Vicente Echerri
Aunque Mitt Romney, el candidato a la presidencia de Estados Unidos
por el Partido Republicano, no consigue despertar mi entusiasmo, votaré
por él. Acaso por lealtad partidaria (que no por una plataforma
política que no me parece genuinamente conservadora, como antes he
explicado aquí), acaso por dejar de ver a la actual Primera Dama, cuyo
prognatismo lastima mis criterios estéticos (en términos visuales el
presidente me molesta menos), acaso porque el diario The New York Times
se encarga día a día de robustecer mi enfurecido celo republicano
gracias a su repugnante campaña de tierra arrasada en contra de ese
partido y de sus candidatos. Si pese a la acartonada personalidad de
Romney, el 6 de noviembre salgo de mi casa a votar por él, mi enojo
contra el diario neoyorquino habrá sido la primera causa.
Ese periódico, a cuya lectura he vuelto una y otra vez a lo largo de los años, sirve para probar que aun las personas que nos creemos mentalmente más sanas podemos tener una oculta tendencia al masoquismo. ¿Por qué insisto en comprar y en leer –mientras me tomo el primer café– esa publicación cuyo enfoque y opinión editorial me son tan repelentes que casi a diario aumentan el nivel de mi adrenalina? No sé, tal vez por eso, porque necesito de esa irritación matutina y lo que provoca en mí, del mismo modo que necesito del café. Lo cierto es que apenas hay mañana en que el Times no despierte mi frustración y mi cólera, aunque reconozco que sus redactores y columnistas escriben muy bien. Quizá esta virtud enciende más miira .
Conforme a lo publicado en la página editorial del NYT en los últimos meses, el diario debería incluir un cintillo debajo de la fecha que dijera “Órgano oficial del Partido Demócrata”, advertencia que sería una muestra de honestidad para sus lectores que, engañados por la vieja superchería de la “presunta” imparcialidad de la prensa en Estados Unidos (en oposición al tradicional compromiso ideológico de las publicaciones europeas), suponen encontrar una postura mesurada donde en verdad existe un rabioso sectarismo político. Sin importarle siquiera el aburrir o el ser pedante, el Times ha arremetido día a día, por partida doble o triple (sumando editoriales y columnas de opinión) contra la personalidad y la reputación de Mitt Romney –y de Paul Ryan después que éste fuera elegido por el primero para acompañarle en la boleta electoral. Si la reacción de muchos ha sido semejante a la mía, el exceso de celo puede haber producido un efecto contrario al deseado: el odio del New York Times puede volverse contra los mismos que promueve.
No bastaría, sin embargo, un simple alineamiento partidario para explicar la actitud de este venerable (por su antigüedad) diario de Nueva York, que bien puede ser el más influyente y poderoso de la tierra. Su posición de izquierda, contraria al establishment y al “imperialismo” norteamericano, trasciende las fronteras partidarias y responde más bien a ciertos criterios socialistas o socialdemócratas (que aquí llaman impropiamente “liberales”) para nada reñidos con el capital y que encontraron su caldo de cultivo, desde hace más de un siglo, en esa intelligentsia neoyorquina donde descollaba la intelectualidad judía. En algunos aspectos, el presidente Obama se encuentra a la derecha de ese periódico que sistemáticamente se muestra a favor del apaciguamiento y de la no intervención, al menos desde que la familia Ochs lo posee desde fines del siglo XIX. Dos editoriales de esta semana –uno sobre Irán y otro sobre la crisis de Siria– vuelven a insistir en la vieja fórmula de no acudir a las armas y dejar que la diplomacia opere. La historia prueba los terribles resultados de esta pueril idea.
El New York Times –que, en su momento, encubrió o edulcoró, por obra de su infame corresponsal Walter Duranty, los crímenes de Stalin; que fabricó y propagó, gracias al obsequioso Herbert Matthews, la leyenda dorada de Castro; que abusó de la libertad de expresión divulgando los documentos del Pentágono y que ahora mismo se empeña en desacreditar al noble y gris Mitt Romney en su aventura electoral– mañana volverá a encontrarse a mi puerta para contrariarme el inicio de otra jornada. ¿Por qué insisto en esta diaria penitencia? Por la misma razón probablemente que algunos cónyuges toleran el abuso de sus parejas: por costumbre.
Ese periódico, a cuya lectura he vuelto una y otra vez a lo largo de los años, sirve para probar que aun las personas que nos creemos mentalmente más sanas podemos tener una oculta tendencia al masoquismo. ¿Por qué insisto en comprar y en leer –mientras me tomo el primer café– esa publicación cuyo enfoque y opinión editorial me son tan repelentes que casi a diario aumentan el nivel de mi adrenalina? No sé, tal vez por eso, porque necesito de esa irritación matutina y lo que provoca en mí, del mismo modo que necesito del café. Lo cierto es que apenas hay mañana en que el Times no despierte mi frustración y mi cólera, aunque reconozco que sus redactores y columnistas escriben muy bien. Quizá esta virtud enciende más mi
Conforme a lo publicado en la página editorial del NYT en los últimos meses, el diario debería incluir un cintillo debajo de la fecha que dijera “Órgano oficial del Partido Demócrata”, advertencia que sería una muestra de honestidad para sus lectores que, engañados por la vieja superchería de la “presunta” imparcialidad de la prensa en Estados Unidos (en oposición al tradicional compromiso ideológico de las publicaciones europeas), suponen encontrar una postura mesurada donde en verdad existe un rabioso sectarismo político. Sin importarle siquiera el aburrir o el ser pedante, el Times ha arremetido día a día, por partida doble o triple (sumando editoriales y columnas de opinión) contra la personalidad y la reputación de Mitt Romney –y de Paul Ryan después que éste fuera elegido por el primero para acompañarle en la boleta electoral. Si la reacción de muchos ha sido semejante a la mía, el exceso de celo puede haber producido un efecto contrario al deseado: el odio del New York Times puede volverse contra los mismos que promueve.
No bastaría, sin embargo, un simple alineamiento partidario para explicar la actitud de este venerable (por su antigüedad) diario de Nueva York, que bien puede ser el más influyente y poderoso de la tierra. Su posición de izquierda, contraria al establishment y al “imperialismo” norteamericano, trasciende las fronteras partidarias y responde más bien a ciertos criterios socialistas o socialdemócratas (que aquí llaman impropiamente “liberales”) para nada reñidos con el capital y que encontraron su caldo de cultivo, desde hace más de un siglo, en esa intelligentsia neoyorquina donde descollaba la intelectualidad judía. En algunos aspectos, el presidente Obama se encuentra a la derecha de ese periódico que sistemáticamente se muestra a favor del apaciguamiento y de la no intervención, al menos desde que la familia Ochs lo posee desde fines del siglo XIX. Dos editoriales de esta semana –uno sobre Irán y otro sobre la crisis de Siria– vuelven a insistir en la vieja fórmula de no acudir a las armas y dejar que la diplomacia opere. La historia prueba los terribles resultados de esta pueril idea.
El New York Times –que, en su momento, encubrió o edulcoró, por obra de su infame corresponsal Walter Duranty, los crímenes de Stalin; que fabricó y propagó, gracias al obsequioso Herbert Matthews, la leyenda dorada de Castro; que abusó de la libertad de expresión divulgando los documentos del Pentágono y que ahora mismo se empeña en desacreditar al noble y gris Mitt Romney en su aventura electoral– mañana volverá a encontrarse a mi puerta para contrariarme el inicio de otra jornada. ¿Por qué insisto en esta diaria penitencia? Por la misma razón probablemente que algunos cónyuges toleran el abuso de sus parejas: por costumbre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario