Estado y sociedad civil
Francisco Aranda
Me sorprende que a estas alturas de nuestra historia aún invoquemos al
Estado como el único que puede solucionar nuestros problemas. A ese
Estado benefactor que además lo hace todo (falsamente) gratis.
Esa circunstancia, junto con la brutal expansión que ha experimentado lo
público, nos viene a avisar, a mi juicio, de que existe un gran
problema de fondo en nuestra sociedad. O no queremos convertirnos en
individuos libres o nos produce pánico depender de nosotros mismos. Una
consecuencia clara de esta situación la vemos en la debilitada sociedad
civil que tenemos, lo que provoca automáticamente un Estado más grande
y, por lo tanto, un freno al desarrollo.
A esta conclusión ya llegó a mediados del siglo XIX el pensador francés Alexis de Tocqueville, tras una estancia de sólo dos años en los Estados Unidos. En su obra La democracia en América, estudiaba el sistema político y social estadounidense y llegaba a la conclusión de que la razón del enorme desarrollo de EEUU había que buscarla en su sólida sociedad civil. El motivo de su alto nivel de democracia y bienestar estaba, decía Tocqueville, en el empeño de los norteamericanos por dar a sus problemas una solución asociativa elaborada por ellos mismos, en lugar de abandonar sus responsabilidades y ponerse en manos del Estado, al que tendrían el derecho de exigir una solución.
Friedrich Hayek también se ocupó de la sociedad civil y el individualismo; o mejor, de dos tipos de individualismo, a los que en 1945 dedicó una conferencia en Dublín titulada "Individualismo, el verdadero y el falso".
Decía el Nobel de Economía que el individualismo real (el liberal) debe defender la sociedad civil, ya que ésta es el resultado de la libertad individual. Es decir, que cuando existe libertad individual el ciudadano crea una red asociativa para convivir, evolucionar y solucionar sus problemas. Mientras que el individualismo falso (el socialista) promueve liberarse de toda dependencia de sus seres más cercanos a cambio de trasladar al Gran Estado cualquier responsabilidad. No en vano los socialistas aún mantienen que la única forma de asociacionismo es la dependencia (directa o indirecta) de los individuos del Estado, y que éste es la mejor garantía de solidaridad.
Sin embargo, la debilidad de la sociedad civil lleva necesariamente a la soledad, y ésta nos dirige a la dependencia del Estado. Cuando se rompen los lazos que relacionan a los individuos entre sí, sólo queda el Estado.
Esto es especialmente evidente en cualquier régimen comunista, pero no hace falta irse tan lejos. En nuestro país es muy claro el proceso de ataque permanente de los diferentes Gobiernos socialistas a la institución de la familia como bastión de educación independiente del Estado. Lo mismo hizo la fracasada socialdemocracia sueca en 1932. Su gran objetivo era eliminar la labor educadora de los padres, y que el pensamiento de los jóvenes estuviera cuanto antes en manos del Estado. En España encontramos un ejemplo concreto de esta filosofía con la asignatura llamada Educación para la Ciudadanía, en la que se pretendía inculcar a los niños, ya desde muy pequeños, una serie de valores seleccionados por el propio Estado. Recuerdo que una de las barbaridades de semejante latrocinio intelectual era calificar a los empresarios como explotadores y personas despreciables.
En mi opinión, no se trata de que la sociedad española sea por naturaleza irresponsable respecto de su entorno, o incapaz de generar sociedad civil. El problema es que en nuestra historia moderna hemos sufrido una época totalitaria en la que el Estado era solo una persona, y otra en la cual se ha considerado que lo bueno era que el Estado fuera lo más grande posible, en nombre de los ciudadanos; y, no contentos con uno, hemos creado 17 más, de la mano de las comunidades autónomas; y otros cientos de Miniestados llamados municipios.
Es decir, hemos sufrido el efecto balancín (muy español), y pasado de un extremo al otro. Es verdad que nos han ido poniendo los caramelos envenenados de que el Estado somos cuanto más, mejor. Pero, como escribió a finales de mayo de este año el maestro intelectual César Vidal, tengo un sueño, y el mío coincide con el suyo de poder ver una España mejor, donde, por ejemplo, los empresarios, que son los que generan riqueza y empleo, ocupen una posición de prestigio, aceptada por todos.
A esta conclusión ya llegó a mediados del siglo XIX el pensador francés Alexis de Tocqueville, tras una estancia de sólo dos años en los Estados Unidos. En su obra La democracia en América, estudiaba el sistema político y social estadounidense y llegaba a la conclusión de que la razón del enorme desarrollo de EEUU había que buscarla en su sólida sociedad civil. El motivo de su alto nivel de democracia y bienestar estaba, decía Tocqueville, en el empeño de los norteamericanos por dar a sus problemas una solución asociativa elaborada por ellos mismos, en lugar de abandonar sus responsabilidades y ponerse en manos del Estado, al que tendrían el derecho de exigir una solución.
Friedrich Hayek también se ocupó de la sociedad civil y el individualismo; o mejor, de dos tipos de individualismo, a los que en 1945 dedicó una conferencia en Dublín titulada "Individualismo, el verdadero y el falso".
Decía el Nobel de Economía que el individualismo real (el liberal) debe defender la sociedad civil, ya que ésta es el resultado de la libertad individual. Es decir, que cuando existe libertad individual el ciudadano crea una red asociativa para convivir, evolucionar y solucionar sus problemas. Mientras que el individualismo falso (el socialista) promueve liberarse de toda dependencia de sus seres más cercanos a cambio de trasladar al Gran Estado cualquier responsabilidad. No en vano los socialistas aún mantienen que la única forma de asociacionismo es la dependencia (directa o indirecta) de los individuos del Estado, y que éste es la mejor garantía de solidaridad.
Sin embargo, la debilidad de la sociedad civil lleva necesariamente a la soledad, y ésta nos dirige a la dependencia del Estado. Cuando se rompen los lazos que relacionan a los individuos entre sí, sólo queda el Estado.
Esto es especialmente evidente en cualquier régimen comunista, pero no hace falta irse tan lejos. En nuestro país es muy claro el proceso de ataque permanente de los diferentes Gobiernos socialistas a la institución de la familia como bastión de educación independiente del Estado. Lo mismo hizo la fracasada socialdemocracia sueca en 1932. Su gran objetivo era eliminar la labor educadora de los padres, y que el pensamiento de los jóvenes estuviera cuanto antes en manos del Estado. En España encontramos un ejemplo concreto de esta filosofía con la asignatura llamada Educación para la Ciudadanía, en la que se pretendía inculcar a los niños, ya desde muy pequeños, una serie de valores seleccionados por el propio Estado. Recuerdo que una de las barbaridades de semejante latrocinio intelectual era calificar a los empresarios como explotadores y personas despreciables.
En mi opinión, no se trata de que la sociedad española sea por naturaleza irresponsable respecto de su entorno, o incapaz de generar sociedad civil. El problema es que en nuestra historia moderna hemos sufrido una época totalitaria en la que el Estado era solo una persona, y otra en la cual se ha considerado que lo bueno era que el Estado fuera lo más grande posible, en nombre de los ciudadanos; y, no contentos con uno, hemos creado 17 más, de la mano de las comunidades autónomas; y otros cientos de Miniestados llamados municipios.
Es decir, hemos sufrido el efecto balancín (muy español), y pasado de un extremo al otro. Es verdad que nos han ido poniendo los caramelos envenenados de que el Estado somos cuanto más, mejor. Pero, como escribió a finales de mayo de este año el maestro intelectual César Vidal, tengo un sueño, y el mío coincide con el suyo de poder ver una España mejor, donde, por ejemplo, los empresarios, que son los que generan riqueza y empleo, ocupen una posición de prestigio, aceptada por todos.
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