22 noviembre, 2012

El nuevo paradigma mexicano

Jorge G. Castañeda y Héctor Aguilar Camín
Como hemos sostenido reiteradamente en estas páginas, México ha sido durante mucho tiempo preso de su historia. Ideas, creencias, intereses heredados le han impedido moverse con rapidez al lugar que quieren sus ciudadanos. La herencia del nacionalismo revolucionario estableció tradiciones indesafiables: nacionalismo energético, congelación de la propiedad de la tierra, sindicalismo monopólico, legalidad negociada, dirigismo estatal, “soberanismo” defensivo, corrupción consuetudinaria. Éstos fueron vicios, creencias y costumbres que el país adquirió en distintos momentos de su historia, un coctel anacrónico pero que fue bien sembrado en la conciencia y la conducta públicas, y que se resiste aún a abandonar la escena, encarnado como está en hábitos sociales, intereses económicos y clientelas políticas que repiten viejas fórmulas porque defienden viejos intereses.
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La noticia es que todo esto puede haber cambiado y el país se dispone a dejar atrás, de una vez por todas, sus lastres mentales. Los años de la democracia han sido de frutos magros, si se les compara con las desorbitadas esperanzas que la propia democracia generó, pero han traído al primer plano de la vida pública al menos el inicio de un nuevo paradigma nacional, una visible convergencia de la mayoría de los mexicanos en torno a valores y exigencias que pueden parecer normales en cualquier democracia y cualquier economía modernas, pero que no se han vuelto parte del paisaje de México sino en los últimos años, justamente con la apertura de su vida política a la competencia democrática, y de su economía al libre mercado y la globalización. Son los valores de una nueva cultura política que bien pudiera ya ser el nuevo piso común donde estamos parados. Son relativas novedades históricas, certidumbres colectivas que poco o nada tienen que ver con el horizonte anterior del nacionalismo revolucionario. Abusando del prestigio del número, digamos diez:


Primero, la convicción de que no hay otra vía legítima para alcanzar el poder o conservarlo que las elecciones y que éstas deben ser: libres, equitativas, minuciosamente democráticas.

Segundo, el clamor nacional contra la corrupción y su contraparte: la exigencia de transparencia y rendición de cuentas en todas las instancias de gobierno y de todas las formas de ejercicio del poder.

Tercero, el compromiso universal con los derechos humanos, con la vigencia del Estado de derecho, la igualdad ante la ley y su contraparte: el repudio a la impunidad y al privilegio.

Cuarto, la exasperada demanda en una solución de fondo, propiamente histórica, a la baja calidad de las instituciones de procuración de justicia y seguridad pública.
Quinto, el imperativo moral de combatir la pobreza, asociada a la alta expectativa de un sistema de seguridad social universal que acompañe y consolide el paso de una sociedad históricamente desigual extrema a una de clases medias mayoritarias y homogéneas.

Sexto, el rechazo a toda política de déficit públicos, desequilibrios macroeconómicos o discrecionalidad gubernamental en el ejercicio del gasto público.

Séptimo, una cultura pública contraria a la lógica abusiva de monopolios, oligopolios y poderes fácticos de toda condición y origen, públicos o privados, individuales o corporativos, sindicales o empresariales.

Octavo, una apertura a las ventajas de la globalización, el libre comercio y la integración económica con América del Norte, a la que el país acude con profundidad, eficacia y creciente conciencia de sus enormes oportunidades.

Noveno, un rechazo a la violencia y la exigencia de un Estado fuerte capaz de contenerla, no para regresar a su antiguo estatus de instancia controladora y opresiva sino para cumplir la tarea primera de un Estado que es dar seguridad a sus ciudadanos.

Décimo, una difusa, frustrada, incrédula pero potente aspiración de crecimiento económico, oportunidades, empleos, creación de riqueza y prosperidad.

Ningún actor político de peso puede desafiar hoy en día estos mandamientos de la cultura política mexicana sin encontrar en el público alguna forma clara de rechazo. Éstos son los nuevos valores que rigen el discurso público del país, en muchos casos de dientes para afuera, pero en todos los casos de manera pública: sinuosa o generosa, pero expresa. Decimos discurso, no realidad. Los valores esbozados son una hoja de ruta, no una lista de logros. Hacer realidad esos valores es la nueva aspiración histórica de México, la brújula de su nueva moral colectiva, de su nuevo proyecto de nación, hijo esta vez de la democracia y de la convergencia, no de la hegemonía de un régimen o un partido político.

El nacionalismo revolucionario que engendró al PRI ha sido desplazado a fuego lento por este nuevo paradigma, que la campaña presidencial y los resultados electorales del 2 de julio de 2012 dejaron ver con claridad, aunque no otorgaran a nadie un mandato único para llevarlo a cabo.

Las elecciones de 2012 volvieron a poner a México en la situación de un gobierno dividido, con una izquierda más inclinada a bloquear que a inducir reformas modernizadoras, y una rivalidad del PRI y el PAN que podría echar por tierra en la lucha política de cada día los ostensibles acuerdos estratégicos que ambos partidos comparten sobre los cambios de fondo que el país necesita. El hecho político de fondo es que nunca han estado más cerca los propósitos estratégicos de cambio y las políticas públicas propuestas por el PRI y por el PAN, al tiempo que en la izquierda empieza a verse el atisbo de una corriente dispuesta no sólo a bloquear sino también a pactar y a influir en los cambios.
Conviene recordar que la alianza del PAN y del PRI es la que ha hecho las reformas fundamentales del México moderno desde el año de 1988. La izquierda se ha mantenido al margen de esas convergencias estratégicas, yéndose a la vanguardia, y no es poco, en la legislación liberal de costumbres para la ciudad de México (aborto, matrimonios del mismo género con derechos plenos de pareja).

¿La restauración?

Lo cierto es que el PAN y el PRI pueden volver a ser aliados en los años que vienen pues coinciden en cuestiones fundamentales. Pero el triunfo del PRI en las elecciones de 2012 presenta un problema anterior: la pregunta de si en vez de un salto político México no podría estar viviendo un salto hacia atrás, una restauración priista.

Creemos que la restauración en un sentido estricto, y aun en el laxo, no parece una opción clara y viable para nadie, empezando por el nuevo gobierno, cuyas acciones estarán severamente limitadas por un balance de poderes de realidad innegable. Históricamente en México quien dice restauración dice también populismo, alude a las peores tradiciones del PRI: un Estado autoritario, sostenido en la cooptación de clientelas, cuya irresponsabilidad fiscal crónica (sistémica) engendró las crisis económicas de 1976, 1982, 1987, 1994, y lo hizo perder la presidencia en el año 2000.

La restauración puntual de aquel régimen es imposible porque la democracia hizo pedazos su pieza clave, a saber: la existencia de un partido hegemónico, con mayoría constitucional soviética en las cámaras, cuyo dueño era un presidente sin contrapesos ni en los otros poderes públicos, ni en los órganos de decisión económica, ni en la selección de los altos puestos políticos, otorgados todos desde arriba gracias al control abrumador del PRI sobre las elecciones y sobre la política profesional.

No todo aquel régimen desapareció, ni toda aquella red de intereses. La democracia ha exhibido y desacreditado los restos, pero no los ha erradicado. La corrupción de viejo cuño es moneda corriente en la política local. Los grandes sindicatos públicos son más fuertes y más autónomos que nunca, lo mismo que los monopolios estatales y los privados. Ni unos ni otros se han sometido, bien a bien, ni al poder ni a la ley.

La paradoja es que esos mismos fragmentos conspiran contra la posibilidad de la restauración de un poder presidencial que pueda someterlos. Ni los poderes locales, ni los sindicatos grandes, ni los empresarios dominantes quieren un presidente fuerte. Los votantes tampoco: en todas las elecciones desde 1997 le han negado la mayoría legislativa a cuatro jefes de Estado. Ya eso bastaría para no hablar de restauración, mucho menos del riesgo de un gobierno populista que le repita al país las borracheras presupuestales y las crudas de austeridad que reventaron el dominio priista.

El PRI puede no haber cambiado, pero el país sí. En primer lugar, aunque nadie lo diga en público ni lo reconozca lealmente en privado, Peña Nieto es el primer presidente de la historia del PRI electo por sufragio universal y no por el famoso “dedazo”. Todos sus antecesores, desde 1934, fueron nombrados y, cuando fue necesario, impuestos por el presidente en turno. La forma de la elección puede no tener consecuencias a la hora del gobierno, pero nadie puede negar la diferencia de origen que hay entre ser designado por “dedazo” presidencial y ganarse la elección en una competencia donde el gobierno del propio partido no es el factor central. Quienes piensan que el dedazo simplemente cambió de dueño pasando de Los Pinos a Televisa, simplemente desconocen el antiguo poder de Los Pinos, y probablemente el poder real de Televisa.

Como presidente, Peña Nieto enfrentará los mismos contrapesos, obstáculos y retos que Fox y Calderón: no tendrá mayoría absoluta en ninguna de las cámaras, tendrá que lidiar con el contrapeso de un gobierno dividido y tendrá frente a sí, en el Distrito Federal, al segundo personaje electo más poderoso del país, el jefe de gobierno capitalino, Miguel Ángel Mancera.
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El nuevo mandatario deberá convivir con una considerable diversidad de instituciones autónomas que el país ha construido en estos años, y que no son simples cajas de registro de instrucciones de la presidencia. La primera, y la más importante, es la Suprema Corte de Justicia, fuente de grandes dolores de cabeza para Fox y Calderón, y de grandes beneficios para la sociedad mexicana. La segunda es el Instituto Federal Electoral, que pese a sus altas y bajas recurrentes imprime un sello innegable de legitimidad a cada elección federal de presidentes y Congreso. Sigue el Banco de México, dotado de plena independencia desde 1993, y una garantía parcial de prudencia macroeconómica, por lo menos en lo que corresponde al ámbito monetario. El Instituto Federal de Acceso a la Información, autónomo también, es fuente de transparencia y de jaquecas para todos los poderes en México, lo mismo que la Comisión Nacional de Derechos Humanos, una caja de resonancia cabal, incluso estridente, en su materia. Por último, el INEGI, fuente oficial de las estadísticas nacionales, con mejores y peores momentos, genera datos objetivos y confiables imposibles de manipular, sobre la economía y la sociedad mexicanas. Ni Peña Nieto ni nadie podrá domar a estas burocracias, suponiendo que deseara hacerlo. Un campo de batalla distinto, con mayores posibilidades de ser capturado, por su mayor debilidad institucional, es el de los entes reguladores semiautónomos, como las comisiones de banca y valores, de telecomunicaciones, de competencia, de hidrocarburos. Pero la tendencia nacional en la materia no es a tolerar sino a impedir o al menos delatar la captura de esos espacios.

También juegan como frenos a la restauración, aunque en ocasiones su calidad deje mucho que desear, los medios de comunicación mexicanos, más libres y poderosos que nunca. Y, pese a su debilidad histórica, la sociedad civil mexicana que se encuentra más organizada y es más vigorosa que en cualquier momento de nuestra historia.
La relación de México con el mundo también ha cambiado y es una bienvenida camisa de fuerza contra las antiguas discrecionalidades nacionales. México está envuelto en una profusa red de acuerdos internacionales con cláusulas de todo género sobre conductas internas en materia de libre comercio, corrupción, democracia, derechos humanos, laborales, políticas ambientales, de etnia o de género, que no pueden ser desconocidas o aplicadas a capricho. A esto hay que agregar la multitud de otros instrumentos internacionales suscritos y/o ratificados por México desde 1998, y que hoy nos someten a un escrutinio externo en ocasiones irritante, pero bienvenidos para quienes creen en el valor universal de ciertos principios. El caso Wal Mart y la denuncia de sus repetidos ejemplos de soborno a autoridades locales, denunciado en tres planas enteras por The New York Times, es emblemático: ni el diario, ni la Security Exchange Comission, ni los accionistas de la empresa más grande del mundo se interesaban antes así por México. El lugar y la visibilidad de México en el mundo han cambiado.

El nuevo paradigma: Acuerdos y consensos
Si el paisaje de los contrapesos a una restauración es convincente, el de las convergencias hacia el futuro en reformas clave para el país es prometedor y ha sido premiado abrumadoramente por los votantes. En un texto que los lectores de nexos recordarán, pues sus resultados fueron difundidos en las páginas de esta revista, un texto firmado por mexicanos de distintos ámbitos profesionales, políticos, regionales y generacionales, unas semanas antes de la elección presidencial de julio de 2012, les fueron planteadas a los candidatos algunas preguntas clave sobre sus planes de gobierno. Los cuatro candidatos respondieron por escrito a los firmantes, tres de ellos en reuniones públicas. Los consensos de sus respuestas muestran un ánimo de acelerar el cambio, no de contenerlo. Usamos la palabra consenso en su sentido estricto: unanimidad.

Todos los candidatos coincidieron en estas cinco cosas: 1. Seguridad: Más y mejores policías y retiro gradual de las fuerzas armadas de las tareas de seguridad pública. 2.
Corrupción: Creación de un organismo o de una comisión nacional contra la corrupción. 3. Educación: Evaluación independiente del sistema educativo. 4. Hacienda: Supresión de exenciones y privilegios fiscales. 5. Procuración de justicia: Autonomía técnica del Ministerio Público.

A estos consensos pudieron sumarse varios acuerdos puntuales de cuatro partidos —PRI, PAN, PVEM y Panal— que sumaron poco menos del 70% de la intención de voto. Son los siguientes:

1. Petróleo. Abrir Pemex a la inversión privada.

2. Estado de bienestar: Crear una red de seguridad social universal.

3. Inversión. Fomentar la inversión asociada de fondos públicos y fondos privados.

Se diría por estas convergencias programáticas, premiadas electoralmente por casi el 70% de los votos, que el país está en el camino de terminar su transformación política y económica, más que en el ánimo de echarla para atrás. A la lógica de la construcción se opone la lógica del conflicto postelectoral, reabierto por segunda vez desde la izquierda en las elecciones de 2012. Pero aun en eso hay una historia positiva que recordar. En 1988, una crisis mayúscula de protesta postelectoral, también desatada desde la izquierda, con razones bastante más serias que en 2006 y 2012, llevó al PRI y al PAN a pactar los términos de un tránsito institucional a la democracia, una liberalización de la economía, una normalización de las relaciones con las iglesias y el fin del reparto agrario. Desde entonces, ninguna reforma de alguna profundidad ha sido hecha en México sino por la negociación del PRI y el PAN. Son sus desacuerdos los que han frenado al país, visto que en el flanco izquierdo no ha habido hasta ahora sino una oposición o un vacío. Ojalá este flanco cambie.

Por lo que hace al PRI y al PAN existe hoy una complementariedad sin precedente en sus agendas y están relativamente claros los términos del intercambio. Como siempre, el diablo está en los detalles: Peña Nieto ha dicho que quiere inversión minoritaria en Pemex (el PAN está de acuerdo); concentrar el esfuerzo de seguridad en el combate a la extorsión, el secuestro y el homicidio y en construir una policía nacional mucho más grande (el PAN está más o menos de acuerdo); establecer la jornada completa en la educación primaria y dotar de una computadora específicamente para niños a los alumnos de quinto y sexto años (el PAN no lo hizo y probablemente no le encante). Construir un sistema de protección social universal financiado por el fondo fiscal central (en buen castellano significa generalizar el IVA y eliminar los subsidios a la gasolina; el PAN más bien no está de acuerdo).

De todos los proyectos esbozados por el nuevo gobierno, acaso el de la seguridad social universal financiado con impuestos al consumo es el de mayor calado histórico y el de mayor complejidad política e institucional. Lo ha desarrollado de manera independiente Santiago Levy, quien en esta misma edición de nexos ofrece una visión puntual de su proyecto, con los números indispensables para una discusión seria. Su propuesta, que hemos hecho nuestra en diferentes textos, es una pieza central de lo que llamamos el nuevo paradigma y debe ser leída en línea con nuestra idea del camino deseable para México.

No es nuestra opinión, sin embargo, lo que importa para efectos de andar ese camino, sino la lógica de negociación política y los acuerdos a que puedan llegar el PRI y el PAN.

Para hacer un gobierno exitoso, de altos rendimientos económicos y sociales, el PRI necesita las reformas que él mismo ha contribuido a detener en estos años: en el ámbito energético, fiscal, laboral y educativo. El PAN quiere a cambio tres o cuatro reformas políticas de la mayor importancia: reelección de legisladores y alcaldes, la segunda vuelta en la elección presidencial, referéndum vinculante para cambiar la Constitución y reforma de los sindicatos públicos con tres decisiones clave: fin a la retención y entrega de cuotas sindicales por el gobierno, fin a la llamada “toma de nota”, mediante la cual el gobierno reconoce a las dirigencias sindicales, y fin a la cláusula de exclusión, mediante la cual un sindicato puede expulsar del trabajo a quien no se subordina política y laboralmente a sus criterios. Peña Nieto ha manifestado su desacuerdo tajante o con matices a todos estos puntos.

Se disciernen claramente las bases de un entendimiento: el nuevo gobierno debe ceder en aspectos políticos que no le gustan (aunque los aprueba una parte del PRI) y el PAN debe aprobar reformas que el PRI obstaculizó y que pueden resultar impopulares pero que darán al gobierno y al país grandes rendimientos en el mediano y largo plazos.
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Esta lógica básica del quid pro quo del intercambio PAN-PRI ha quedado de manifiesto durante el proceso legislativo de la ley laboral, enviada al Congreso por el gobierno saliente de Felipe Calderón, con un capítulo de transparencia, democracia interna y rendición de cuentas de los sindicatos a sus agremiados, capítulo que fue matizado hasta su casi desaparición en la Cámara de Diputados y revivido por el PAN en la de Senadores, lo que pospondrá al menos por un tiempo, y en el peor de los casos detendrá en el Congreso, una ley laboral con muchos aspectos positivos en el ámbito de las condiciones de contratación y despido, así como en el de mitigar los efectos de la cláusula de exclusión por el mismo mecanismo de legalizar la subcontratación libre de trabajadores.

Del interregno
a la prosperidad

Se diría que la mesa está puesta para que, como ha empezado a suceder en los meses del interregno, el gobierno y las oposiciones que suman en el Congreso una mayoría constitucional puedan adelantar la agenda y poner fin a demasiados años de lentitud y posposición de las decisiones estratégicas necesarias.

El periodo que va de la elección en julio hasta la toma de posesión en diciembre tiende a ser de zozobra e incertidumbre. Es un timing institucional absurdo que hace convivir por demasiados meses a un gobierno saliente que es perro sin dientes y a uno entrante que no puede empezar a gobernar. No es raro que, históricamente, un periodo tan largo de relativo vacío de poder haya producido en México devaluaciones, protestas, expropiaciones, sordas pugnas intestinas y hasta rumores de golpe de Estado (en 1976). Ha tenido también momentos tersos pero improductivos como en el año 2000, y uno de protesta electoral que dañó a todas las partes en 2006 y se ha repetido, con menor intensidad, en 2012. El sufrimiento enseña y los gobiernos entrante y saliente de 2012 han tratado de negociar en mutuo beneficio un interregno productivo, vale decir: un periodo de sesiones del nuevo Congreso (septiembre-diciembre) donde puedan acordarse ya algunas reformas clave que cuelguen medallas en el pecho del gobierno saliente y limpien el terreno para el entrante.

Los meses del interregno transcurrido desde las elecciones de julio parecen los más prometedores de mucho tiempo. Para empezar, en el primer periodo de sesiones del nuevo Congreso entró en vigor la reforma que permite al presidente enviar dos iniciativas de ley de obligatoria revisión, dictaminación y voto en los treinta días siguientes a su llegada a las cámaras (treinta para los diputados y treinta para los senadores). En el marco de una transición suave y pactada, el gobierno saliente envió al Congreso dos iniciativas, una que uniforma la contabilidad pública nacional, evitando opacidades y trampas por diversos sistemas de registros, instrumento técnico clave de transparencia, otra la referida al trabajo, que incluye un capítulo propiamente laboral y otro de regulación de la vida política y la rendición de cuentas de los sindicatos.

El resto de la agenda congresional para el interregno y los primeros meses del nuevo gobierno, va en el rumbo del nuevo paradigma. Se han planteado, propuesto o comprometido por el nuevo gobierno cambios legislativos para dos tipos de reformas: las de carácter estructural y las derivadas de la coyuntura política posterior a las elecciones.

Las primeras se refieren a la cuestión laboral, ya comentada; la cuestión energética, que incluye la apertura de Pemex a la inversión privada; la cuestión hacendaria, que supone el cierre de las exenciones y privilegios fiscales, asunto vinculado, como hemos dicho antes, a la más ambiciosa de las reformas planteadas por el gobierno entrante: el financiamiento y construcción de un sistema universal de seguridad social para todos los mexicanos, por el hecho de serlo.

El fragor de la batalla electoral trajo a la agenda tres reformas de coyuntura, destinadas a satisfacer reclamos de la opinión pública y de la oposición, que el gobierno entrante codificó en tres propuestas: una comisión nacional autónoma contra la corrupción, una ampliación de las facultades de investigación del Instituto Federal de Acceso a la Información a las finanzas de estados y municipios, y una comisión ciudadana adicional para administrar un mecanismo transparente de gasto de dinero público en los medios de comunicación.

Difícil imaginar un proceso legislativo virtuoso que, venciendo la lógica fatal de los gobiernos divididos, produzca de pronto una lluvia de acuerdos y reformas, luego de quince años de frenos y bloqueos. Lo importante no será tanto cuántas reformas se aprueben sino cuántas señales trascendentes puedan enviarse desde el gobierno y el Congreso sobre el lugar adonde se quiere ir, como Estado y como país. A nuestro juicio, tres señales fundamentales serían las siguientes:

Primero, poner fin al tabú petrolero mediante una reforma constitucional que permita la inversión privada minoritaria en Pemex. Pemex es más que una empresa, es un emblema. Abrirla a la inversión privada representaría un salto legal y simbólico de grandes proporciones, un antes y un después mental en la historia contemporánea de México. El mensaje sería poderoso: México dice adiós finalmente a las trabas que le impone su pasado y apuesta al futuro.

Segundo, un plan de inversión pública en infraestructura de cara al nuevo mapa regional de México, para conectar a las regiones entre sí y para fortalecer sus vínculos con el resto del mundo: puertos, puentes, carreteras, aeropuertos, aduanas internas, claustros industriales, centros de autorización para comercio con Estados Unidos, redes de conectividad y multiplicación de ancho de banda.

Tercero, pero quizá lo más importante: un aumento sustancial de los recursos públicos atados al financiamiento de un piso de seguridad social universal, para todos los mexicanos por el hecho de serlo. Pensamos en la equidad social como una estrategia de creación y distribución de riqueza, no sólo como combate asistencial a la pobreza. Sin un piso de consumidores protegidos y fortalecidos por un sistema universal de seguridad social que reduzca la informalidad, el mercado interno y la productividad no mejorarán todo lo que el país necesita para iniciar un ciclo largo, sostenido, socialmente equilibrado de crecimiento. Y nada que no sea un ciclo sostenido de prosperidad puede abrir el paso a un ciclo correspondiente de equidad. Cualquier otra cosa será repetir la película de luces y sombras de siempre: modernidad y miseria, planta exportadora de primer mundo y economía interna de cuarto.

México necesita una épica de prosperidad, una narrativa creíble de futuro. Puede montarla sobre los ejes del nuevo paradigma que doce años de democracia han sembrado al fin en la cabeza de la sociedad mexicana, luego de demoler uno a uno sus mitos: el mito de la Revolución, el mito del presidente, el mito del petróleo, el mito del PRI, el mito del enemigo en la frontera norte, y el gran mito del gobierno que da y la sociedad que recibe.

Lo primero que tienen que hacer los países para ser prósperos es proponérselo. No hemos dado ese paso y por eso seguimos contando nuestras caídas en lugar de estar midiendo nuestros saltos. México ha alcanzado una estabilidad macroeconómica que no tuvo en las últimas décadas del siglo XX, pero no ha tenido el crecimiento que el bienestar de su población requiere. El verdadero mal a corregir en México no es la pobreza sino la mediocre creación de riqueza, porque la única forma irreversible y definitiva de combatir la pobreza es creando la riqueza que la transforme en oportunidades y la deje atrás. El mensaje para el futuro es que si no queremos seguir contando alzas y bajas en nuestra pobreza tenemos que desatar un proceso definitivo de crecimiento. Lo innegociable a partir de 2013 debe ser la exigencia nacional de prosperidad pues sólo de ella vendrá el bienestar duradero y generalizado que el país puede alcanzar en el curso de la siguiente generación.

Jorge G. Castañeda y Héctor Aguilar Camín han desarrollado en distintos ensayos en nexos una amplia reflexión sobre el futuro deseable para México. Los ensayos fueron recogidos en Una agenda para México. El libro más reciente de Castañeda es Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos; el de Aguilar Camín: Pasado pendiente y otras historias conversadas. Este ensayo es una versión ampliada y actualizada del texto publicado en Foreign Affairs (noviembre-diciembre, 2012): “The New Mexican Way”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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