Nuestro destino con el PRI
Alejandro Páez Varela
Desde siempre, mi museo mexicano favorito
fue el Tamayo, en la ciudad de México. Por muchas razones. Me gusta porque
exalta la figura de Rufino, quien renunció a contaminar su obra con causas
políticas a pesar de las presiones que recibió de artistas y del mismo Estado.
Me gusta el diseño del espacio, soberbio monumento de Teodoro González de León
y Abraham Zabludovsky.
Me gusta que esté sobre Chapultepec, me
gusta que sea para el arte contemporáneo y me gusta incluso que me recuerde a
una mujer que amé.
Ahora siento que se ha violado ese recinto
al incluir el nombre de Carlos Hank Rohn a una de las sala. Qué estupidez. Pinche gobierno de Felipe Calderón,
me cae. Tamayo se revolcará en su tumba, me temo.
Tampoco me asombra lo de Hank. Lo siento por
el significado que tiene justo para ése museo, pero no me asombra. Los nombres
de Carlos Slim, Roberto Hernández, Alfredo Harp Helú y otros empresarios (y sus
esposas) que se hicieron ricos en una sola generación, están en los lugares de
honor de casi cada museo en este país. Nadie
ha dicho una sola palabra. Ni siquiera los artistas
contemporáneos. Mañana, cada tortilla llevará el rostro de Roberto González
Barrera, “don Maseco”. Nadie recuerda quién es quién. La desmemoria y sus
billetes les han lavado el nombre por completo.
No es necesario ser Slavoj Žižek para
afirmar que el sistema no funciona. No es necesario llegar a los gritos, ni ser
un individuo de “izquierda radical” o un comunista come-niños para decir que
México, desde hace muchos años, se volvió uno de los ejemplos globales más contundentes y tristes de la
avaricia extrema y el sinsentido.
Nadie se atreve a revisar el caso de Carlos
Slim. Nadie. Es el hombre más rico del mundo sólo por las empresas que dirige
desde México, sólo por las rentas que le dan los monopolios que secuestraron
desde hace muchos años a los mexicanos.
A la mayoría se le olvida, pero habría que
recordar a individuos como Roberto Hernández no por museos, sino porque vendió
Banamex-Accival a Citibank sin pagar un solo peso de impuestos, gracias a que
Vicente Fox Quesada se los perdonó por los favores recibidos en la campaña
presidencial de 2000.
Todos olvidamos que su socio, Alfredo Harp
Helú, fue beneficiario al 50 por ciento de esa operación vergonzosa, aunque sea
dueño de galerías de arte y su nombre figure como patrono de cuanto museo y
cuanta exposición se visite en México. Hoy, multitudes de artistas, promotores
culturales e intelectuales “íntegros” se pelean una cena con él.
Se olvida que Carlos Hank Rohn llegó hace
apenas un par de años a la lista Forbes
a pesar de que una generación antes su padre era un simple “profesor” afiliado
al PRI.
Se olvida que los Azcárraga van a cumplir un
siglo viviendo del monopolio de la televisión gracias a que han comprado su
lugar en el Estado mexicano.
Se nos olvida lo mismo de Ricardo Salinas
Pliego, o de tantos y
tantos empresarios que se hicieron ricos al amparo del gobierno de México, a
costa de los ciudadanos y aprovechado su disciplinado (y cómodo) silencio.
La llegada de Enrique Peña Nieto a la
Presidencia, que tampoco me sorprende, es un recuerdo vergonzoso de todo lo anterior.
Él representa esa casta de vividores que han explotado
a los mexicanos y han lavado su nombre. Él representa la falta
de memoria de este país. Él, Peña Nieto, es un recordatorio vivo de qué tenemos
en la cabeza los mexicanos: les sacaron una marioneta, la acompañaron con una
estrella de telenovela, los vendieron (a ambos) hasta –o principalmente– en las
revistas del corazón que posee básicamente Televisa… y allí van, cayéndoseles
la baba, a votar por la maravillosa fórmula.
Qué ver-güen-za.
Ahora les adelanto lo que viene,
seguramente, en camino: el Monumento a Porfirio Díaz, el Hemiciclo a Gustavo
Díaz Ordaz, el Faro de Carlos Salinas, un Salón Martha Sahagún de Fox en Los
Pinos, la Avenida Emilio Azcárraga.
Y la Alameda Central llevará el nombre de
Felipe Calderón. Y el Teletón llevará el nombre de Vicente Fox.
Y luego, cuando termine el sexenio, la
Cineteca Nacional se llamará Angélica Rivera, y la Torre de Pemex cambiará por
Torre Romero Deschamps, y el Ángel de la Independencia tendrá la cara de Elba
Esther Gordillo.
Y bien podría cambiar una línea de nuestro
himno, para que el homenaje sea completo: “…un idiota en cada hijo te dio”.
Y nadie dirá un carajo. Porque nadie dice un
carajo. Porque los mexicanos aguantamos todo, siempre y cuando no se metan con
la Virgen, con la telenovela de las 4 de la tarde, o con los tragos del fin de
semana.
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