Los partidos de la izquierda y de la derecha de México han puesto en un aprieto al mandatario electo Enrique Peña Nieto.
El priísta, que asumirá la presidencia de México el 1 de diciembre,
tendrá que resolver en los próximos días cómo salir con los menores
costes posibles del entuerto en que se ha convertido una iniciativa de reforma laboral
que, además de buscar la modernización de las relaciones entre patrones
y trabajadores, pondrá a prueba los alcances de su vocación
democrática.
El Congreso surgido de las elecciones del pasado 1 de julio se instaló el primero de septiembre. Ese mismo día, el presidente Felipe Calderón
envió a los legisladores una iniciativa para actualizar luego de cuatro
décadas la Ley Federal del Trabajo. Además de flexibilizar la
contratación y el despido de empleados, situación que unos aplauden y
otros deploran, la propuesta laboral de Calderón obligaba a los
sindicatos a elegir por voto libre, directo y secreto a sus líderes, y
contenía reglas para que estos rindieran cuentas sobre el manejo de los
dineros de sus agremiados.
Dado que fue enviada a la Cámara de Diputados en calidad de
“iniciativa preferente”, la reforma tenía que ser votada en 30 días. Al
límite de ese plazo, los diputados aprobaron la propuesta del presidente
panista, no sin antes quitar, por encargo del PRI, los apartados que
incomodaban a los líderes sindicales: aquellos que obligaban a la
transparencia económica y garantizaban el voto libre. Trasquilada, la
iniciativa pasó al Senado, cámara que a su vez tendría el mismo plazo
para ratificar o modificar lo aprobado por los diputados.
La historia dio un giro cuando, usualmente enfrentados, los senadores del Partido Acción Nacional
y de los partidos de la izquierda (de la Revolución Democrática, del
Trabajo y Movimiento Ciudadano) se aliaron para devolver a la reforma
los ocho artículos que obligan a democratizar la vida sindical.
En la sesión del martes, fecha programada para votar, cuando los
priístas vieron que la derecha y la izquierda tenían asegurada la
mayoría, los senadores del PRI apoyaron a última hora como mal menor que
se modificara el artículo 364 bis, que reglamenta la transparencia de
la vida sindical. A pesar de eso, los priístas no pudieron impedir que
con 67 votos a favor, por 61 en contra el Senado aprobara la reforma en
sus términos más ambiciosos.
Ahora, la reforma regresará a la Cámara de Diputados, para que estos a
su vez ratifiquen o desechen los cambios del Senado. Esta operación
cancela el plazo que obligaba a los legisladores a resolver en 30 días
el destino de la iniciativa, pero al mismo tiempo encarecerá los costes
políticos al PRI si rechaza los cambios de la Cámara Alta.
Junto con dos partidos satélites, también llamados en México rémoras,
el PRI puede tener la mayoría en la cámara de Diputados. Aliado de
líderes sindicales que son motivo de escándalo por sus opacos manejos
–tan solo el fin de semana se reeligieron por seis años más
dos de los más añejos y criticados, Elba Esther Gordillo y Carlos
Romero Deschamps, del magisterio y de lo petroleros, respectivamente-, el partido que regresa al poder
luego de 12 años de Gobiernos panistas puede hacer que la iniciativa
laboral sea desechada o de nuevo recortada. Ambas salidas serían vistas
por algunos sectores como la capitulación de Peña Nieto ante los
poderosos líderes sindicales, una imagen que dista de la oferta de
modernidad que el príista comprometió durante la campaña electoral de la
cual resultó vencedor. En los próximos días, el presidente electo
tendrá ocasión de mostrar su habilidad política, y ya se verá como
resuelve una reforma cuyos méritos serían de Calderón mientras que los
defectos serían todos suyos.
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