02 octubre, 2012

No a la catastrófica guerra contra las drogas

Hace cuarenta años, en Estados Unidos se encarcelaba a menos de 200 de cada 100.000 habitantes. Pero entonces el presidente Nixon declaró la guerra a las drogas y ahora encarcela a más gente que ningún otro país; más incluso que los regímenes autoritarios de Rusia y China.
La guerra contra las drogas –contra la gente, en realidad– es indigna de un país que se proclama libre.


Los medios de comunicación difunden terribles historias relacionadas con los cárteles mexicanos de la droga. Pocos de mis colegas reparan en que se trata de una de las consecuencias de la guerra, en que la despenalización pondría fin a la violencia. No se conocen muchos cárteles del vino ni bandas de la cerveza. Nadie introduce en el país bebidas alcohólicas de contrabando. Los vendedores de alcohol con comerciantes, no camellos, y trasladan sus mercancías, no las contrabandean. En su mundo, las diferencias y disputas quedan a cargo de abogados, no de matones armados hasta los dientes.

Todo producto es susceptible de ser consumido en exceso, pero eso no significa que el Estado se encargue de impedirlo. El Estado se sale de madre cuando pretende protegernos de nosotros mismos.

Los delitos relacionados con la deroga se producen porque la droga se obtiene exclusivamente en el mercado negro, donde los precios son artificialmente elevados. Los consumidores de droga no roban porque ésta les empuje a hacerlo. El Gobierno nos dice que la heroína y la nicotina son igualmente adictivas, pero lo cierto es que nadie roba estancos para fumar Marlboro (la cosa podría cambiar si al tabaco se le impusieran impuestos prohibitivos).

Los defensores de la guerra contra la droga, ¿son conscientes de sus consecuencias? No lo creo.

John McWhorter, del Manhattan Institute, acusa a la guerra contra la droga por "destruir a la América negra". Por cierto: McWhorter es negro.
McWhorter ve en la ilegalización un sabotaje a las familias negras. "Las largas penas de cárcel son vistas como un timbre de gloria. Se ven (con cierta razón) como un castigo injusto por vender a la gente algo que la gente quiere. El exconvicto es un héroe en lugar de un perdido". Y enumera los efectos positivos que tendría el fin de la ilegalización. "Ya no habría más guerras territoriales entre bandas, ni menores disparándose... Los hombres trabajarían, como trabajaban en los viejos tiempos, hasta en los peores barrios, porque no tendrían más remedio".

Si las drogas fueran más baratas y accesibles, ¿provocarían una catástrofe? De nuevo McWorther: "Nuestra inquietud ante la idea de vender heroína en las tiendas es comparable a la que tenían los partidarios de la Ley Seca ante la idea de vender bourbon en las tiendas. Acabaremos por superarla".         
Los medios nos dicen que ciertas drogas son tan duras que enganchan al consumidor tras una sola toma. Pero las propias estadísticas oficiales lo desmienten. Según el Instituto Nacional de Salud, 36 millones de estadounidenses han probado el crack; pero sólo el 12% de ellos lo ha consumido durante el último año, y menos del 6% lo ha hecho en el último mes. Si el crack es tan adictivo, ¿cómo es que el 88% de los consumidores lo dejan?
Si las drogas fueran legales, supongo que, en un primer momento, la gente las probaría. Pero la mayoría las abandonaría. Con el tiempo, el consumo descendería, igual que ha descendido en Portugal, donde todas las drogas están despenalizadas, y en Holanda, donde está permitido el consumo de marihuana. Aumentaría el número de jóvenes con un trabajo digno de tal nombre, y la Policía podría centrarse en combatir la auténtica delincuencia.
Cuando un asunto provoca honda controversia entre la opinión, lo mejor es dejar que actúe la –voluntaria– presión social, no la coacción estatal. Así es como la mayoría de los americanos decide si beber alcohol o ir a la iglesia. Las redes sociales voluntarias tienen sus propios mecanismos de penalización de las malas conductas, y conforman mensajes mucho más sutiles sobre qué es y que no es aceptable. El Estado, con su molde único, decididamente no es la mejor solución.
"Si se admite el principio de que es deber del Estado proteger al individuo de sus propias imprudencias, ¿por qué no va a impedirle leer malos libros, malas obras de teatro, etcétera?", se preguntaba Ludwig von Mises. Y sentenciaba: "Los daños que producen las malas ideologías son más perniciosos (...) que los que producen las drogas".
Si los adultos somos dueños de nuestro cuerpo, deberíamos igualmente tener el control sobre lo que le metemos. Es legítimo que el Estado me proteja de los conductores imprudentes o de los conductores borrachos, pero no de mí mismo.

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