09 julio, 2012

Por qué gobiernan los malvados

Por qué gobiernan los malvados

Una de las tesis más extensamente aceptadas entre los economistas políticos es la siguiente: Todos los monopolios son malos desde el punto de vista de los consumidores. Por monopolio se entiende, en su sentido clásico, como un privilegio exclusivo otorgado a un productor único de un bien o servicio, o sea, como la ausencia de entradas libres en una línea particular de producción. Es decir, sólo una agencia, A, puede producir un bien dado, X. Cualquier monopolio es malo para los consumidores porque, protegido de nuevos participantes potenciales en su área de producción, el precio del producto X será más alto y la calidad más baja que si fuera de otro modo.
Esta verdad elemental ha sido invocada con frecuencia como un argumento a favor del gobierno democrático como opuesto al gobierno clásico, monárquico o señorial. Porque bajo la democracia la entrada al aparato gubernamental es libre –cualquiera puede llegar a ser primer ministro o presidente– mientras que bajo la monarquía está restringido al rey y su heredero.

Sin embargo, este argumento en favor de la democracia adolece de fallas fatales. La entrada libre no siempre es buena. Libertad de entrada y competencia en la producción de bienes son buenas, pero en la producción de algo malo no lo son. Libertad de entrada en el negocio de torturar y matar inocentes, o la libre competencia de falsificar o estafar, por ejemplo no son buenas; es peor que malo.
¿Así que qué tipo de “negocio” es gobernar? La respuesta: no es un productor usual de bienes en venta a consumidores voluntarios. Por lo tanto es un “negocio” dedicado a robar y a expropiar –por medio de impuestos y falsificación– y a guardar para sí los bienes robados. De ahí que, la libertad de entrar en el gobierno no mejora algo bueno. En realidad, hace las cosas peores, es decir, agrava lo malo.
Desde que el hombre es como es, en toda sociedad existen personas que codician la propiedad de los demás. Algunas personas están más inclinadas a este sentimiento que otras, los individuos aprenden generalmente a no actuar bajo tales pasiones y aún más, se sienten avergonzados de tenerlas. Ordinariamente pocos individuos son incapaces de suprimir exitosamente sus apetitos por la propiedad de otros, y son tratados como criminales por sus congéneres y reprimidos bajo la amenaza del castigo físico. Bajo el gobierno señorial, sólo una sola persona –el príncipe– puede actuar legalmente bajo el deseo por la propiedad de otra persona, y esto es lo que lo convierte en un peligro potencial y en un “malo”.
Sin embargo, un príncipe es restringido en sus deseos de redistribución porque todos los miembros de la sociedad han aprendido a considerar el tomar y redistribuir la propiedad de otras personas, como vergonzoso e inmoral. Por consiguiente miran cada acción del príncipe con sospecha suprema. En claro contraste, al abrir la entrada en el gobierno, a cualquiera le es permitido expresar libremente su deseo por la propiedad de otros. Lo que era considerado anteriormente como inmoral y por consiguiente suprimido, es ahora considerado como un sentimiento legítimo. Todos pueden codiciar abiertamente la propiedad de otros en nombre de la democracia; y todos pueden actuar bajo este deseo por la propiedad de otros, siempre y cuando logren entrar en el gobierno. De ahí que bajo la democracia cualquiera pueda llegar a ser una amenaza. En consecuencia, bajo condiciones democráticas, el popular deseo por la propiedad de otra persona, aunque inmoral y antisocial, es sistemáticamente reforzado. Toda demanda es legítima si es proclamada públicamente bajo la protección especial de la “libertad de expresión”. Todo puede ser dicho y reclamado, y todo está a disposición de cualquiera. Ni siquiera el aparentemente seguro derecho de propiedad privada está exento de alguna solicitud de redistribución. Peor aún, mediante elecciones populares, aquellos miembros de la sociedad con poca o ninguna inhibición para hacerse con la propiedad de otras personas, esto es los amorales habituales, y con gran talento para obtener las mayorías populares para una multitud de demandas moralmente irreprimidas y mutuamente incompatibles (demagogos eficientes), tenderán a ganar entrada y ascenso a la cima del gobierno. De ahí que, una situación mala llega a ser todavía peor.
Históricamente, la selección de un príncipe fue por el accidente de su nacimiento noble, y típicamente el único requisito personal fue su educación como futuro príncipe y custodio de la dinastía, su posición, y sus posesiones. Esto no aseguraba que un príncipe no fuera malo y peligroso, por supuesto. Sin embargo, vale recordar que todo príncipe que fallaba en su deber primario de preservar la dinastía – que arruinaba al país, que causaba inestabilidad, confusión y disensión civil, o que de cualquiera forma pusiera en peligro la posición de la dinastía – encaraba el riesgo inmediato o bien de ser neutralizado o de ser asesinado por otro miembro de su propia familia. En todo caso, sin embargo, incluso si el accidente del nacimiento y la educación no impidiera que un príncipe quizás fuera malo y peligroso, el accidente de un nacimiento noble y una educación magnífica tampoco impedía que fuera un diletante inocuo o aún una persona buena y moral.
Por lo contrario, la selección de gobernantes por medio de elecciones populares hace casi imposible que una persona buena o inocua pueda jamás subir a la cúspide. Primeros ministros y presidentes son escogidos por su eficiencia probada como demagogos moralmente laxos. Por lo tanto la democracia asegura virtualmente que sólo personas malas y peligrosas suban al más alto gobierno. Efectivamente, a consecuencia de la libre competencia y selección políticas, los que suben llegan a ser individuos cada vez más malos y peligrosos, pero como vigilantes transitorios e intercambiables sólo en pocas ocasiones son asesinados. No puede haber mejor cita que la de H.L. Mencken en este contexto.
“Los políticos,” dice con su agudeza típica, “nunca o rara vez logran [el cargo público] por mérito solamente, por lo menos en estados democráticos. A veces, claro está, sucede, pero sólo por un milagro especial. Normalmente son escogidos por razones bastante diferentes, la principal de las cuales es simplemente su poder de impresionar y hechizar a los marginados intelectuales…. ¿Acaso alguno de ellos se aventura a decir la verdad simple, toda la verdad y nada más que la verdad acerca de la situación del país, sea éste extranjero o doméstico?
¿Se abstendrá de hacer promesas que sabe que no puede cumplir –que ningún humano podría cumplir? ¿Pronunciará una palabra, por obvia que sea, que alarme o enajene a cualquiera de la inmensa mayoría de imbéciles que se arracimen en la coyuntura pública, revolcándose en la papilla cada vez más y más delgada, esperando que llegue lo que no ha de llegar? Respuesta: puede ser cierto, pero sólo por unas pocas semanas al comienzo….
Pero nunca después de que el asunto se haya debatido suficientemente, y la lucha esté en su punto álgido…. Prometerán a cada hombre, mujer y niño en el país, cualquier cosa que quieran oír. Recorrerán los campos en busca de oportunidades de hacer rico al pobre, de remediar lo irremediable, de asistir al que ya ni siquiera necesita socorro, de descifrar lo indescifrable, de desinflamar lo ininflamable. Todos estarán curando verrugas con palabras mágicas y saldando la deuda pública con dinero que nadie tendrá que ganar. Cuándo uno de ellos demuestra que dos veces dos son cinco, otro demostrará que son seis, seis y una mitad, diez, veinte, N. Para abreviar, se despojarán de su carácter de hombres sensatos, sinceros y veraces, y se convertirán simplemente en candidatos para el oficio, centrados solamente en arrinconar votos. Todos sabrán en ese entonces, suponiendo que algunos aún no lo sepan, que los votos se obtienen en la democracia, no con palabras coherentes y juiciosas sino diciendo tonterías, y se aplicarán al trabajo con entusiasmo, cantando y bailando. La mayoría, antes que el alboroto termine, ya estarán realmente convencidos. El ganador será quien haga la mayor cantidad de promesas con la menor posibilidad de cumplir”.

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