10 noviembre, 2012

Estados Unidos: lo que se viene

Estados Unidos: lo que se viene

Obama - Biden - 2012Por Alvaro Vargas Llosa
Pasada la euforia del triunfo, el Presidente Obama enfrenta ahora el dilema de todo presidente reelecto: si dedicarse a llevar hasta las últimas consecuencias su agenda ideológica o transar con la oposición y comprometer sus instintos más profundos, pero pasar a la historia -al igual, digamos, que un Bill Clinton- como un hombre que supo leer la temperatura de los tiempos y poner lo posible por encima de lo deseable.
Por lo pronto, carece de un mandato categórico que permita tomar la primera vía. Es el primer mandatario de la era moderna en los Estados Unidos que gana su segunda elección presidencial con un margen menor que la primera vez. Pasó de derrotar a John McCain por siete puntos en el voto popular a superar a Mitt Romney por menos de dos puntos. El agravante es que tendrá, como lo tiene desde 2010, una Cámara de Representantes con mayoría republicana, pues la correlación de fuerzas en ese ámbito se mantuvo tras esta elección con una alteración menor, mientras que seguirá con el dominio del Senado, pero con sólo 51 escaños de 100. Todo apunta, pues, a que Obama tendría muy difícil el escenario del todo por el todo. Lo más probable es que tenga que buscar un espacio centrista, lo que pasa necesariamente por una negociación con la derecha.

Esto se da en el contexto de lo que ha dado en llamarse, con lenguaje tremebundo salido de los labios del presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, el “precipicio fiscal”, un acuerdo que entrará automáticamente en vigor el 1 de enero. Se trata de una combinación de aumento de impuestos y reducción de gastos que, juntos, implicarán retirar de la economía entre 600 y 800 mil millones de dólares. El resultado en el corto plazo podría ser una nueva recesión, con repercusión en todo el globo.
La razón de esto tiene que ver con la dura polarización ideológica. En agosto del año pasado, para aceptar el pedido de Obama en el sentido de aumentar el límite de la deuda, el Congreso republicano exigió al gobierno un compromiso de reducción de gastos. La comisión que se creó a resultas de este pulso político debía proponer una reducción de 1,2 billones de dólares en 10 años. Si no se lograba un acuerdo en la comisión bipartidista, entraría en vigor el 1 de enero de 2013, por exigencia de Obama, lo ya mencionado: un aumento de impuestos, básicamente, consistente en derogar las rebajas decretadas por George W. Bush en su día y un recorte de gastos en más de mil programas gubernamentales, incluidos algunos del sector de la Defensa y el seguro sanitario llamado Medicare, que beneficia a ciudadanos de la tercera edad. Sólo ciertas áreas, como la seguridad social y las pensiones federales, quedarían protegidas.
Esto, que puede parecer una discusión abstrusa o menor, tiene a medio planeta en vilo, porque provocaría precisamente lo que ha dado en llamarse el “precipicio fiscal”. Los cálculos más espeluznantes hablan de una caída de cuatro puntos del PIB si esto llega a ocurrir. Otros, más realistas, hablan de la mitad. En cualquier caso, la sombra ominosa de una recesión ha empezado a planear sobre Obama, porque el tiempo apremia y no hay visos de negociación.
Para impedir la hecatombe, el presidente tiene que negociar con los republicanos, léase con el hombre que preside la Cámara de Representantes, John Boehner, un acuerdo antes del 1 de enero, cuando entrará en funciones el nuevo Congreso recientemente elegido. Dado que ese nuevo Congreso seguirá en manos republicanas y con Boehner a la cabeza, no es inconcebible que, de no haber un acuerdo ahora, los recortes y los aumentos de impuestos se den en enero, pero luego se interrumpan si llega a producirse un acuerdo posterior. En cualquier caso, esta será la prueba de fuego de la administración Obama y -de no mediar una gran crisis internacional- el asunto que definirá su segundo gobierno. ¿Por qué? Esencialmente, porque para evitar el “precipicio fiscal”, Obama tendrá que renunciar a su agenda ideológica parcialmente y entenderse, como lo hizo Clinton, con un Congreso de derechas, aceptando una drástica reducción del gasto público y renunciando a aumentar una buena parte de los impuestos que quisiera subir. Lo que está en juego no es sólo un asunto fiscal: es la orientación filosófica del país.
En el plano externo, la agenda estará marcada, siempre a condición de que no surjan imprevistos de gran calibre, por Irán, Siria y China. En el primer caso, el reto de Obama es frenar a Benjamin Netanyahu, líder israelí que, una vez que renueve mandato en enero, presionará para un bombardeo militar. Obama deberá mostrar logros mediante el uso de las sanciones drásticas que ha impuesto en meses recientes, junto a Europa, para impedir esa escalada. En cuanto a Siria, el reto es elevar sustancialmente la eficacia de la rebelión armada para evitar que la OTAN se involucre militarmente, como lo hizo en Libia. Esto no parece al alcance de la mano, a juzgar por el éxito del régimen sirio en su política de tierra arrasada contra la rebelión (con el soporte de Rusia). Por último, en materia de las relaciones con China, Obama tendrá que establecer una relación con un nuevo Presidente, Xi Jinping, que está a punto de asumir el mando, en un momento de mucha tensión por la política exterior cada vez más afirmativa de Beijing en el Asia y su conflicto con Japón en torno a las islas Senkaku (el conflicto involucra además a Taiwán, que también mantiene un reclamo sobre esas ínsulas).
¿Qué sucederá, mientras tanto, con el Partido Republicano? Porque esa será la otra gran cuestión de la política en los Estados Unidos durante el próximo cuatrienio: qué efecto tendrá lo sucedido en el partido de Lincoln. Las elecciones han confirmado lo que ya se presentía: que el Partido Republicano se ha enajenado a tres grupos de votantes muy significativos y tiene insuficiente aceptación en un cuarto grupo. El conservadurismo asumía que, en vista de la crisis persistente y los escasos logros concretos del mandatario, los hispanos, los afroamericanos, los jóvenes y las mujeres solteras no saldrían a votar con el mismo nivel de intensidad que hace cuatro años. Esto no se cumplió. En 2008, el voto negro representó 11 por ciento del total y ahora ha representado un 13 por ciento. El ocho por ciento del voto fue hispano en 2008 y ahora lo fue el 10 por ciento. En 2008, 17 de cada cien votantes fueron menores de 30 años y esta vez la cifra lo han sido 19 de cada cien. Y un alto 18 por ciento de los votantes fueron mujeres solteras. El voto afroamericano de Obama fue 12 veces superior al de Romney. Entre los hispanos, el 70 por ciento se inclinó por el presidente. Entre los menores de 30 años, Romney obtuvo siete votos por cada 12 que obtuvo el mandatario y la ventaja de Obama entre las mujeres solteras fue de 2 a 1. Esta coalición social, por así llamarla, explica el triunfo de Obama y representa, al mismo tiempo, el tremendo desafío de los republicanos.
En el caso del voto joven, la diferencia no ha sido tan abrumadora como en los otros grupos. Pero, en el caso de los hispanos y las mujeres solteras -aceptando que el voto afroamericano es abrumadoramente demócrata desde hace mucho tiempo-, es evidente que la línea duramente hostil a la inmigración y la posición vertical en los temas valóricos, especialmente los relacionados con la salud reproductiva, han minado seriamente al Partido Republicano. A diferencia de Obama, cuya coalición es hoy representativa de país (obtuvo un 39 por ciento del voto blanco, que se combinó con los otros segmentos sociales mencionados), la votación de los republicanos es básicamente unidimensional. El viejo partido de Lincoln está quedando confinado en un sector social representado por la herencia anglosajona de cierta edad. Su implantación en las fuerzas emergentes de la política estadounidense es escasa y podría significar su alejamiento de la Casa Blanca por mucho tiempo.
Esto puede parecer una exageración, dado que Romney obtuvo la mitad de los votos del país. Pero lo cierto es que con cada elección crece la proporción de votantes que pertenecen a los grupos mencionados. Por tanto, el riesgo es que el problema se agrave en el futuro. La pesadilla conservadora es que pase con los hispanos y las mujeres solteras lo que pasó con los afroamericanos: que dejen de forma permanente el Partido Republicano.
La pregunta obvia respecto a este partido es si veremos una renovación traumática del ideario en ciertos temas como la inmigración, el aborto, el matrimonio gay, la investigación con células madre y otros asuntos valóricos. Ya hay tendencias dentro del partido, hasta ahora minoritarias, que apuntan, por ejemplo, a una modificación de la línea partidista respecto a la inmigración.
Líderes como Jeb Bush y Rudy Giuliani llevan años recordándoles a sus compañeros de partido que Reagan fue un defensor de la inmigración y otorgó la amnistía a más de tres millones de indocumentados. Más complejo es el escenario valórico: la derecha evangélica, que es clave en la base del partido, no aceptaría nunca una modificación. Ello podría implicar, en el futuro, el riesgo de una fractura e, incluso, de una escisión o cisma.
En lo inmediato, las cabezas visibles del partido serán los líderes de las bancadas republicanas en las dos cámaras del Congreso, John Boehner (que acaba de decirle al presidente: “Este es su momento”) y Eric Cantor. Pero poco a poco veremos a la nueva camada de líderes -un Bobby Jindal, gobernador de Luisiana; un Marco Rubio, la estrella cubana de los conservadores, o un Chris Christie, el gobernador de Nueva Jersey que elogió a Obama con ocasión del huracán Sandy y se ganó críticas conservadoras, pero que es una fuerza en ascenso- asumir roles cada vez más prominentes. Ellos tendrán la misión de ir desplazando a la vieja guardia y adecuando al partido a una realidad que está dejándolo en offside: la realidad de una sociedad multicultural y multirracial, y de una generación que ve las cuestiones morales a través de un prisma menos religioso.
Es demasiado prematuro pronosticar lo que se sucederá, entre otras cosas, porque no sabemos cómo puede reaccionar la base ante un intento por “modernizar” al partido en estos y otros asuntos. Pero una cosa es clara: empieza a cundir entre muchos líderes republicanos la sensación de que algo está cambiando a su alrededor y ellos han tardado demasiado en entenderlo.

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