Marx, Lenin y Gramsci
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
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En el Manifiesto Comunista de 1848, se
sostiene que “la burguesía es incapaz de gobernar” porque “la existencia
de la burguesía es incompatible con la sociedad” ya que “se apropia de
los productos del trabajo. La burguesía engendra, por sí misma, a sus
propios enterradores. Su destrucción es tan inevitable como el triunfo
del proletariado” (secciones 31 y 32 del segundo capítulo).
Y más adelante Marx y Engels escriben
que “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola
expresión: abolición de la propiedad privada” (sección 36 del capítulo
tercero), para concluir en la necesidad de que el proletariado se ubique
en el vértice político: “los proletarios se servirán de su supremacía
política para arrebatar poco a poco a la burguesía toda clase de capital
para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del
Estado, es decir, en las del proletariado organizado como clase
gobernante” (sección 52 del mismo capítulo, el cual concluye con la
necesidad de la revolución en la sección 54).
Lenin era mas sagaz que sus maestros ya
que nunca creyó que el llamado proletariado podía dirigir y mucho menos
gobernar una revolución (ni en ninguna circunstancia). Por eso escribió
lo que aparece en las páginas 391-2 del quinto tomo de sus obras
completas en el sentido que el vehículo de lo que denominaba “la ciencia
socialista”, a su juicio, “no es el proletariado sino la intelligentsia
burguesa: el socialismo contemporáneo ha nacido en las cabezas de
miembros individuales de esta clase”. Por esto también es que Paul
Johnson en su Historia del mundo moderno destaca que Lenin “nunca visitó
una fábrica ni pisó una granja”.
Todas las revoluciones de todas las
épocas han sido preparadas, programadas y ejecutadas por intelectuales.
Los obreros han sido carne de cañón y un adorno para los distraídos. Por
esto es que resulta tan importante la educación, los estudiantes y los
intelectuales porque, para bien o para mal, de esa formación depende el
futuro.
De todos los dirigentes comunistas el
que mejor vislumbró este punto crucial fue Antonio Gramsci en sus
escritos desde la cárcel fascista. Denominaba “guerra de posición” a la
tarea de influir en la cultura y “guerra de momento” a la toma del
poder. Creía en la trascendencia de la educación en todos los niveles,
especialmente en las faenas realizadas en las familias de obreros para
entrenarlos y formarlos como intelectuales defensores de los principios
comunistas.
Es muy común al indagar en las
experiencias de antiguos socialistas convertidos al liberalismo, que se
advierta que el autor que mas atrajo atenciones en cuanto a sus posturas
intelectuales anteriores era precisamente Gramsci. Pensadores de fuste
no son atraídos por los métodos violentos sino por las tareas de la
educación y la cultura. Por otra parte, en mis conversaciones con estas
personas he comprobado que, en general, el campo de conocimiento que los
ayudó a transitar el cambio de una posición a otra ha sido el de los
mercados competitivos, al percibir que, además de la falta de respeto a
la dignidad humana, la prepotencia estatal no puede contra los arreglos
libres y voluntarios en el contexto de los marcos institucionales de una
sociedad abierta.
El conocimiento está disperso y
fraccionado, lo cual se pone de manifiesto a través de los precios de
mercado que tramiten información a los operadores para asignar factores
productivos a las áreas más requeridas. En la medida en que aciertan
obtienen ganancias, en la medida en que se equivocan incurren en
quebrantos. Los megalómanos de turno, con la intención de “dirigir la
economía”, están, de hecho, concentrando ignorancia y apuntan a
sustituir el conocimiento de millones de personas es sus respectivos
“spots” por directivas ciegas emanadas desde el vértice del poder,
puesto que resulta imposible contar con la información presente en los
millones de arreglos contractuales simplemente porque no está disponible
antes que las operaciones se concreten.
Por otra parte, al arremeter contra la
propiedad privada se debilitan hasta desaparecer las antes mencionadas
señales, es decir, los precios, con lo que nadie sabe como proceder con
los siempre escasos factores productivos. En otros términos, además de
la falta de respeto a las libertades de las personas, las distintas
vertientes del régimen de planificación estatal constituyen un imposible
técnico. Sin precios o con precios falseados se desvanece la
posibilidad de la evaluación de proyectos y la misma contabilidad. Se
puede mandar, ordenar y decretar por puro capricho con el apoyo de la
fuerza bruta, pero no puede conocerse la marcha de la economía allí
donde se bloquean las señales que permiten asignar económicamente los
recursos disponibles.
Entre otros, estos han sido los errores
fatales de Marx y sus seguidores de todos los colores y constituyen las
razones del derrumbe del Muro de la Vergüenza en Berlín y de los
reiterados y estrepitosos fracasos de la planificación estatal de las
haciendas ajenas. Por eso los almacenes están rebosantes de mercancías
cuando se permite que funcionen los procesos de mercado y quedan
anémicos y vacíos cuando se entromete la arrogancia y la soberbia
inaudita del planificador gubernamental.
En un contexto más general respecto del
aparato estatal, vale la pena tomar nota de las crudas observaciones de
Hanna Arendt en “Truth and Politics”, en cuanto a que “nadie, que yo
sepa, ha contado la veracidad entre las virtudes políticas” y, en esa
misma línea por cierto alarmante, Talleyrand había escrito mucho antes
en correspondencia dirigida a Madame de Staël que “no se puede confiar
en un político a menos que sea corrupto puesto que, en ese caso, hay un
pacto personal y directo en el que sostenerse.”
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