Vicente Echerri
La buena noticia de la presente campaña electoral en Estados Unidos
es que las plataformas de los dos grandes partidos se han presentado,
al parecer, con demarcaciones ideológicas obvias, cual pocas veces antes
en la historia reciente de este país. Era casi un lugar común oír decir
que demócratas y republicanos se parecían tanto que las diferencias
eran sólo de énfasis. No así este año. Ambas fuerzas políticas han
radicalizado sus agendas en el terreno social, económico y político para
ofrecerles a los votantes opciones muy distintas: impuestos, modos de
reducir el gasto público, programas gubernamentales, sexualidad humana
y aborto… son algunos de los temas en que las recetas de unos y otros
no podrían ser más opuestas. Hasta la figura de los candidatos y el
perfil de los que acuden a sus convenciones resaltan la desemejanza:
negro y blanco podrían ser los colores distintivos de estas elecciones,
más que el azul y el rojo de la tradición.
La mala noticia para mí –no se olvide el lector de que ésta es una columna de opinión– es que no me encuentro representado por ninguno de estos dos partidos, a pesar de estar inscrito en uno de ellos. Estoy seguro, sin embargo, de que no soy el único que siente esta especie de orfandad política (sería un acto de inmensa arrogancia pensar lo contrario), sino que es un sentimiento compartido por muchos, a derecha e izquierda de los contrincantes que se disputarán la Casa Blanca y muchos puestos de gobierno en los comicios del 6 de noviembre.
En mi caso, como conservador confeso y militante, el Partido Republicano debería ser mi hogar natural. No lo es, sin embargo, en la medida en que el secuestro de que fuera objeto por cierta chusma –campesina, evangélica y sureña–, desde hace por lo menos 30 años, no ha hecho más que acentuarse para dar paso a una organización populista, centrada en un catecismo de certezas rurales y en un individualismo a ultranza que, en lo económico, es la versión radical del liberalismo del siglo XIX, y en lo social, una vuelta a la autosuficiencia de los pioneros que, alguna vez –enfrentándose a la naturaleza, a los mexicanos y a los indios– extendieron las fronteras de este país hasta el Pacífico.
Ser conservador –como clásicamente se ha entendido en Occidente– es sentirse heredero de una gran tradición, que está basada en valores urbanos (no rurales), que es elitista (no populista) y que es institucionalista (no individualista) e inextricablemente comprometida con el mantenimiento –es decir la conservación– del orden social. Ese orden social se sostiene en un contrato, diseñado y dirigido por minorías ilustradas, como fueron los próceres fundadores que inventaron los Estados Unidos, de las que debe emanar hacia abajo (y no al revés) las ideas que el pueblo procesará, debatirá e incluso rechazará en el ejercicio de una robusta democracia (que no está reñida con ese elitismo, como no lo estuvo aquí por casi 200 años).
Esa tradición que un conservador occidental siempre querrá mantener es éticamente cristiana y no puede ser ajena, ni estar divorciada, de la responsabilidad social. En consecuencia, no podrá identificarse nunca, de manera orgánica, con el individualismo radical que parece tener por principio y consigna el “sálvese quien pueda” de una desesperada barbarie. La humana solidaridad y el bien común, garantizados por las instituciones del Estado que los ciudadanos financian con sus impuestos, no son invenciones de los socialistas –que en Estados Unidos llaman impropiamente “liberales”–, sino, por el contrario, ideas profundamente conservadoras, de ciudadanos que creen que la prosperidad sólo es posible si impera el orden público, sostenido por consenso, y que debe traducirse en un gobierno firme, sin llegar, desde luego, a ser tiránico.
Ni que decir que la plataforma demócrata –que manipula aviesamente alguna de estas ideas y que cree resolverlo todo con programas de beneficencia que engendran parasitismo social y estimulan el clientelismo político– no responde tampoco a una visión conservadora, aunque al menos no lo pretende; de ahí que un auténtico conservador no tendría nada que buscar en la abigarrada oferta de su tenderete; pero tampoco en el de enfrente.
La mala noticia para mí –no se olvide el lector de que ésta es una columna de opinión– es que no me encuentro representado por ninguno de estos dos partidos, a pesar de estar inscrito en uno de ellos. Estoy seguro, sin embargo, de que no soy el único que siente esta especie de orfandad política (sería un acto de inmensa arrogancia pensar lo contrario), sino que es un sentimiento compartido por muchos, a derecha e izquierda de los contrincantes que se disputarán la Casa Blanca y muchos puestos de gobierno en los comicios del 6 de noviembre.
En mi caso, como conservador confeso y militante, el Partido Republicano debería ser mi hogar natural. No lo es, sin embargo, en la medida en que el secuestro de que fuera objeto por cierta chusma –campesina, evangélica y sureña–, desde hace por lo menos 30 años, no ha hecho más que acentuarse para dar paso a una organización populista, centrada en un catecismo de certezas rurales y en un individualismo a ultranza que, en lo económico, es la versión radical del liberalismo del siglo XIX, y en lo social, una vuelta a la autosuficiencia de los pioneros que, alguna vez –enfrentándose a la naturaleza, a los mexicanos y a los indios– extendieron las fronteras de este país hasta el Pacífico.
Ser conservador –como clásicamente se ha entendido en Occidente– es sentirse heredero de una gran tradición, que está basada en valores urbanos (no rurales), que es elitista (no populista) y que es institucionalista (no individualista) e inextricablemente comprometida con el mantenimiento –es decir la conservación– del orden social. Ese orden social se sostiene en un contrato, diseñado y dirigido por minorías ilustradas, como fueron los próceres fundadores que inventaron los Estados Unidos, de las que debe emanar hacia abajo (y no al revés) las ideas que el pueblo procesará, debatirá e incluso rechazará en el ejercicio de una robusta democracia (que no está reñida con ese elitismo, como no lo estuvo aquí por casi 200 años).
Esa tradición que un conservador occidental siempre querrá mantener es éticamente cristiana y no puede ser ajena, ni estar divorciada, de la responsabilidad social. En consecuencia, no podrá identificarse nunca, de manera orgánica, con el individualismo radical que parece tener por principio y consigna el “sálvese quien pueda” de una desesperada barbarie. La humana solidaridad y el bien común, garantizados por las instituciones del Estado que los ciudadanos financian con sus impuestos, no son invenciones de los socialistas –que en Estados Unidos llaman impropiamente “liberales”–, sino, por el contrario, ideas profundamente conservadoras, de ciudadanos que creen que la prosperidad sólo es posible si impera el orden público, sostenido por consenso, y que debe traducirse en un gobierno firme, sin llegar, desde luego, a ser tiránico.
Ni que decir que la plataforma demócrata –que manipula aviesamente alguna de estas ideas y que cree resolverlo todo con programas de beneficencia que engendran parasitismo social y estimulan el clientelismo político– no responde tampoco a una visión conservadora, aunque al menos no lo pretende; de ahí que un auténtico conservador no tendría nada que buscar en la abigarrada oferta de su tenderete; pero tampoco en el de enfrente.
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