Una carrera decisiva
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
No resulta necesario detenerse a detallar todos
los prodigiosos adelantos tecnológicos que se han ido acumulando en
nuestra era en los campos más diversos. No se necesita ser un observador
avezado para constatar tanto adelanto de magnitudes colosales. Pero
este importantísimo fenómeno es solo un contendiente en la carrera en el
inmenso teatro de la civilización.
Hay otros dos participantes
que revisten una inmensa importancia y son decisivos para el éxito final
del primer contendiente mencionado. Se trata en primer lugar del calado
espiritual de los seres humanos, antes que nada referido a la
comprensión moral de sus actos, en otros términos, de la vital
distinción entre lo que está bien y lo que está mal en sus conductas
para proceder en consecuencia. El hombre es la única especie a la que
pude aplicarse la idea moral puesto que está dotado de libre albedrío,
es decir, de psique, mente o estado de conciencia.
Observamos con
preocupación que con pequeños espacios de libertad la energía creativa
produce inventos de extraordinaria valía pero si se pierde la brújula
moral aquellos progresos se emplearán para el mal y terminarán
extinguiendo la misma capacidad productiva en todos los órdenes.
El
eje central de la moralidad consiste en el respeto por las autonomías
individuales de lo cual el resto se sigue. Esto está directamente
vinculado a la gran mayoría de lo que se dice hoy día en cuanto a las
concepciones colectivistas que degluten al individuo. A título de
ejemplo, pensemos en la degradada noción del derecho para convertirlo en
una especie de carta blanca para saquear al prójimo. Consideremos las
propuestas de los integrantes de aparatos estatales en lo referente al
manejo prepotente de las vidas y haciendas ajenas en una carrera
desenfrenada por regular todos los espacios de las acciones libres y
voluntarias de las personas. Veamos la imposibilidad de contratar tal
como las partes estiman pertinente sin lesionar derechos de terceros.
Miremos el cuadro lamentable de la llamada educación en la que los
gobernantes se inmiscuyen sin reparo alguno. Constatemos la caterva de
disposiciones y cortapisas para concretar transacciones con personas
ubicadas más allá de las fronteras. Verifiquemos las legislaciones
sindicales que contradicen de manera grotesca la libertad de asociación.
Hay que percatarse de los atropellos del Leviatán al manipular los
activos monetarios con que se realizan intercambios pacíficos.
Comprobemos las burdas estratagemas que utilizan megalómanos para
cercenar la libertad de expresión. Examinemos la catarata de
imposiciones desde el vértice del poder que estrangulan todo tipo de
decisiones privadas.
En mis escritos he incluido en repetidas
ocasiones la maravillosa cita de Tocqueville que resume el aspecto
medular que estamos señalando: “De hecho, aquellos que valoran la
libertad por los beneficios que ofrece, nunca la han mantenido por mucho
tiempo […] El hombre que le pide a la libertad más que ella misma, ha
nacido para ser esclavo”. Nada se gana con disponer de todo lo
imaginable si no se es libre para elegir el destino de lo que se tiene.
Es lo mismo que aquel fulano del cuento que vendió su libertad por
millones y millones sin percibir que de nada le sirve un ingreso
extraordinario si no puede usar y disponer, características que son la
esencia de la propiedad, precisamente el derecho que le es primeramente
conculcado en estos contextos.
Una vez, hace mucho tiempo, escribí
una columna titulada “La civilización es frágil” para destacar que el
largo, difícil y azaroso proceso en el que se forma la civilización
siempre basada en normas de respeto recíproco, pero es fácil y rápida su
destrucción. Entonces, hoy somos espectadores de una carrera suicida en
la que la conducta moral queda grandemente rezagada con lo que los
cimientos del progreso se encuentran severamente amenazados, lo cual, en
definitiva, convierte en inútil y hasta contraproducente el avance
tecnológico que será irremediablemente empleado para acelerar la
decadencia.
El tercer competidor está conformado por los enemigos
declarados de todo vestigio civilizado. Son los que representan las
distintas vertientes del totalitarismo. Comparado con la antes
mencionada degradación moral, este competidor no resulta tan peligroso
ni devastador. Más aún estaría anulado y neutralizado en sus
pretensiones si la fuerza moral en que descansa la civilización
estuviera en su plenitud en otros ámbitos.
Estas mentes
totalitarias no siempre comienzan con la idea de arrasar con todo, son
muchas veces procesos escalonados, incluso hay quienes se quedan en las
primeras instancias sin prever el ímpetu que desatan ya que en estas
lides una cosa conduce a la otra hasta que resulta tarde para revertir
la situación cuando se vislumbran las consabidas purgas, primero
incruentas y luego cruentas. En esta caracterización todo parte de la
arrogancia superlativa de mandones que cobijan la peregrina noción de
que es posible manejar el universo desde el poder. Y no solo no tienen
consideración alguna por la fabulosa presunción del conocimiento que
ello significa con lo que la desarticulación es completa, sino que no
tienen el menor respeto por los gustos, preferencias e inclinaciones de
los súbditos en medio de extenuantes discursos donde ni siquiera cabe
una inflexión para no trasmitir inseguridad.
En esta misma línea
de pensamiento, los súbditos al principio se convierten en serviles
cortesanos que aplauden todo lo que provenga del poder hasta que se dan
cuenta en lo que se han metido, en cuyo caso hay algunos que atinan a
reaccionar muy tardíamente mientras otros piden más castigos custodiados
por los rufianes que hacen de comisarios a cambio de prebendas de gran
envergadura.
Sin duda que la antiutopía de Orwell del Gran Hermano
no es nada al lado de la de Huxley (especialmente en su versión
revisitada) en cuanto a seres anestesiados que piden ser subyugados para
mal de quienes mantienen su dignidad y sentido de autoestima,
encandilamientos que tienen lugar siempre debido a la manera en que se
van carcomiendo los cimientos morales, primero en lo chico y después en
lo grande hasta que el olor a podrido envuelve los recovecos y
finalmente cubre la totalidad del espectro social en el que quedan
pequeños fragmentos de decencia que se debaten en un clima sumamente
adverso y pervertido.
Hay quienes se ilusionan con salir de tanto
excremento en base al mencionado primer contendiente, es decir, en base
al ingenio creador que se traduce en la tecnología como es ahora la
avanzada investigación de ciudades en el espacio para zafar del
asfixiante Leviatán (al fin y al cabo nuestro planeta está suspendido en
el espacio y gira en torno al sol a 1.700 kilómetros por hora sin
piloto de carne y hueso) y también notables proyectos de ciudades en el
mar (además de los denodados esfuerzos y dificultades para poder
concretar “ciudades libres” en nuestro mapa). Indagar en aquello
efectivamente trasmite grandes esperanzas, pero también fracasarán
estrepitosamente si no se fortalece y alimenta al segundo competidor
clave, cual es el contenido moral de los habitantes, lo cual no se
modifica por la ubicación geográfica sea en la tierra, en el espacio o
en el mar.
Decía al comienzo que el aspecto medular de la noción
moral reside en el respeto irrestricto a las autonomías individuales. A
título del ejemplo más chocante de la masacre que se infringe a esa
noción vital, me refiero al mal llamado “aborto” que es en verdad
homicidio en el seno materno puesto que, como han explicado tantos
científicos, la microbiología muestra que desde el instante de la
fecundación del ovulo hay un ser humano en acto con toda la carga
genética completa que naturalmente está en potencia de muchas otras
cosas como todos los humanos, independientemente de su edad. No hay una
mutación de la especie entre una etapa y otra, la aniquilación física de
una persona como una manifestación agresiva en cualquier circunstancia
se traduce en un crimen pero en la mencionada constituye un acto de
cobardía mayúsculo, el “síndrome Polonio” tal como lo describe Julián
Marías al conectarlo con el drama shakespereano en el que se le
atraviesa una espada por el cuerpo de una persona a través de una
cortina sin mirarle la cara. Hay situaciones que son espantosamente
monstruosas como la violación pero nada justifica descargar la furia
contra un inocente. Luis F. Lejeune ha reafirmado que “aceptar el hecho
de que con la fecundación comienza la vida de un nuevo ser humano no es
ya materia opinable. La condición humana de un nuevo ser desde su
concepción hasta el final de sus días no es una afirmación metafísica,
es una sencilla evidencia experimental”. Es un chiste macabro el
alardear de “derechos humanos” y al mismo tiempo suscribir los
homicidios más espeluznantes y vergonzosos de nuestro tiempo. Si no se
respeta el elemental derecho a la vida, la carrera está perdida de
antemano.
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