En esencia la nueva ley no altera los trámites esenciales que regulan los viajes
Vicente Echerri
La nueva ley de inmigración que el régimen cubano promulgara esta
semana y que entrará en vigor a principios del próximo año vino a
confirmar las expectativas de los muchos que esperaban en Cuba la
supresión de algunas medidas onerosas que llevaban más de medio siglo en
vigor: en lo adelante no hará falta el permiso de salida ni la carta de
invitación para viajar, ni se les confiscarán sus propiedades a los que
emigren. En un país donde la primer vocación de los ciudadanos es
convertirse en extranjeros, y la primera carrera a que se aspira es la
de salir huyendo, estos anuncios –que aligeran los pesadísimos trámites
burocráticos que se han interpuesto durante tantos años en el camino de
la libertad y la realización personal de tantos– bien que hayan sido
recibidos con alivio, si no con alegría.
Las nuevas medidas se dan en el contexto de una cierta flexibilización que el gobierno de RaúlCastro
introdujo en el último año, que vino a despenalizar la compraventa de
inmuebles y autos y que permitió el regreso de la pequeña empresa
privada que había sido víctima de la llamada “ofensiva revolucionaria”
de 1968 que sólo sirvió para acrecentar las dificultades de vida y la
miseria colectiva desde entonces.
Sin embargo, así como las trabas impositivas, la ausencia de una genuina inversión y de un sistema de mercado hace que este proyecto de pequeñas empresas padezca de raquitismo congénito y esté condenado, en la mayoría de los casos, a un medro un poco por encima de la subsistencia; así también las nuevas regulaciones migratorias se producen en medio de una sociedad empobrecida, que despierta naturalmente el recelo y el rechazo en los consulados donde sus ciudadanos soliciten visados de turismo y que, con sus mecanismos represivos intactos, sigue haciendo de la posibilidad de viajar al extranjero, para un segmento significativo de los que podrían hacerlo por sus propios medios, un privilegio que el Estado otorga o niega.
Es de celebrar que una carta de invitación no le haga falta al ciudadano cubano para que su gobierno le otorgue un permiso de salida, lo cual, de suyo, es ya una aberración; pero estoy seguro que algún compromiso parecido exigirán las autoridades consulares de los países donde los cubanos quieran viajar, ya sea de instituciones o personas, a menos que se trate de individuos de sobrada solvencia, que algunos hay. La mayoría de los cubanos que vienen a ver a sus familiares en Estados Unidos, por ejemplo, carecen de medios para sufragar los costos de un viaje que –sólo en lo que a boletos de avión concierne– suelen ser exorbitantes si se tiene en cuenta la distancia que media entre ambos países; por consiguiente son esos familiares o instituciones –en algunos casos de académicos, artistas o intelectuales– los que tendrán que invitar y responsabilizarse por estos visitantes, como ha sido hasta aquí. En esencia la nueva ley, más allá de suprimir algún enojo adicional, no altera –y no puede alterar– los trámites esenciales que regulan los viajes de los cubanos al exterior.
A esto se suman todas las excepciones que el Estado se arroga con el pretexto de impedir o frenar la “fuga de cerebros”, lo cual deja en vigor las cartas de “liberación” que seguirán precisando los profesionales, deportistas, funcionarios de cierto rango, etc., para poder emigrar, así como el control que el Estado sigue ejerciendo sobre la emisión de pasaportes con una amplia latitud que sirve para amparar la práctica de la más insolente arbitrariedad.
Para los cubanos que residen en el exterior, el requisito de viajar a Cuba con un pasaporte nacional, aunque se hayan naturalizado en otro país, sigue siendo una medida de extorsión y control que viola hasta la propia constitución cubana, que no consiente la doble nacionalidad. Desde luego, existe una lista de excluibles, entre los que se encuentran aquellos que se han dedicado a “organizar, estimular, realizar o participar en acciones hostiles contra los fundamentos políticos, económicos y sociales del Estado cubano”. Me inscribo orgullosamente en este grupo, lo cual me exime de cualquier explicación de por qué ni siquiera he contemplado la posibilidad de regresar a mi país de origen mientras en él se mantenga el “orden” actual.
Ese “orden”, que parece edulcorarse en los últimos tiempos con ésta o la otra medida, producto más de un desesperado anhelo de supervivencia que de un auténtico deseo de reformas, es lo que necesita ser extirpado como una malignidad para la salvación de una nación entera. Otros expedientes menos ambiciosos son meras cataplasmas.
Las nuevas medidas se dan en el contexto de una cierta flexibilización que el gobierno de Raúl
Sin embargo, así como las trabas impositivas, la ausencia de una genuina inversión y de un sistema de mercado hace que este proyecto de pequeñas empresas padezca de raquitismo congénito y esté condenado, en la mayoría de los casos, a un medro un poco por encima de la subsistencia; así también las nuevas regulaciones migratorias se producen en medio de una sociedad empobrecida, que despierta naturalmente el recelo y el rechazo en los consulados donde sus ciudadanos soliciten visados de turismo y que, con sus mecanismos represivos intactos, sigue haciendo de la posibilidad de viajar al extranjero, para un segmento significativo de los que podrían hacerlo por sus propios medios, un privilegio que el Estado otorga o niega.
Es de celebrar que una carta de invitación no le haga falta al ciudadano cubano para que su gobierno le otorgue un permiso de salida, lo cual, de suyo, es ya una aberración; pero estoy seguro que algún compromiso parecido exigirán las autoridades consulares de los países donde los cubanos quieran viajar, ya sea de instituciones o personas, a menos que se trate de individuos de sobrada solvencia, que algunos hay. La mayoría de los cubanos que vienen a ver a sus familiares en Estados Unidos, por ejemplo, carecen de medios para sufragar los costos de un viaje que –sólo en lo que a boletos de avión concierne– suelen ser exorbitantes si se tiene en cuenta la distancia que media entre ambos países; por consiguiente son esos familiares o instituciones –en algunos casos de académicos, artistas o intelectuales– los que tendrán que invitar y responsabilizarse por estos visitantes, como ha sido hasta aquí. En esencia la nueva ley, más allá de suprimir algún enojo adicional, no altera –y no puede alterar– los trámites esenciales que regulan los viajes de los cubanos al exterior.
A esto se suman todas las excepciones que el Estado se arroga con el pretexto de impedir o frenar la “fuga de cerebros”, lo cual deja en vigor las cartas de “liberación” que seguirán precisando los profesionales, deportistas, funcionarios de cierto rango, etc., para poder emigrar, así como el control que el Estado sigue ejerciendo sobre la emisión de pasaportes con una amplia latitud que sirve para amparar la práctica de la más insolente arbitrariedad.
Para los cubanos que residen en el exterior, el requisito de viajar a Cuba con un pasaporte nacional, aunque se hayan naturalizado en otro país, sigue siendo una medida de extorsión y control que viola hasta la propia constitución cubana, que no consiente la doble nacionalidad. Desde luego, existe una lista de excluibles, entre los que se encuentran aquellos que se han dedicado a “organizar, estimular, realizar o participar en acciones hostiles contra los fundamentos políticos, económicos y sociales del Estado cubano”. Me inscribo orgullosamente en este grupo, lo cual me exime de cualquier explicación de por qué ni siquiera he contemplado la posibilidad de regresar a mi país de origen mientras en él se mantenga el “orden” actual.
Ese “orden”, que parece edulcorarse en los últimos tiempos con ésta o la otra medida, producto más de un desesperado anhelo de supervivencia que de un auténtico deseo de reformas, es lo que necesita ser extirpado como una malignidad para la salvación de una nación entera. Otros expedientes menos ambiciosos son meras cataplasmas.
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