La neurociencia del voto: ¿por qué lo irracional domina una elección?
Recorriendo los procesos neurológicos que
intervienen en la toma de una decisión, descubrimos que pese a que nos
gusta pensar lo contrario, nuestras decisiones son en gran medida
irracionales y están siendo manipuladas por una serie de factores que
apelan a recompensar ciertas áreas de nuestro cerebro para acallar otras
y tomar control de nuestro centro de mando.
Pensamos que nuestra decisión de
otorgarle un voto un candidato en una elección política es el resultado
de un proceso razonado, minucioso, en el que sopesamos una serie de
factores –propuestas, personalidad, proficiencia, etc.—para llegar a una
conclusión que admite un riguroso escrutinio intelectual. Solamente las
personas radicales o ignorantes toman decisiones irracionales, víctimas
de la manipulación emocional. Y, claro, nosotros no somos esas
personas, nosotros ejercemos control de nuestro cerebro, somos
conscientes de las estratagemas de los medios de comunicación, las
agencias de marketing y la propaganda política. Esto es lo que
creemos, justamente porque el diseño de nuestro cerebro nos recompensa
cuando logramos encontrar evidencia de nuestros razonamientos; que lo
que creemos sea “verdad”, en el cerebro, no tiene precio y en
comparación con recibir los neurotransmisores de placer que surgen de
esta supuesta congruencia entre el mundo interno y el mundo externo se
diluye el argumento de un posible autoengaño.
Tomar una decisión es un fenómeno
altamente complejo, en el que intervienen numerosas áreas del cerebro,
muchas de las cuales se oponen entre sí. Históricamente consideramos
que la razón es la función cerebral más valiosa y efectiva,
especialmente en lo que concierne a tomar una decisión: el frío y
preciso análisis de la información y sus variables. Heredamos de Platón
la idea de que debemos de regular nuestras emociones –esos caballos
desbocados—y aplicar el mesurado rigor de la razón –el calculador
auriga que no compromete su visión ante los forcejeos de la pasión. En
apariencia incluso la neurociencia parece confirmar esta preponderancia
de la razón: la corteza frontal cerebral, el asiento de la razón y el
pensamiento analítico, es un rasgo distintivo entre el cerebro humano y
el cerebro de otros animales, la punta de lanza de la evolución dirían
algunos. Sin embargo, como diría Pascal, “el corazón tiene razones que
la razón no conoce”. Como veremos, las emociones, aparentemente más
primitivas, en muchos casos detentan una potestad sobre la razón no sólo
en su influencia en la toma de una decisión sino también en su
capacidad de penetrar, por así decirlo, “el corazón” de un fenómeno.
En su libro “How We Decide”, Jonah
Lehrer, explora el fascinante proceso cerebral que supone tomar una
decisión. Desde escoger a qué receptor lanzar el ovoide cuando quedan
pocos segundos en el reloj en el Superbowl, decidir qué hacer cuando un
avión está al borde de estrellarse, definirse por un cereal en el
pasillo de un supermercado inundado de coloridas opciones o decantarse
por un candidato para la presidencia de un país, en todas estas
decisiones intervienen una polifonía de regiones cerebrales que luchan
por apoderarse, momentáneamente, de la cabina de piloto –como si
trabajaran para su propia agencia (o al menos su propio efímero placer).
Neuropolítica: la mente es su propio partido
Veamos primero una serie de estudios
electorales que revelan el trasfondo mental que motiva un voto. Los
electores con una afiliación política marcada difícilmente cambian de
opinión, saben lo que creen. Entre 500 electores con una fuerte
afiliación partidista a los que se les intentó persuadir en Estados
Unidos en 1976 sólo 16 cambiaron de opinión y votaron por el otro
partido. Otro estudio registró el comportamiento electoral de votantes
entre 1965 y 1982, midiendo el flujo de oscilación en la afiliación
entre uno u otro partido. Aunque fue una época muy tumultuosa en la
política estadounidense, sólo el 10% de las personas que se
identificaron como republicanos en 1965 dieron su voto a los demócratas
en 1980.
Lo interesante es dilucidar el por qué
de esta persistencia partisana. El psicólogo de la Universidad de Emory,
Drew Westen, realizó un estudio con resonancias magnéticas en la
elección del 2004 en Estados Unidos en el que mostró a los votantes
declaraciones contradictorias de cada candidato, George W. Bush y John
Kerry. Bush aparecía alabando la labor de los soldados en Irak y
prometía servicios de salud gratuitos para los veteranos y luego se le
informaba al sujeto del experimento que ese mismo día había suspendido
el beneficio médico a 164 mil veteranos. Kerry caía en flagrantes
contradicciones sobre su posición sobre la guerra de Irak, votando a
favor como senador y luego dando a entender una posición radicalmente
opuesta en la retórica de su campaña. Los sujetos del experimento tenían
que evaluar el nivel de contradicción de los dos candidatos en una
escala del 1-4. No debería de sorprendernos saber que los demócratas
consistentemente consideraron las contradicciones de Bush lo más alto en
la escala (las de Kerry les parecieron poco preocupantes). Los
republicanos disculparon las contradicciones de Bush pero hallaron
intolerables los deslices de Kerry.
Midiendo las zonas cerebrales que se
activaban mientras los sujetos escuchaban las declaraciones de los
candidatos, Wester descubrió que al ser expuestos a las contradicciones
de su candidato preferido, los fieles partisanos empleaban áreas del
cerebro relacionadas con el control de las emociones, como la corteza
frontal. Pero los sujetos no estaban analizando calmadamente los hechos,
estaban usando la razón para preservar la certidumbre de su preferencia
política. Y una vez que lograban una interpretación favorable de la
evidencia, sin importar las contradicciones, se encendían los circuitos
de recompensa y experimentaban descargas de apacible emoción.
“Esencialmente, parece que los partisanos alteran el caleidoscopio
cognitivo hasta que logran arribar a la conclusión que desean, y son
masivamente reforzados con una eliminación de estado negativos
emocionales y con la activación de estados positivos”, concluye Westen.
Reforcemos
esto con otro estudio, el científico político de Princeton, Larry
Bartels, realizó una investigación en la década de los 90 que apunta en
la misma dirección. Durante la presidencia de Bill Clinton, el déficit
del presupuesto disminuyó en más del 90%; sin embargo, cuando se le
preguntó a electores republicanos en 1996 que había sucedido con el
presupuesto en la presidencia de Clinton, más del 55% dijeron que el
déficit se había incrementado. Lo interesante es que los republicanos
dentro del grupo de los “muy informados” –que ven las noticias por
cable, leen el diario y pueden identificar a sus congresistas—no
respondieron con mayor precisión que los “poco informados”. Bartels
infiere que saber más de política no borra los sesgos partidistas y los
electores solo asimilan datos que confirman lo que ya creen. Si la
información no se ajusta a su visión política de la realidad, entonces
es convenientemente ignorada.
La naturaleza de nuestro cerebro hace
que sólo escuchemos lo que queremos, lo demás nos parece ruido.
Literalmente, como sugiere un estudio realizado por el psicólogo Timothy
Brock y Balloun. Brock y Balloun sometieron a un grupo de fieles
cristianos y a un grupo de ateos a un mensaje radiofónico en el que se
atacaban la enseñanzas de la Iglesia; para hacerlo más interesante,
añadieron una molesta estática a la grabación –un poco de ruido blanco.
El escucha podía reducir la estática simplemente apretando un botón para
aclarar el contenido del mensaje. Los no-creyentes siempre intentaban
reducir la estática para escuchar bien el mensaje; los creyentes en
cambio preferían el mensaje tal cual, con una dosis de ruido que lo
hacía más difícil de oír. Dice Jonah Lehrer “Todos silenciamos la
disonancia cognitiva a través de la ignorancia autoimpuesta”.
Este tipo de mecanismo de defensa para
salvaguardar nuestra estructura cognitiva –para no ponerla a prueba—no
sólo afecta a personas que se mueven en los extremos de la política y la
religión. Las personas que supuestamente deberían de saber separar el
ruido de la señal, expertos y especialistas entrenados para evaluar las
evidencias y con mplios marcos referenciales para sopesar diversos
elementos dentro de una proceso cognitivo, también son sujetos a la
distorsión de sus prejuicios, “a la prisión de los preconceptos”. El
profesor de la Universidad de California en Berkeley, Phillip Tetlock
inició un proceso de investigación en 1984 estudiando las predicciones
de expertos políticos –los llamados “pundits”— de facciones opuestas
(los “doves” y los “hawks”). Años después, al revisar el material que
recavo, Tetlock concluyó que ambos se equivocaron consistentemente en
sus predicciones. Los “doves” predijeron que la actitud beligerante
Reagan provocaría una escalada de alta tensión diplomática, incluso un
punto de quiebre; lo opuesto ocurrió: Gorbachev llegó al poder y con él
la transformación del glasnost. Los “hawks”, incluso con la llegada de
Gorbachev, predijeron que el “imperio maligno” soviético seguía en
acción y nunca imaginaron que sus reformas eran sinceras.
El pésimo performance de los expertos
inspiró a Tetlock a ampliar su estudio. Seleccionó a 284 expertos que se
ganaban la vida comentando en temas políticos y financieros y les
preguntó sobre sus predicciones a futuro en temas cómo “¿Será reelegido
George Bush?”, “¿Se separará Quebec de Canadá?”, “¿Reventará la burbuja
del dotcom?”. Tetlock midió 82, 361 predicciones y determinó que el
desempeño de los expertos fue inferior al mero azar. Es decir, un
chimpancé apretando un botón habría superado a la mayoría de los
especialistas.
Analizando sus datos, Tetlock formuló la
hipótesis de que la certidumbre era un poderosa debilidad en el caso de
los expertos –aquellos considerados como las más eminentes probaron ser
los que más se equivocaron. “Cuando los expertos estaban convencidos de
estar en lo correcto, ignoraron otras partes del cerebro que sugerían
que podían estar equivocados”, dice Lehrer en su comentario a este
estudio. Los verdaderos expertos son aquellos que no desechan datos
disonantes, los incorporan a su proceso cognitivo, son capaces de
aceptar y aprender de sus errores en tiempo real. La certidumbre nos
permite actuar con celeridad y confianza –algo que puede ser muy útil
cuando nos estamos defendiendo de una depredador o nos queremos acercar a
una mujer o a un hombre que nos atrae sexualmente– pero cuando se trata
de una decisión compleja en la que intervienen factores contradictorios
nos impide discernir con claridad entre aquello que queremos que suceda
y entre aquello que va a suceder.
Regresemos al proceso de elegir –esa
discusión electroquímica entre la mente y la mente. Antoine Bechara, un
neurocientífico de la Universidad del Sur de California, compara,
explica Lehrer, ”esta frenética competencia neural con la selección
natural, con las emociones más fuertes (‘¡realmente quiero Honey Nut
Cherrios!’) y los pensamientos más convincentes (“debería de comer más
fibra”) ganando terreno sobre los más débiles (‘me gusta el personaje de
caricatura en la caja de los Fruit Loops’). El ensamble de neuronas que
logre apuntalarse determinará lo que desayunes. “El punto es que la
mayoría de la computación se hace a un nivel emocional, inconsciente y
no a un nivel lógico”, dice Bechara.
Estudios muestran que cuand una persona
es expuesta a un producto se enciende su núcleo accumbens, una región
cerebral asociada con el placer y la recompensa que genera descargas de
dopamina –el nivel de activación de esta zona corresponde al nivel de
deseo que se tiene por un objeto. Cuando una persona observa un producto
que desea esta zona predomina, exceptuando que ocurra un
contrargumento. Por ejemplo, el producto que desea es muy caro o se le
avisa que es muy malo para la salud, entonces puede entrar en juego la
ínsula, parte del cerebro racional. Midiendo la cantidad de activación
de estas dos zonas, científicos han logrado predecir el comportamiento
de un posible comprador –sabiendo antes que el mismo consumidor qué
producto van a adquirir. Las tiendas deliberadamente manipulan nuestro
cerebro excitando primero nuestro núcleo accumbens, por ejemplo,
exponiéndonos a relumbrantes artículos de lujo en los pasillos
preferenciales o a ricos y gratuitos bocadillos para que una vez que
lleguemos a lo que estábamos buscando nuestro cerebro ya esté inundado
de hormonas de recompensa. Esto es complementado truqueando a nuestra
ínsula a mantenerse fuera de la escena diciéndonos que un producto tiene
un descuento o que es un precio especial de temporada o que se le acaba
de añadir un tanto por ciento más sin un cargo extra –esto la relaja e
impide su tiránico reprendimiento.
México 2012: El neuromarketing de un candidato (un producto de consumo político)
¿Qué tiene que ver esto con la política y
la decisión de votar? Para quienes no ha quedado evidenciado hasta
aquí, quizás sea acertado enfatizar en las similitudes entre el
marketing tradicional, el de un mercado, y el de una elección. Noam
Chomsky reiteradamente hace hincapié en cómo las elecciones en Estados
Unidos son en realidad batallas de agencias de relaciones públicas, en
las que el candidato es el producto y, como sucedió entre Wal Mart y las
tiendas locales que ha desplazado en todo el mundo, aquel que tiene
mayor presupuesto generalmente gana (el Center for Responsive Politics
tiene estadísticas que señalan que 9 de 10 veces el candidato con
mayores fondos gana la elección). Es altamente significativo que la campaña de Obama en el 2008 incluso ganó el premio a la mejor campaña de publicidad, el “Advertising Age’s marketer of the year for 2008”.
En
México los ciudadanos están a unos días de hacer una decisión de
relevancia histórica. Algunos se sorprenden, por ejemplo, de cómo es
posible que un candidato como Enrique Peña Nieto pueda encabezar las
encuestas cuando supuestamente un riguroso proceso racional indica que
representa a la vieja guardia del poder (el PRI) corrupto que por
décadas ha sumido al país en un lacerante abismo de desigualdad. ¿Cómo
es que se puede olvidar tan fácilmente setenta años de una especie de
dictadura encubierta? Quizás las compraciones son excesivas, pero en la
redes sociales se preguntan, ¿votarían los chilenos por Pinochet otra
vez?
La casi increíble popularidad de Peña
Nieto –a la par del encono qu genera—tiene que ser entendida desde la
perspectiva del marketing emocional que lo propulsa. No es casualidad
que su apariencia sea la de un galán de telenovela, que cuente con el
aparato mediático de la gran televisora nacional (que incluso esté
casado con una de sus actrices) y que sea manejado por un copioso equipo
de marketing. Peña Nieto es como ese producto en el supermercado que
activa el núcleo accumbens de millones de personas (uno dirá que
“ciertamente no el mío” o que “yo sí me doy cuenta de la simulación, la
ignorancia y la corrupción que significa”, pero no se puede negar que
muchos mexicanos estarán recibiendo recompensas de dopamina al
observarlo y preferirlo). Poco importa el contenido de su mensaje o del
mensaje de los expertos y la oposición –ya hemos visto que al inundarse
las zona de placer cerebro, la parte racional pasa a segundo término o
que cuando se nos expone a un argumento que contradice nuestra creencia,
la razón interviene para desechar rápidamente esa versión
contradictoria y afirmarse, aunque sea con un acto profundamente
“irracional”. En este sentido, podemos sentir cierta impotencia
argumentativa, y toda la información que se apila, en apariencia
contundente, señalando que lo único que se renueva en el PRI es su
capacidad de incurrir en prácticas fraudulentas o que existe una clara
colusión entre su candidatura y la empresa que monopoliza la televisión
en el país, todo esto palidece ante el poder bruto de la imagen que
apela a centros de recompensa en nuestro cerebro (o en el caso de
algunos electores, a recompensas directamente en sus bolsillos).
Podría sonar paradójico, pero quienes
buscan cambiar el resultado de la elección presidencial quizás deberían
de recurrir más a las emoción que a los argumentos racionales. Aquella
emoción que en el 2006 contribuyó a la derrota de Andrés Manuel López
Obrador (más allá del probable fraude que padeció), con la llamada
guerra sucia, en la que se le vinculó, un tanto irracionalmente y
apelando a mecanismos inconscientes, con personajes dictatoriales y
supuestamente peligrosos para la estabilidad de un país. Después de lo
expuesto aquí podría parecer contradictorio, pero es que el cerebro en
su complejidad tiene que admitir contradicciones para potenciar su
funcionamiento, decir que es el cerebro emocional el que mayor capacidad
tiene para tomar una decisión. Aclaremos que no es la emoción
irrefrenable– el caballo salvaje– solamente la que tiene esta facultad,
sino aquella que brota de la razón -para trascenderla– y que conserva el
análisis sin perder los bríos que nacen de la la profundidad. Para
algunos podría ser una sorpresa pero es el cerebro límbico, asociado con
las emociones, el que puede manejar una mayor cantidad de información,
más que la razón encumbrada en la corteza frontal.
El cerebro emocional vs el cerebro racional
El psicólogo holandés Ap Dijksterhuis
descubrió que cuando se trata de decisiones complejas las emociones
conocen razones que exceden las facultades de la razón. En un
experimento se evaluó una serie de autos conforme a un conjunto de
variables para determinar cuáles eran los mejores autos para un
consumidor. Luego se les informó a un grupo de personas sobre las
cualidades de cada auto (evidentemente sin decirles cuales eran los
mejores evaluados). Posteriormente se les pidió que eligieran cuál era
auto ideal para realizar una compra. Dijksterhuis descubrió que las
personas que tuvieron tiempo para pensar de manera racional
–cuidadosamente contemplar los datos duros y sopesar cada
alternativa—escogieron el auto ideal menos del 25% de las veces –una
menor efectividad que una selección aleatoria. En cambio, personas que
recibieron la información pero que luego se les distrajo realizando otra
actividad –“aquellos que fueron forzados a decidir con sus emociones”,
explica Lehrer—eligieron el mejor auto un 60% de las veces. Otro estudio
similar en el que expertos evaluaron las mejores mermeladas del mercado
demostró que cuando a un grupo de sujetos experimentales se les pidió
de botepronto que evaluaran las mismas mermeladas según su calidad,
estos realizaron una evaluación a la par de los expertos, pero cuando se
les pidió que realizaran esta evaluación pero explicando por qué habían
hecho tales elecciones su evaluación fue completamente distinta, sin
lograr ajustarse al canon de la calidad de estos productos. Otro caso
sobresaliente en este sentido es el del físico y jugador de poker
profesional Michael Binger, quien sólo empezó a ganar cientos de miles
de dólares cuando descubrió que saber contar las cartas no era
suficiente para llevarse una mano de este deporte mental, que a veces
había dejar de considerar las probabilidades matemáticas para apostarle a
lo que sientes. “Como físico, es difícil admitir que simplemente no
pueden razonar tu camino hacia una partida ganadora. Pero esa es la
realidad del poker. No puedes construir un modelo perfecto para él. Esta
basado en una aparentemente infinita cantidad de información. En ese
sentido, el poker es cómo la vida reaLehrer incluye otros estudios en su
libro “How We Decide” que parecen indicar que cuando existe mucha
información el cerebro racional entra en una especie de estado de pánico
y no logra manejar los datos. El cerebro emocional, en cambio, al hacer
uso de la mente subconsciente, que integra una mayor cantidad de
información, resuelve con mayor soltura ante tal complejidad. A los
indecisos, Ap Dijksterhuis recomienda: “Usa tu mente consciente para
adquirir toda la información que necesitas para tomar una decisión. Pero
no trates de analizar la información con tu mente consciente. Mejor
toma un descanso mientras tu mente inconsciente la digiere. Lo que sea
que tu intuición entonces te diga seguramente será la mejor elección”. Y
Jonah Lehrer agrega, “las decisiones más difíciles son las que
requieren de más sentimiento”.
Tal vez esta exploración de los procesos
neurológicos que intervienen en la toma de una decisión tenga una
aplicación práctica, quizás pueda ayudar a los indecisos a elegir a un
candidato de una manera un tanto más consciente –aunque ser
verdaderamente conscientes muchas veces veces significa dar rienda
suelta a nuestra mente subconsciente. O tal vez a entender, entre la
posible frustración, porque una persona elige lo que elige, cuando esto
nos parece totalmente irracional. Sobre todo a darnos cuenta de que
nosotros mismos, aunque nos gusta autoexcluirnos de las masas
pastoreadas de las sociedad de consumo, constantemente tomamos
decisiones en las que nuestro cerebro es manipulado por una serie de
factores externos e internos (y es que somos muchos dentro de uno). Tal
vez a aprender a sentir al menos tanto como a pensar. Porque empezamos a
sospechar que la tajante división del racionalismo, esa dualidad
cartesiana entre el cuerpo y la mente, es solo una ilusión.
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