07 julio, 2012

La neurociencia del voto: ¿por qué lo irracional domina una elección?

La neurociencia del voto: ¿por qué lo irracional domina una elección?

Recorriendo los procesos neurológicos que intervienen en la toma de una decisión, descubrimos que pese a que nos gusta pensar lo contrario, nuestras decisiones son en gran medida irracionales y están siendo manipuladas por una serie de factores que apelan a recompensar ciertas áreas de nuestro cerebro para acallar otras y tomar control de nuestro centro de mando.
Pensamos que nuestra decisión de otorgarle un voto un candidato en una elección política es el resultado de un proceso razonado, minucioso, en el que sopesamos una serie de factores –propuestas, personalidad, proficiencia, etc.—para llegar a una conclusión que admite un riguroso escrutinio intelectual. Solamente las personas radicales o ignorantes toman decisiones irracionales, víctimas de la manipulación emocional. Y, claro, nosotros no somos esas personas, nosotros ejercemos control de nuestro cerebro, somos conscientes de las estratagemas de los medios de comunicación, las agencias de marketing y  la propaganda política.  Esto es lo que creemos, justamente porque el diseño de nuestro cerebro nos recompensa cuando logramos encontrar evidencia de nuestros razonamientos;  que lo que creemos sea “verdad”, en el cerebro, no tiene precio y en comparación con recibir los neurotransmisores de placer que surgen de esta supuesta congruencia entre el mundo interno y el mundo externo se diluye el argumento de un posible autoengaño.

Tomar una decisión es un fenómeno altamente complejo, en el que intervienen numerosas áreas del cerebro, muchas de las cuales se oponen entre sí.  Históricamente consideramos que la razón es la función cerebral más valiosa y efectiva, especialmente en lo que concierne a tomar una decisión: el frío y preciso análisis de la información y sus variables. Heredamos de Platón la idea de que debemos de regular nuestras emociones –esos caballos desbocados—y aplicar el mesurado rigor de la razón –el  calculador auriga que no compromete su visión ante los forcejeos de la pasión. En apariencia incluso la neurociencia parece confirmar esta preponderancia de la razón: la corteza frontal cerebral, el asiento de la razón y el pensamiento analítico, es un rasgo distintivo entre el cerebro humano y el cerebro de otros animales, la punta de lanza de la evolución dirían algunos. Sin embargo, como diría Pascal, “el corazón tiene razones que la razón no conoce”. Como veremos, las emociones, aparentemente más primitivas, en muchos casos detentan una potestad sobre la razón no sólo en su influencia en la toma de una decisión sino también en su capacidad de penetrar, por así decirlo, “el corazón” de un fenómeno.
En su libro “How We Decide”, Jonah Lehrer, explora el fascinante proceso cerebral que supone tomar una decisión. Desde escoger a qué receptor lanzar el ovoide cuando quedan pocos segundos en el reloj en el Superbowl, decidir qué hacer cuando un avión está al borde de estrellarse, definirse por un cereal en el pasillo de un supermercado inundado de coloridas opciones o decantarse por un candidato para la presidencia de un país, en todas estas decisiones intervienen una polifonía de regiones cerebrales que luchan por apoderarse, momentáneamente, de la cabina de piloto –como si trabajaran para su propia agencia (o al menos su propio efímero placer).
Neuropolítica: la mente es su propio partido
Veamos primero una serie de estudios electorales que revelan el trasfondo mental que motiva un voto.  Los electores con una afiliación política marcada difícilmente cambian de opinión, saben lo que creen. Entre 500 electores con una fuerte afiliación partidista a los que se les intentó persuadir en Estados Unidos en 1976 sólo 16 cambiaron de opinión y votaron por el otro partido. Otro estudio registró el comportamiento electoral de votantes entre 1965 y 1982, midiendo el flujo de oscilación en la afiliación entre uno u otro partido. Aunque fue una época muy tumultuosa en la política estadounidense, sólo el 10% de las personas que se identificaron como republicanos en 1965 dieron su voto a los demócratas en 1980.
Lo interesante es dilucidar el por qué de esta persistencia partisana. El psicólogo de la Universidad de Emory, Drew Westen, realizó un estudio con resonancias magnéticas en la elección del 2004 en Estados Unidos en el que mostró a los votantes declaraciones contradictorias de cada candidato, George W. Bush y John Kerry. Bush aparecía alabando la labor de los soldados en Irak y prometía servicios de salud gratuitos para los veteranos y luego se le informaba al sujeto del experimento que ese mismo día había suspendido el beneficio médico a 164 mil veteranos. Kerry caía en flagrantes contradicciones sobre su posición sobre la guerra de Irak, votando a favor como senador y luego dando a entender una posición radicalmente opuesta en la retórica de su campaña. Los sujetos del experimento tenían que evaluar el nivel de contradicción de los dos candidatos en una escala del 1-4. No debería de sorprendernos saber que los demócratas consistentemente consideraron las contradicciones de Bush lo más alto en la escala (las de Kerry les parecieron poco preocupantes). Los republicanos disculparon las contradicciones de Bush pero hallaron intolerables los deslices de Kerry.
Midiendo las zonas cerebrales que se activaban mientras los sujetos escuchaban las declaraciones de los candidatos, Wester descubrió que al ser expuestos  a las contradicciones de su candidato preferido, los fieles partisanos empleaban áreas del cerebro relacionadas con el control de las emociones, como la corteza  frontal. Pero los sujetos no estaban analizando calmadamente los hechos, estaban usando la razón para preservar la certidumbre de su preferencia política. Y una vez  que lograban una interpretación favorable de la evidencia, sin importar las contradicciones, se encendían los circuitos de recompensa y experimentaban descargas de apacible emoción. “Esencialmente, parece que los partisanos alteran el caleidoscopio cognitivo hasta que logran arribar a la conclusión que desean, y son masivamente reforzados con una eliminación de estado negativos emocionales y con la activación de estados positivos”, concluye Westen.
Reforcemos esto con otro estudio, el científico político de Princeton, Larry Bartels, realizó una investigación en la década de los 90 que apunta en la misma dirección. Durante la presidencia de Bill Clinton, el déficit del presupuesto disminuyó en más del 90%; sin embargo, cuando se le preguntó a electores republicanos en 1996 que había sucedido con el presupuesto en la presidencia de Clinton, más del 55% dijeron que el déficit se había incrementado. Lo interesante es que los republicanos dentro del grupo de los “muy informados” –que ven las noticias por cable, leen el diario y pueden identificar a sus congresistas—no respondieron con mayor precisión que los “poco informados”. Bartels infiere que saber más de política no borra los sesgos partidistas y los electores solo asimilan datos que confirman lo que ya creen. Si la información no se ajusta a su visión política de la realidad, entonces es convenientemente ignorada.
La naturaleza de nuestro cerebro hace que sólo escuchemos lo que queremos, lo demás nos parece ruido. Literalmente, como sugiere un estudio realizado por el psicólogo Timothy Brock y Balloun. Brock y Balloun sometieron a un grupo de fieles cristianos y a un grupo de ateos a un mensaje radiofónico en el que se atacaban la enseñanzas de la Iglesia; para hacerlo más interesante, añadieron una molesta estática a la grabación –un poco de ruido blanco. El escucha podía reducir la estática simplemente apretando un botón para aclarar el contenido del mensaje. Los no-creyentes siempre intentaban reducir la estática para escuchar bien el mensaje; los creyentes en cambio preferían el mensaje tal cual, con una dosis de ruido que lo hacía más difícil de oír. Dice Jonah Lehrer “Todos silenciamos la disonancia cognitiva a través de la ignorancia autoimpuesta”.
Este tipo de mecanismo de defensa para salvaguardar nuestra estructura cognitiva –para no ponerla a prueba—no sólo afecta a personas que se mueven en los extremos de la política y la religión. Las personas que supuestamente deberían de  saber separar el ruido de la señal, expertos y especialistas entrenados para evaluar las evidencias y con  mplios marcos referenciales para sopesar diversos elementos dentro de una proceso cognitivo, también son sujetos a la distorsión de sus prejuicios, “a la prisión de los preconceptos”. El profesor de la Universidad de California en Berkeley, Phillip  Tetlock inició un proceso de investigación en 1984 estudiando las predicciones de expertos políticos –los llamados “pundits”— de facciones opuestas (los “doves” y los “hawks”). Años después, al revisar el material que recavo, Tetlock concluyó que ambos se equivocaron consistentemente en sus predicciones. Los “doves” predijeron que la actitud beligerante Reagan provocaría una escalada de alta tensión diplomática, incluso un punto de quiebre; lo opuesto ocurrió: Gorbachev llegó al poder y con él la transformación del glasnost. Los “hawks”, incluso con la llegada de Gorbachev, predijeron que el “imperio maligno” soviético seguía en acción y nunca imaginaron que sus reformas eran sinceras.
El pésimo performance de los expertos inspiró a Tetlock a ampliar su estudio. Seleccionó a 284 expertos que se ganaban la vida comentando en temas políticos y financieros y les preguntó sobre sus predicciones a futuro en temas cómo “¿Será reelegido George Bush?”, “¿Se separará Quebec de Canadá?”, “¿Reventará la burbuja del dotcom?”. Tetlock midió 82, 361 predicciones y determinó que el desempeño de los expertos fue inferior al mero azar. Es decir, un chimpancé  apretando un botón habría superado a la mayoría de los especialistas.
Analizando sus datos, Tetlock formuló la hipótesis de que la certidumbre era un poderosa debilidad en el caso de los expertos –aquellos considerados como las más eminentes probaron ser los que más se equivocaron. “Cuando los expertos estaban convencidos de estar en lo correcto, ignoraron otras partes del cerebro que sugerían que podían estar equivocados”, dice Lehrer en su comentario a este estudio. Los verdaderos expertos son aquellos que no desechan datos disonantes, los incorporan a su proceso cognitivo, son capaces de aceptar y aprender de sus errores en tiempo real. La certidumbre nos permite actuar con celeridad y confianza –algo que puede ser muy útil cuando nos estamos defendiendo de una depredador o nos queremos acercar a una mujer o a un hombre que nos atrae sexualmente– pero cuando se trata de una decisión compleja en la que intervienen factores contradictorios nos impide discernir con claridad entre aquello que queremos que suceda y entre aquello que va a suceder.
Regresemos al proceso de elegir –esa discusión electroquímica entre la mente y la mente.  Antoine Bechara, un neurocientífico de la Universidad del Sur de California, compara, explica Lehrer,  ”esta frenética competencia neural con la selección natural, con las emociones más fuertes (‘¡realmente quiero Honey Nut Cherrios!’) y los pensamientos más convincentes (“debería de comer más fibra”) ganando terreno sobre los más débiles (‘me gusta el personaje de caricatura en la caja de los Fruit Loops’). El ensamble de neuronas que logre apuntalarse determinará lo que desayunes.  “El punto es que la mayoría  de la computación se hace a un nivel emocional, inconsciente y no a un nivel lógico”, dice Bechara.
Estudios muestran que cuand una persona es expuesta a un producto se enciende su núcleo accumbens, una región cerebral asociada con el placer y la recompensa que genera descargas de dopamina –el nivel de activación de esta zona corresponde al nivel de deseo que se tiene por un objeto. Cuando una persona observa un producto que desea esta zona predomina, exceptuando que ocurra un contrargumento. Por ejemplo, el producto que desea es muy caro o se le avisa que es muy malo para la salud, entonces puede entrar en juego la ínsula, parte del cerebro racional. Midiendo la cantidad de activación de estas dos zonas, científicos han logrado predecir el comportamiento de un posible comprador –sabiendo antes que el mismo consumidor qué producto van a adquirir. Las tiendas deliberadamente manipulan nuestro cerebro excitando primero nuestro núcleo accumbens, por ejemplo, exponiéndonos a relumbrantes artículos de lujo en los pasillos preferenciales o a ricos y gratuitos bocadillos para que una vez que lleguemos a lo que estábamos buscando nuestro cerebro ya esté inundado de hormonas de recompensa. Esto es complementado truqueando a nuestra ínsula a mantenerse fuera de la escena diciéndonos que un producto tiene un descuento o que es un precio especial de temporada o que se le acaba de añadir un tanto por ciento más sin un cargo extra –esto la relaja e impide su tiránico reprendimiento.
México 2012:  El neuromarketing de un candidato (un producto de consumo político)
¿Qué tiene que ver esto con la política y la decisión de votar? Para quienes no ha quedado evidenciado hasta aquí, quizás sea acertado enfatizar en las similitudes entre el marketing tradicional, el de un mercado, y el de una elección. Noam Chomsky reiteradamente hace hincapié en cómo las elecciones en Estados Unidos son en realidad batallas de agencias de relaciones públicas, en las que el candidato es el producto y, como sucedió entre Wal Mart y las tiendas locales que ha desplazado en todo el mundo, aquel que tiene mayor presupuesto generalmente gana (el Center for Responsive Politics tiene estadísticas que señalan que 9 de 10 veces el candidato con mayores fondos gana la elección). Es altamente significativo que la campaña de Obama en el 2008 incluso ganó el premio a la mejor campaña de publicidad, el “Advertising Age’s marketer of the year for 2008”.
En México los ciudadanos están a unos días de hacer una decisión de relevancia histórica. Algunos se sorprenden, por ejemplo, de cómo es posible que un candidato como Enrique Peña Nieto pueda encabezar las encuestas cuando supuestamente un riguroso proceso racional indica que representa a la vieja guardia del poder (el PRI) corrupto que por décadas ha sumido al país en un lacerante abismo de desigualdad. ¿Cómo  es que se puede olvidar tan fácilmente setenta años de una especie de dictadura encubierta? Quizás las compraciones son excesivas, pero en la redes sociales se preguntan, ¿votarían los chilenos por Pinochet otra vez?
La casi increíble popularidad de Peña Nieto –a la par del encono qu genera—tiene que ser entendida desde la perspectiva del marketing emocional que lo propulsa. No es casualidad que su apariencia sea la de un galán de telenovela, que cuente con el aparato mediático de la gran televisora nacional (que incluso esté casado con una de sus actrices) y que sea manejado por un copioso equipo de marketing. Peña Nieto es como ese producto en el supermercado que activa el núcleo accumbens de millones de personas (uno dirá que “ciertamente no el mío” o que “yo sí me doy cuenta de la simulación, la ignorancia y la corrupción que significa”, pero no se puede negar que muchos mexicanos estarán recibiendo  recompensas de dopamina al observarlo y preferirlo). Poco importa el contenido de su mensaje o del mensaje de los expertos y la oposición –ya hemos visto que al inundarse las zona de placer cerebro, la parte racional pasa a segundo término o que cuando se nos expone a un argumento que contradice nuestra creencia, la razón interviene para desechar rápidamente esa versión contradictoria y afirmarse, aunque sea con un acto profundamente “irracional”. En este sentido, podemos sentir cierta impotencia argumentativa, y toda la información que se apila, en apariencia contundente, señalando que lo único que se renueva en el PRI es su capacidad de incurrir en prácticas fraudulentas o que existe una clara colusión entre su candidatura y la empresa que monopoliza la televisión en el país, todo esto palidece ante el poder bruto de la imagen que apela a centros de recompensa en nuestro cerebro (o en el caso de algunos electores, a recompensas directamente en sus bolsillos).
Podría sonar paradójico, pero quienes buscan cambiar el resultado de la elección presidencial quizás deberían de recurrir más a las emoción que a los argumentos racionales. Aquella emoción que en el 2006 contribuyó a la derrota de Andrés Manuel López Obrador (más allá del probable fraude que padeció), con la llamada guerra sucia, en la que se le vinculó, un tanto irracionalmente y apelando a mecanismos inconscientes, con personajes dictatoriales y supuestamente peligrosos para la estabilidad de un país. Después de lo expuesto aquí podría parecer contradictorio, pero es que el cerebro en su complejidad tiene que admitir contradicciones para potenciar su funcionamiento, decir que es el cerebro emocional el que mayor capacidad tiene para tomar una decisión. Aclaremos que no es la emoción irrefrenable– el caballo salvaje– solamente la que tiene esta facultad, sino aquella que brota de la razón -para trascenderla– y que conserva el análisis sin perder los bríos que nacen de la la profundidad. Para algunos podría ser una sorpresa pero es el cerebro límbico, asociado con las emociones, el que puede manejar una mayor cantidad de información, más que la razón encumbrada en la corteza frontal.
El cerebro emocional vs el cerebro racional
El psicólogo holandés Ap Dijksterhuis descubrió que cuando se trata de decisiones complejas las emociones conocen razones que exceden las facultades de la razón. En un experimento se evaluó una serie de autos conforme a un conjunto de variables para determinar cuáles eran los mejores autos para un consumidor. Luego se les informó a un grupo de personas sobre las cualidades de cada auto (evidentemente sin decirles cuales eran los mejores evaluados). Posteriormente se les pidió que eligieran cuál era auto ideal para realizar una compra. Dijksterhuis descubrió que las personas que tuvieron tiempo para pensar de manera racional –cuidadosamente contemplar los datos duros y sopesar  cada alternativa—escogieron el auto ideal menos del 25% de las veces –una menor efectividad que una selección aleatoria. En cambio, personas que recibieron la información pero que luego se les distrajo realizando otra actividad –“aquellos que fueron forzados a decidir con sus emociones”, explica Lehrer—eligieron el mejor auto un 60% de las veces. Otro estudio similar en el que expertos evaluaron las mejores mermeladas del mercado demostró que cuando a un grupo de sujetos experimentales se les pidió de botepronto que evaluaran las mismas mermeladas según su calidad, estos realizaron una evaluación a la par de los expertos, pero cuando se les pidió que realizaran esta evaluación pero explicando por qué habían hecho tales elecciones  su evaluación fue completamente distinta, sin lograr ajustarse al canon de la calidad de estos productos. Otro caso sobresaliente en este sentido  es el del físico y jugador de poker profesional Michael Binger, quien sólo empezó a ganar cientos de miles de dólares cuando descubrió que saber contar las cartas no era suficiente para llevarse una mano de este deporte mental, que a veces había dejar de considerar las probabilidades matemáticas para apostarle a lo que sientes. “Como físico, es difícil admitir que simplemente no pueden razonar tu camino hacia una partida ganadora. Pero esa es la realidad del poker. No puedes construir un modelo perfecto para él. Esta basado en una aparentemente infinita cantidad de información. En ese sentido, el poker es cómo la vida reaLehrer incluye otros estudios en su libro “How We Decide” que parecen indicar que cuando existe mucha información el cerebro racional entra en una especie de estado de pánico y no logra manejar los datos. El cerebro emocional, en cambio, al hacer uso de la mente subconsciente, que integra una mayor cantidad de información, resuelve con mayor soltura ante tal complejidad. A los indecisos, Ap Dijksterhuis recomienda: “Usa tu mente consciente para adquirir toda la información que necesitas para tomar una decisión. Pero no trates de analizar la información con tu mente consciente. Mejor toma un descanso mientras tu mente inconsciente la digiere. Lo que sea que tu intuición entonces te diga seguramente será la mejor elección”. Y Jonah Lehrer agrega, “las decisiones más difíciles son las que requieren de más sentimiento”.
Tal vez esta exploración de los procesos neurológicos que intervienen en la toma de una decisión tenga una aplicación práctica, quizás pueda ayudar a los indecisos a elegir a un candidato de una manera un tanto más consciente –aunque ser verdaderamente conscientes muchas veces veces significa dar rienda suelta a nuestra mente subconsciente. O tal vez a entender, entre la posible frustración, porque una persona elige lo que elige, cuando esto nos parece totalmente irracional. Sobre todo a darnos cuenta de que nosotros mismos, aunque nos gusta autoexcluirnos de las masas pastoreadas de las sociedad de consumo, constantemente tomamos decisiones en las que nuestro cerebro es manipulado por una serie de factores externos e internos  (y es que somos muchos dentro de uno). Tal vez a aprender a sentir al menos tanto como a pensar. Porque empezamos a sospechar que la tajante división del racionalismo, esa dualidad cartesiana entre el cuerpo y la mente, es solo una ilusión.

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