¿Qué hay detrás de esta construcción de realidad? El paraíso
- Autor: Aleph de Pourtales
Una lectura metafísica de la obra de Franz Kafka, de la mano de
Roberto Calasso, permite trazar paralelos entre las modernas
concepciones de la realidad como una ilusión y con el antiguo
gnosticismo que sugiere que detrás de esa ilusión yace el paraíso.
Antes que The Matrix o que los
mundos simulacro de Phillip K. Dick, Franz Kafka ya había construido un
inexpugnable sistema metafórico para representar la ilusión de la
realidad –el sistema que controla esta ilusión. Lo llamó El Castillo y
el Tribunal, con algunas diferencias, pero básicamente significando un
edificio metafísico de un impenetrable algoritmo en el que se computan
todas nuestras acciones (las actas del karma) y que se derrama sobre la
realidad primal hasta substituirla (“el tribunal invisible se extiende
sobre todas las cosas”, escribe Roberto Calasso sobre Kafka). Este
edificio es la forma que toma el vacío, que es potencia infinita, ante
la mente: se revela como una construcción, con una serie de leyes y
representantes particulares, y al mismo tiempo permanece siempre
misterioso e impersonal. En El Proceso y en El Castillo,
todo lo alude, pero nada lo expresa directamente, como si Kafka
estuviera poseído por algo que él mismo desconoce. K. el agrimensor, se
ve impelido por una fuerza misteriosa a penetrar los secretos del
Castillo, pero cuando éstos le van a ser revelado es también víctima de
un sueño lánguido -el Castillo se autorregula de esta forma, justamente
no puede permitir revelar que su poder es un sueño –un sueño “muy
ramificado que contiene al mismo tiempo mil correlaciones que se vuelven
claras de golpe”. Este momento de claridad, de transparencia
diamantina, es aquello que se escapa, invadido por el el mismo sueño.
“El Castillo se deja tocar, pero sólo
por quien está profundamente inmerso en el sueño provocado por la
obsesiva búsqueda de un contacto con el Castillo”, escribe Calasso sobre
el episodio en el que K. logra inmiscuirse en la habitación de uno de
los funcionarios del Castillo, en la noche. Cuando el secretario Bürgel
está por revelarle pormenores del misterio cósmico del funcionamiento
del Castillo, K. es presa de un amodorramiento que le impide seguir la
conversación. “Así corrige el mundo su propio curso y conserva el
equilibrio”, dice como en coro Bürgel. Así se mantiene asalvo la
realidad que yace detrás de los muros del Castillo, con el sueño de los
hombres, y por eso el máximo símbolo de la voluntad espiritual es el
despertar. Un solo hombre que despierta, Buda, Neo, K., amenaza con
desmoronar de golpe toda su estructura.
Al leer la obra de Kafka uno sospecha
que la extraña naturaleza de las cosas y los personajes que ahí desfilan
no es gratuita, no es sólo una anticipación absurda del surrealismo.
Todo nos parece colocar ante una íntima atracción desconocida –e
incognosible. Varios autores han ofrecido una lectura metafísica de la
obra de Kafka, pero la sutil exégesis de Calasso, en su libro K., siempre abierta a nuevos senderos de interpretación, es un lento rapto hacia lo arcano: esta sospecha que una vez que asoma
en el alma humana se vuelve inextinguible, de que nuestro mundo y
nuestra realidad está siendo controlada por entidades superiores y
apabullantes que se rigen conforme a una ley que nos es inasequible. El
mismo Kafka escribió sobre el Castillo “es opresivo como todo lo
espiritualmente superior”.
Entrar en contacto con los arcontes, con
los Señores del Castillo, con los agentes de la Matrix, es un proceso
tortuoso, pero necesario para conocer lo divino, aquello que yace detrás
del velo epifánico, aquello que estremece la existencia como una llama
trémula. Kafka “no pedía otra cosa sino ponerse en manos del tribunal y
del Castillo, incluso sabiendo lo que le esperaba. Pero sospechaba que
solo mediante aquellos tormentos alcanzaría la vida que sería negada de
otro modo”. A diferencia de un personaje como Neo, que quería escapar de
la Matrix, Kafka quería entrar en ella, vislumbrar su código (las
actas) y ser juzgado, buscando aquello que sólo sucede en las leyendas:
la absolución auténtica, que conlleva el aniquilamiento del expediente,
el fin del karma y la rueda de la vida.
Los Señores del Castillo son como las
deidades, o como los demiurgos que se convierten en el mundo que
habitamos. “Klamm es una emanación”, dice Calasso. “Tu ves a Klamm en
todas partes”, le dice K. a Frida. También el Agente Smith en Matrix se
multiplica y aparece ubicuamente. En The Three Stigmata of Palmer Eldritch,
de Phillip K. Dick, el Arconte, Plamer Eldritch viaja desde los
planetas exteriores para mimetizar todo el espacio, para construir un
laberinto de su omnipresencia. Pero esta cualidad divina de los Señores y
de los demiurgos es una ilusión, un encantamiento que seduce en su
fulgor holográfico para apresar, el stereoma de los gnósticos, una especie de frontera virtual entre el mundo divino y el mundo terrestre.
“El Castillo está impregnado de toda
vida psíquica precedente”, dice Calasso, como si éste fuera el espejismo
que surge de la repetición de la memoria, del hechizo del pasado. Esto
recuerda a la Prisión de Hierro Negro, la forma en la que Phillip K.
Dick llamó a esta realidad ilusoria, que según él era un simulacro: el
tiempo se había detenido en tiempo de los romanos –ilusoriamente
percibíamos una época moderna bajo el conjuro de las “fuerzas demiúrgicas del mundo de la tiranía política y el control social opresivo”.
El mundo auténtico yace velado, detrás de esa “Prisión de Hierro
Negro”, detrás del Castillo o dentro de la Ley que se le ofrece como una
parábola tantálica a Josef K.
Según dice el pintor Titorelli a Josef
K. existen tres tipos de absoluciones de un proceso jurídico “la
absolución auténtica, la absolución aparente y el aplazamiento
indefinido”. Titorelli le de dice a Josef K. que no conoce ningún caso
de “absoución auténtica” aunque debe de haber existido alguno –esto en
el plano de la leyenda, del mito, de los dioses. Dice Calasso sobre las
leyendas “podrían también ser el único vestigio superviviente de las
sentencias finales del tribunal. El único vestigio de algo ‘auténtico’
en un mundo que está aislado de lo auténtico, de la realidad, tal como
K. lo está del aire”. Es curisoso que lo mitológico sea lo auténtico,
como si se tratara de un substrato del cual nuestra realidad es
solamente una proyección o una copia que se va desgastando, hasta el
punto de que, como el mismo Josef K. dice “la mentira se convierte en
orden del mundo”. Sólo en este plano legendario es posible una
absolución auténtica, y esta absolución auténtica significa la inmediata
extinción del acta (y del acto o karma), es por esto que no se conocen
casos públicos en los que haya sucedido. Algo que me recuerda a lo que
dijo Gurdjieff, que sólo el individuo, y no la humanidad, puede
evolucionar y dejar de ser “alimento de la Luna”.
VISLUMBRES DEL PARAÍSO /EL ESPLENDOR VELADO POR EL CASTILLO
“El Castillo se comunica con el exterior
a través de un sonido continuo e indescifrable. ‘Todo lo demás es
engañoso’, agrega el alcalde”, dice Calasso. Un zumbido casi psíquico:
“el canto que emana de los aparatos” es una especie de acústica
pitagórica, de ruido de las esferas celestes, el sonido del sistema. Un
sonido que por otro lado es lo único que no es engañoso, como un alarma
para despertar. Recordamos el dub de Zion que permite a Case salir de la
playa negra ciberespacial de Neuromancer en la novela de William
Gobson. Un sonido-bodhi entre las máquinas de la simulación. En el caso
de Kafka, en su metafísica de los sórdido, esta armonía de las esferas
se convierte en una “violencia de las esferas” (según observa Elías
Canetti), los movimientos elípticos de los astros (y los acrontes de los
cuales son encarnación), en su girar, han formado nudos: son una soga
en el cuello que estrangula al hombre. Pero aquello mismo que ata es lo
que libera.
Ahora transcribó un párrafo que, a mi
juicio, encierra la clave del enigma de la obra de Franz Kafka. Dice
Calasso en el último capítulo de K., (El esplendor velado):
Kafka trató acerca
del paraíso en seis de los aforismos de Zürau (3, 64,74,82, 84, 86).
Éstos están intercalados entre los que versan sobre lo indestructible,
como queda indicado claramente: «Si lo que se dice que fu edestruido en
el paraíso era destructible, entonces no era decisivo; pero si era
indestructible, entonces vivimos en una falsa creencia.» Así, todo el
mundo era para Kafka «una falsa creencia» —y de esto se hablaba en sus
escritos: de los enormes, inagotables, tortuosos desarrollos de aquella
falsa creencia. Pero ¿cuál era su origen? Un fatal equívoco en torno a
dos árboles que crecen en el centro del paraíso. Los hombres creen haber
sido expulsados de ese lugar por comer el fruto del Árbol del
Conocimiento del bien y del mal. Pero es una ilusión. No era ésa su
culpa. Su culpa radicaen no haber comido todavía del Árbol de la Vida.
La expulsión del paraíso era un pretexto para impedirlo. Vivimos en el
pecado no por haber sido expulsados del paraíso, sino porque esa
expulsión nos ha vuelto incapaces de cumplir un acto: comer del Árbol de
la Vida.
Hay que señalar que Calasso aquí no habla necesariamente de El Castillo o de El Proceso, y
asumir que toda la obra de Kafka, probablemente inconscientemente, es
una extraña metáfora para significar que la realidad es una ilusión y
que el paraíso yace aquí,detrás de esta ilusión que construye inmensos y
opresivos edificios para perpetuarse, podría ser un exceso. Pero con
gusto tomó esta excursión excesiva. La obra de Kafka lo admite, como
admite muchas otras interpretaciones. La idea es resonante con una
intuición a la que me inclinó con una debilidad mística, un gnosticismo
ciberpunk. La trillada idea de que el mundo es un sueño, difícilmente
puede ser expuesta de manera más lúcida y extraña –con el poder especial
que da no decir algo dierctamente sino significarlo con toda una
telaraña de insinuaciones (como “el tiempo” en El Jardín de los Senderos que se Bifurcan)– que
en los constructos de Franz Kafka. Tampoco la culpa y el deseo ardiente
del paraíso. Que el paraíso, ese esplendor velado, yace en una especie
de eternidad suspendida, accesible al descorrer la cortina ilusoria de
la realidad, no es una idea novedosa. Pero hay algo ominoso e
inquietante en que Kafka haya construido con esta idea flamante una
alegoría, un laberinto en cuyo centro yace un árbol ubicuo. En que aquel
hombre enfermizo y saturnal haya vislumbrado la luz del paraíso
repiqueteando como las llaves de un misterioso castillo que lo llamaba
desde lejos, y que sin embargo le cerraba la puerta que había sido
fraguada sólo para él. Es por esto que el Árbol de la Vida es superior
al Árbol del Conocimiento: saber de la existencia interna del paraíso no
es suficiente.
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