Mundo: Qué significa Israel para Occidente – por Carlos Alberto Montaner
“Lo escribí hace algún tiempo, pero me han sugerido que lo circule nuevamente ante las renovadas amenazas de Irán contra Israel”
Mis propias raíces
El primer vínculo es el parentesco cultural. Toda
persona que reconoce que sus raíces están en Occidente debe admitir que
la esencia moral de esa cultura se encuentra en la tradición
judeocristiana.
Da igual que la persona sea creyente, atea o
agnóstica (como es mi caso). La noción del libre albedrío, el culto por
la razón, la justicia y el diálogo, cultivado en las sinagogas, la
hipótesis de que existen derechos naturales que no pueden ser
conculcados por el Estado, el ideal de la libertad como valor supremo de
la especie, la proposición de que es preferible la compasión y el
perdón, provienen del legado judeocristiano con las adherencias que en
el trayecto pudieron dejar el estoicismo y otras corrientes de
pensamiento del mundo grecorromano.
Uno, siendo español o hispanoamericano, no puede
recorrer Jerusalén y evitar percibir que está en un sitio propio con el
que tiene unos profundos aunque remotos lazos históricos y personales.
Todo occidental educado y con nociones de historia sabe que tiene dos
patrias: la suya e Israel. Y esa sensación no se siente cuando se visita
Pekín, Tokio, Bombay o cualquier ciudad que no haya sido desovada por
la matriz judeocristiana, luego fundida en el crisol grecorromano.
Todavía recuerdo con emoción unas Navidades pasadas
en Belén junto a mi familia. Aunque todos, en mayor o menor grado,
compartimos el agnosticismo y una cierta indiferencia frente a la
proposición de que existe algún tipo de vida más allá de la muerte,
disfrutamos intensamente la compañía y los villancicos entonados por
miles de peregrinos cristianos procedentes de diversas partes del mundo.
Me horroriza pensar que el corazón moral de
Occidente, tanto por lo que tiene de judío como de cristiano (que es
sólo otra forma de ser judío), pueda algún día ser barrido del planeta
como sucedió con los sumerios o los fenicios. Lo vería como una
mutilación de mi propia historia, de mi propia identidad.
Una deuda moral
En cuanto al Israel moderno, que tal vez me interesa
más que el antiguo, me atan algunos elementos de carácter ético. Creo
que Occidente tiene una enorme deuda moral con el pueblo judío. Es
verdad que los nazis fueron los responsables directos del Holocausto.
Salvo algunos canallas, nadie medianamente informado pone en duda que 6
millones de judíos fueron asesinados en los campos de exterminio nazis.
Pero no es menos cierto que en Occidente los líderes y los pueblos
prefirieron mirar hacia otra parte mientras Hitler y el resto de esa
feroz tribu ideológica planeaba y ejecutaba la masacre.
Ante estos hechos, ampliamente reportados por la
prensa, lo que hizo Occidente, en general, fue cerrarles la puerta a los
emigrantes judíos, aunque, en ciertos casos, los estafaban o engañaban,
y era frecuente que diplomáticos inescrupulosos les vendieran las visas
o los documentos de viajes a personas desesperadas que se veían
obligadas a abandonar sus posesiones para escapar de las persecuciones.
Bastaba la lectura de Mi lucha, publicado en los años
20, para predecir la catástrofe. Tras llegar Hitler al poder, las leyes
antisemitas fueron proclamadas en Alemania en 1935. En noviembre de
1938 las turbas nazis llevaron a cabo lo que se conoce como “la noche de
los cristales rotos”, monstruoso pogromo efectuado en varias ciudades
de Alemania y Austria contra los judíos, culminado con el asesinato de
un centenar de personas indefensas y el internamiento de decenas de
miles de judíos en campos de concentración.
En mi país de origen, Cuba, en 1939, poco antes del
estallido de la Segunda Guerra Mundial, se dio el caso vergonzoso de
rechazar un barco, el Saint Louis, en el que llegaron a La Habana casi
1000 refugiados judíos provistos de visas ilegalmente vendidas por
funcionarios corruptos a 500 dólares cada una, cantidad muy apreciable
para le época.
Los asustados pasajeros del San Luis no pudieron
desembarcar en la Isla, dado que el gobierno del presidente Laredo Bru
se negó a aceptarlos, pese estar perfectamente documentados, ni tampoco
pudieron poner pie en la Florida, en Estados Unidos, porque el
presidente Roosevelt llegó a la conclusión de que era políticamente
contraproducente. El barco regresó a Europa y el 80% de esos judíos
luego fueron asesinados en los campos de concentración.
Es ingenuo pensar que los gobernantes de la época no
sabían lo que estaba ocurriendo en las zonas ocupadas por los nazis. La
verdad es que no les importaba demasiado porque, al fin y al cabo,
discriminar, perseguir, maltratar, expulsar y hasta matar judíos fue una
actividad usual en prácticamente todo el ámbito de Occidente durante
muchas centurias.
Quienes no vivieron durante la Segunda Guerra Mundial
ni fueron simpatizantes de los nazis, ni practicaron forma alguna de
antisemitismo, pudieran alegar que no sienten ninguna responsabilidad
con esos hechos y, por lo tanto, no están obligados a ninguna reparación
material o moral.
Pudiera ser, pero el mundo sería un lugar un poco más
decente si alguien les pide perdón a las víctimas de las grandes
injusticias. Los papas del siglo XX nada tuvieron que ver con la
persecución a Galileo, pero la Iglesia Católica ha hecho muy bien en
reconocer los crímenes de la Inquisición y rogar que excusen aquellos
bárbaros atropellos. Los armenios del siglo XXI no son los que sufrieron
los crímenes de los turcos a principios del siglo XX, pero insisten en
que ese viejo y ya raído ex imperio, hoy gobernado por personas que no
habían nacido cuando se cometieron aquellos crímenes, les pidan perdón
por lo que les hicieron a sus antepasados.
Si tenemos memoria histórica y aceptamos, para lo que
nos honra y beneficia, que pertenecemos a una civilización que ha dado a
Sócrates, a Maimónides o a Leonardo, lo honrado es también reconocer en
ella la dotación de verdugos y gentes despreciables como Hitler o
Stalin que nos han acompañado en el trayecto infectándolo con sus
crímenes.
La judería extinguida
En todo caso, el reconocimiento de la negligencia, la
apatía y la indiferencia cómplice de Occidente ante el holocausto
judío, debería ser también el punto de partida de una reflexión sobre el
daño intelectual y económico que todos sufrimos con la pérdida de la
judería europea, especialmente la compuesta por los científicos,
pensadores y artistas congregados en Alemania, Austria, Hungría y
Checoslovaquia, sin menoscabo de reconocer también el perjuicio terrible
infligido a los judíos polacos y ucranianos, mucho menos evolucionados
culturalmente, aunque numéricamente mayoritarios.
Si algo sabemos con bastante precisión del desarrollo
de las sociedades, es que éste está íntimamente ligado a la existencia
de clusters que impulsan el progreso o el arte mediante espasmos
creativos colectivos como los que sacudieron la Florencia de los Médici,
el Madrid del Siglo de Oro, la Escocia ilustrada del siglo XVIII o el
llamado Silicon Valley en la California de las últimas décadas –por
consignar algunos ejemplos–, aunque sólo sea porque la concentración de
talento potencia, fecunda y estimula la actividad del genio individual.
Pues bien, la concentración de talento judío en
Europa central desde mediados del siglo XIX hasta el estallido de la
Segunda Guerra Mundial, en un fenómeno casi único en la historia técnica
y científica contemporánea. Personas como Einstein o Freud, por sólo
mencionar dos entre cientos de nombres que pudieran figurar en la lista,
hicieron aportes fundamentales para beneficio de toda la humanidad,
pero esa inmensa fragua del pensamiento, de la que todos nos
beneficiábamos, fue barrida y borrada del mapa por la furia nazi, con lo
cual todos salimos perjudicados.
No es verdad que en los campos de exterminio sólo
padecieron los judíos y otras minorías como los gitanos y los
homosexuales: con la desaparición de la intelligentsia judía europea
todos salimos inmensamente perjudicados. Al liquidar ese inmenso y
fecundo cluster se le hizo a la humanidad un daño irreparable. Toda
Europa ha podido restañar las heridas, todas las ciudades han sido
reconstruidas, incluso las que fueron demolidas hasta los cimientos por
los bombardeos, pero sólo una pérdida ha sido permanente: la
inmensamente creativa judería europea.
Un nuevo cluster
Israel es hoy un asombroso foco de iniciativas
técnicas y científicas, un extraordinario laboratorio de ideas que luego
se materializan en artefactos, sustancias o servicios que mejoran y
alargan la calidad de vida de los seres humanos. El milagro
insensiblemente aplastado de la judería europea ha vuelto a florecer en
Israel de manera creciente a partir de 1948, pese a la enorme cantidad
de problemas que el joven estado israelí ha debido afrontar: guerras
devastadoras, la llegada de millones de inmigrantes, la falta crónica de
agua, y hasta la resurrección de una lengua prácticamente muerta, el
hebreo, idioma que a principios del siglo XX hablaban muy pocas personas
porque rara vez se utilizaba fuera del ámbito litúrgico.
Esa es otra de las razones por las que a mí,
habitante de Occidente, me interesa sobremanera que los ciudadanos del
estado de Israel continúen pensando y trabajando. Cada hallazgo
científico que realizan, cada innovación técnica que concretan, cada
empresa que consigue convertir en éxito económico esa innovación técnica
o ese hallazgo científico logrados en su país, son elementos de los que
me beneficio como usuario o consumidor en la otra esquina del planeta.
Sin embargo, con el paso del tiempo, lo que la locura
y la vesania nazis destruyeron en Europa, renació paulatinamente en el
Medio Oriente por el esfuerzo de los judíos, muchos de ellos
supervivientes del Holocausto, quienes llevaron a Israel los métodos,
los conocimientos y las mejores tradiciones académicas europeas, echando
las bases en el nuevo país de una sociedad amante de la investigación y
la ciencia.
Es como si el mundo dispusiera de un enorme
think-tank compuesto por millones de personas, por el que nada tiene que
pagar hasta que no nos presenta resultados positivos en forma de bienes
o servicios. Esas universidades israelíes, esos institutos y centros de
investigación, esas empresas que se incuban en Israel y luego saltan a
la Bolsa, forman parte de un inmenso capital del que nos beneficiamos
todos, como se beneficia la memoria de un computador por el auxilio de
un disco duro externo, por decirlo en términos rabiosamente
contemporáneos. Dudo que exista en el mundo, medido en términos
relativos vinculados al número de habitantes, un cluster científico y
técnico tan productivo y tan densamente constituido como el de Israel.
Al margen del horror que me produce saber que hay
gobiernos decididos a repetir el genocidio nazi y “echar los judíos al
mar”, como cada cierto tiempo amenaza el señor Ahmadineyad, dictador de
Irán, siento que un crimen de esa magnitud, como ya sucedió en el siglo
pasado, si se llevara a cabo me perjudicaría tremendamente en el terreno
individual, aunque yo no sea judío ni viva en Israel. Es imposible
cuantificar el daño que se le hizo a la humanidad con el Holocausto,
pero me temo que si algo así volviera a suceder, esta vez en Israel, los
perjuicios que todos sufriríamos serían aún mayores.
Israel como Benchmark
Israel es, además, un extraordinario benchmark para
poner a prueba nuestras ideas sobre el desarrollo económico, la
convivencia democrática y el cambio político.
Tras la experiencia israelí no es posible seguir
culpando a la falta de recursos naturales de la relativa pobreza
latinoamericana. Pocos países como Israel han sido tan pésimamente
favorecidos por la naturaleza para alcanzar la prosperidad. Sin embargo,
el ingreso per cápita es de 30.000 dolares anuales, cifra que duplica
el de Chile, país que está a la cabeza de América Latina en ese rubro.
A partir del caso de Israel, tampoco es permisible
imputarle la miseria a la escala de la economía. Israel es un pequeño
mercado de 8 millones de habitantes, rodeado por países hostiles con los
cuales apenas realiza intercambios. No forma parte de grandes bloques
comerciales como la Unión Europea, el Mercosur o el Tratado de Libre
Comercio que vincula a México Canadá y Estados Unidos. Tiene y procura,
eso sí, acuerdos comerciales con la Unión Europea, Estados Unidos y con
cualquier país con el que pueda realizar transacciones económicas
mutuamente beneficiosas.
Para colmo de males, Israel debe invertir en su
defensa el 7.3% de su Producto Interno Bruto, lo que lo convierte en el
sexto país del mundo que proporcionalmente más gasta en defensa,
recursos que se desvían de otras áreas en las que pudieran generar
riqueza, pero las tres grandes guerras que ha sostenido con los vecinos
árabes, más las intervenciones militares en Líbano o en la Franja de
Gaza, hacen inevitable esas erogaciones. Como punto de comparación,
Estados Unidos, pese a librar guerras en Irak y Afganistán, sólo gastan
en Defensa el 4% de su PIB.
Por otra parte, cuando nos dicen que el desarrollo es
muy difícil o imposible en sociedades que padecen grandes tensiones y
conflictos, es inevitable recordar el caso de Israel.
El pequeño país es una democracia libre, plural,
sometida a elecciones periódicas, con poderes independientes celosos de
su autoridad, dotada de un sistema judicial capaz de encarcelar al
presidente, a los ministros o a cualquiera que viole la ley, porque
todos tienen que subordinarse al Estado de Derecho y a las reglas
generales que se han dado libremente la comunidad.
Es verdad que la minoría árabe-israelí tiene algunas
dificultades que no padece la mayoría judía, pero también es cierto que
esos árabe-israelíes forman parte del parlamento, acuden a las mismas
instituciones en las que estudian los judíos, tienen sus órganos de
expresión, poseen libremente sus templos religiosos y las mujeres de esa
etnia son las más libres de todo el mundo árabe.
Mientras en el vecino Egipto el 90% de las mujeres
sufren la ablación genital y deben aceptar en silencio la poligamia, las
humillaciones o las palizas conyugales prescritas en el Corán para
mantener la autoridad del pater familias, en Israel impera la igualdad
de sexos ante la ley y la protección de la mujer frente a cualquier
“abuso de género”.
Tampoco es cierto que los grandes cambios sociales
exijan revoluciones frecuentes. Desde su fundación en 1948, el estado de
Israel ha hecho la más profunda de las transformaciones políticas sin
destruir el andamiaje institucional, recurriendo solamente a la
persuasión y a la regla de la mayoría.
A dónde quiero llegar es al siguiente extremo: en
Israel se desmiente la hipótesis de que el desarrollo impetuoso sólo es
posible con gobiernos fuertes y con mano de hierro. No es verdad. Una
democracia liberal como es Israel, gobernada por coaliciones débiles que
gozan de exiguas mayorías parlamentarias, puede alcanzar altísimos
niveles de progreso si la clase dirigente se somete al imperio de la
ley.
Me explico. La mayor parte de los fundadores del
Estado de Israel, aunque eran profundamente demócratas, soñaban con un
modelo productivo colectivista basado en la asociación voluntaria que se
daba dentro de los kibutz, en el que las organizaciones sindicales
tenían un peso decisivo. Si alguna vez ha existido en el mundo
contemporáneo un socialismo democrático, era el que predicaban y
practicaban los israelíes que fundaron, primero el Hogar Judío soñado
por Teodoro Herzl, y luego el estado de Israel creado por la generación
de Ben Gurion.
Pero el tiempo, la experiencia, las oleadas de
inmigrantes y las circunstancias fueron cambiando a los israelíes y,
poco a poco, o a veces con cierta celeridad, se modificaron los
paradigmas y las ideas fuerza que mayoritariamente sostenía la sociedad,
hasta llegar a lo que es hoy el moderno Estado de Israel: un país en el
que predominan la empresa privada y el mercado, y en el que los kibutz y
las cooperativas sólo ocupan un pequeño espacio en el aparato
productivo porque se ha terminado la fascinación con las ideas del
colectivismo democrático.
Esa sí es una verdadera revolución, un cambio
profundo, pero una revolución sin golpes militares, sin barricadas, sin
muertos, sin imposición arbitraria del grupo de poder o de caudillos
iluminados. Una revolución hecha dentro de las instituciones y al amparo
de la ley. ¿Se quiere una mayor lección para los latinoamericanos? No
hay cambio, por profundo que sea, que no pueda realizarse dentro del
Estado de Derecho si predominan la buena voluntad y los valores
adecuados.
El aliado estratégico
Por otra parte, es posible que el éxito económico y
la calidad de vida logrados por Israel como consecuencia, entre otras
razones, de su forma de organizar la convivencia, acabe por convertirse
en un modelo de Estado exportable a otros países de la región, con lo
cual disminuirían los peligros de guerra generalizada.
Por último: ¿qué más es Israel para mí y para
cualquier persona preocupada por la supervivencia de la libertad en el
mundo? Como se ha dicho tantas veces, Israel es la única democracia
existente en esa zona del mundo. Es el único aliado realmente fiable de
Occidente en una región económicamente vital para el funcionamiento de
las naciones desarrolladas, aunque sólo sea porque en el Oriente Medio
se produce la mitad del petróleo que consumimos.
Hay síntomas de que algunos dirigentes de la
Autoridad Palestina radicados en la antigua Cisjordania se dan cuenta de
que debe seguirse el muy exitoso modelo de estado israelí, democrático y
dentro de las reglas del mercado, lo que los aleja de las autocracias
típicas del mundo árabe.
Hay encuestas que confirman que los palestinos
prefieren vivir en sistemas democráticos y no en satrapías como las que
sufren casi todas las sociedades árabes. Quienes creemos que es
conveniente, en su momento, la creación de un verdadero estado palestino
con todos los atributos de la soberanía, pensamos que la única garantía
de que esa nueva nación prevalezca y prospere, es si surge dentro de
las coordenadas de la democracia liberal y la economía de mercado, y con
una clara vocación pacifista que se manifieste en el rechazo a
cualquier asociación con organizaciones terroristas y con mantener un
trato respetuoso y mutuamente satisfactorio con el vecino israelí.
Finalmente, Israel posee numerosos programas de ayuda
técnica diseñados para el Tercer Mundo, especialmente en el terreno de
la agricultura y la medicina. Uno de los centros de atención más
eficientes de cuantos actuaron en Haití tras el reciente terremoto fue
un hospital de campaña enviado por Israel con su correspondiente
dotación de médicos, técnicos sanitarios y medicinas. Israel no sólo
quiere ayudar. Sabe cómo hacerlo. Ésa es otra de las razones por las que
merece ser admirado y por las que nos favorece su existencia. Es
conveniente no olvidarlo.
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