un sistema perverso e hipócrita. El conteo fidedigno de
votos es una cosa; el conteo fidedigno de votos comprados es otra. Se
pueden contar los votos comprados muy bien, uno a uno: éste es “el
proceso democrático” que nos piden aceptar.
“El dinosaurio” no es sólo el PRI como
partido. “El dinosaurio” es una manera de querer ver al país, y peor,
una manera de imponer una forma específica de entender la nación y sus procesos. ¿A quién conviene la conservación de un status quo que
asume la corrupción como normal? ¿Por qué debemos aceptar la corrupción
como proceso y estructura y por lo tanto necesaria para instrumentar
la decisión de quienes gobernarán al país? Dada la evidencia, ¿no nos
haría la “cabeza fría” trabajar para la re-construcción de una
plataforma coordinada y alternativa de resistencia civil (no sólo de
jóvenes estudiantes o de las clases medias urbanas sino de la sociedad
toda)? Si las posiciones políticas alternativas a un sistema de
opacidad, corrupción y violencia simbólica y pragmática tienen alguna
esperanza de transformar a largo plazo el escenario político nacional,
las reglas del proceso tienen que ser interrogadas, transformadas y, lo
más importante, implementadas.
Hay que enfatizar, dado el universo
discursivo que emborrona la posibilidad de nuevas interpretaciones, que
pedir legalidad no se trata, necesariamente, de la preferencia acrítica y
a priori por un candidato determinado (dicho con todas sus letras,
López Obrador en la cosmovisión conservadora priísta). La “cabeza fría”
nos obliga, precisamente, a analizar la realidad con evidencia,
y a distanciarnos del privilegio retroactivo o a futuro a corto,
mediano o largo plazo en que la supervivencia de un sistema caduco nos
pueda implicar. La cosa es más básica de lo que se dice: no se trata de
que un candidato haya sido “mejor, más hábil, más querido” (Krauze
dixit), sino cómo es que ese candidato llegó a ser considerado de esa
manera, y cómo, mediante qué métodos, ahora se nos pide que
“administremos” nuestra libertad para expresar nuestro descontento
(justificado y no sólo emotivo) con la ilegalidad que circunda a todo el proceso electoral.
Pertenecemos a una generación que creció
con el PRI como una figura tutelar que cobijó, desde sus inicios,
prácticas corruptas y todo tipo de delitos, amparados por una impunidad
faraónica que, para desgracia de la mayoría de los gobernados, se ha
vuelto una manera legítima de habitar el mundo y una forma de vivir: el PRI, más que un partido, es una forma tenebrosa de entender la realidad. El partido, fiel a su tradición,
nunca ha dejado de cultivar todas las caras del oprobio. Por eso mismo,
como en toda la historia política del siglo XX mexicano, es necesario
construir un testimonio plural y autocrítico que posibilite la esperanza
de vivir de otra manera.
Pocas son las anhelos que pueden
depositarse en instituciones endebles, delincuentes profesionales y una
sólida tradición clientelar arraigada en la ignorancia, la miseria y la
ignomina. Por eso mismo, ahora como entonces, se impone la obligación
cívica y moral de denunciar por cuenta propia. No puede existir, para
una democracia verdadera, mandato más inmediato que el de defender la
sociedad.
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