Estados Unidos: lo que se viene
Pasada la euforia del triunfo, el Presidente Obama enfrenta ahora el
dilema de todo presidente reelecto: si dedicarse a llevar hasta las
últimas consecuencias su agenda ideológica o transar con la oposición y
comprometer sus instintos más profundos, pero pasar a la historia -al
igual, digamos, que un Bill Clinton- como un hombre que supo leer la
temperatura de los tiempos y poner lo posible por encima de lo deseable.
Por lo pronto, carece de un mandato categórico que permita tomar la
primera vía. Es el primer mandatario de la era moderna en los Estados
Unidos que gana su segunda elección presidencial con un margen menor que
la primera vez. Pasó de derrotar a John McCain por siete puntos en el
voto popular a superar a Mitt Romney por menos de dos puntos. El
agravante es que tendrá, como lo tiene desde 2010, una Cámara de
Representantes con mayoría republicana, pues la correlación de fuerzas
en ese ámbito se mantuvo tras esta elección con una alteración menor,
mientras que seguirá con el dominio del Senado, pero con sólo 51 escaños
de 100. Todo apunta, pues, a que Obama tendría muy difícil el escenario
del todo por el todo. Lo más probable es que tenga que buscar un
espacio centrista, lo que pasa necesariamente por una negociación con la
derecha.
Esto se da en el contexto de lo que ha dado en llamarse, con lenguaje
tremebundo salido de los labios del presidente de la Reserva Federal,
Ben Bernanke, el “precipicio fiscal”, un acuerdo que entrará
automáticamente en vigor el 1 de enero. Se trata de una combinación de
aumento de impuestos y reducción de gastos que, juntos, implicarán
retirar de la economía entre 600 y 800 mil millones de dólares. El
resultado en el corto plazo podría ser una nueva recesión, con
repercusión en todo el globo.
La razón de esto tiene que ver con la dura polarización ideológica.
En agosto del año pasado, para aceptar el pedido de Obama en el sentido
de aumentar el límite de la deuda, el Congreso republicano exigió al
gobierno un compromiso de reducción de gastos. La comisión que se creó a
resultas de este pulso político debía proponer una reducción de 1,2
billones de dólares en 10 años. Si no se lograba un acuerdo en la
comisión bipartidista, entraría en vigor el 1 de enero de 2013, por
exigencia de Obama, lo ya mencionado: un aumento de impuestos,
básicamente, consistente en derogar las rebajas decretadas por George W.
Bush en su día y un recorte de gastos en más de mil programas
gubernamentales, incluidos algunos del sector de la Defensa y el seguro
sanitario llamado Medicare, que beneficia a ciudadanos de la tercera
edad. Sólo ciertas áreas, como la seguridad social y las pensiones
federales, quedarían protegidas.
Esto, que puede parecer una discusión abstrusa o menor, tiene a medio
planeta en vilo, porque provocaría precisamente lo que ha dado en
llamarse el “precipicio fiscal”. Los cálculos más espeluznantes hablan
de una caída de cuatro puntos del PIB si esto llega a ocurrir. Otros,
más realistas, hablan de la mitad. En cualquier caso, la sombra ominosa
de una recesión ha empezado a planear sobre Obama, porque el tiempo
apremia y no hay visos de negociación.
Para impedir la hecatombe, el presidente tiene que negociar con los
republicanos, léase con el hombre que preside la Cámara de
Representantes, John Boehner, un acuerdo antes del 1 de enero, cuando
entrará en funciones el nuevo Congreso recientemente elegido. Dado que
ese nuevo Congreso seguirá en manos republicanas y con Boehner a la
cabeza, no es inconcebible que, de no haber un acuerdo ahora, los
recortes y los aumentos de impuestos se den en enero, pero luego se
interrumpan si llega a producirse un acuerdo posterior. En cualquier
caso, esta será la prueba de fuego de la administración Obama y -de no
mediar una gran crisis internacional- el asunto que definirá su segundo
gobierno. ¿Por qué? Esencialmente, porque para evitar el “precipicio
fiscal”, Obama tendrá que renunciar a su agenda ideológica parcialmente y
entenderse, como lo hizo Clinton, con un Congreso de derechas,
aceptando una drástica reducción del gasto público y renunciando a
aumentar una buena parte de los impuestos que quisiera subir. Lo que
está en juego no es sólo un asunto fiscal: es la orientación filosófica
del país.
En el plano externo, la agenda estará marcada, siempre a condición de
que no surjan imprevistos de gran calibre, por Irán, Siria y China. En
el primer caso, el reto de Obama es frenar a Benjamin Netanyahu, líder
israelí que, una vez que renueve mandato en enero, presionará para un
bombardeo militar. Obama deberá mostrar logros mediante el uso de las
sanciones drásticas que ha impuesto en meses recientes, junto a Europa,
para impedir esa escalada. En cuanto a Siria, el reto es elevar
sustancialmente la eficacia de la rebelión armada para evitar que la
OTAN se involucre militarmente, como lo hizo en Libia. Esto no parece al
alcance de la mano, a juzgar por el éxito del régimen sirio en su
política de tierra arrasada contra la rebelión (con el soporte de
Rusia). Por último, en materia de las relaciones con China, Obama tendrá
que establecer una relación con un nuevo Presidente, Xi Jinping, que
está a punto de asumir el mando, en un momento de mucha tensión por la
política exterior cada vez más afirmativa de Beijing en el Asia y su
conflicto con Japón en torno a las islas Senkaku (el conflicto involucra
además a Taiwán, que también mantiene un reclamo sobre esas ínsulas).
¿Qué sucederá, mientras tanto, con el Partido Republicano? Porque esa
será la otra gran cuestión de la política en los Estados Unidos durante
el próximo cuatrienio: qué efecto tendrá lo sucedido en el partido de
Lincoln. Las elecciones han confirmado lo que ya se presentía: que el
Partido Republicano se ha enajenado a tres grupos de votantes muy
significativos y tiene insuficiente aceptación en un cuarto grupo. El
conservadurismo asumía que, en vista de la crisis persistente y los
escasos logros concretos del mandatario, los hispanos, los
afroamericanos, los jóvenes y las mujeres solteras no saldrían a votar
con el mismo nivel de intensidad que hace cuatro años. Esto no se
cumplió. En 2008, el voto negro representó 11 por ciento del total y
ahora ha representado un 13 por ciento. El ocho por ciento del voto fue
hispano en 2008 y ahora lo fue el 10 por ciento. En 2008, 17 de cada
cien votantes fueron menores de 30 años y esta vez la cifra lo han sido
19 de cada cien. Y un alto 18 por ciento de los votantes fueron mujeres
solteras. El voto afroamericano de Obama fue 12 veces superior al de
Romney. Entre los hispanos, el 70 por ciento se inclinó por el
presidente. Entre los menores de 30 años, Romney obtuvo siete votos por
cada 12 que obtuvo el mandatario y la ventaja de Obama entre las mujeres
solteras fue de 2 a 1. Esta coalición social, por así llamarla, explica
el triunfo de Obama y representa, al mismo tiempo, el tremendo desafío
de los republicanos.
En el caso del voto joven, la diferencia no ha sido tan abrumadora
como en los otros grupos. Pero, en el caso de los hispanos y las mujeres
solteras -aceptando que el voto afroamericano es abrumadoramente
demócrata desde hace mucho tiempo-, es evidente que la línea duramente
hostil a la inmigración y la posición vertical en los temas valóricos,
especialmente los relacionados con la salud reproductiva, han minado
seriamente al Partido Republicano. A diferencia de Obama, cuya coalición
es hoy representativa de país (obtuvo un 39 por ciento del voto blanco,
que se combinó con los otros segmentos sociales mencionados), la
votación de los republicanos es básicamente unidimensional. El viejo
partido de Lincoln está quedando confinado en un sector social
representado por la herencia anglosajona de cierta edad. Su implantación
en las fuerzas emergentes de la política estadounidense es escasa y
podría significar su alejamiento de la Casa Blanca por mucho tiempo.
Esto puede parecer una exageración, dado que Romney obtuvo la mitad
de los votos del país. Pero lo cierto es que con cada elección crece la
proporción de votantes que pertenecen a los grupos mencionados. Por
tanto, el riesgo es que el problema se agrave en el futuro. La pesadilla
conservadora es que pase con los hispanos y las mujeres solteras lo que
pasó con los afroamericanos: que dejen de forma permanente el Partido
Republicano.
La pregunta obvia respecto a este partido es si veremos una
renovación traumática del ideario en ciertos temas como la inmigración,
el aborto, el matrimonio gay, la investigación con células madre y otros
asuntos valóricos. Ya hay tendencias dentro del partido, hasta ahora
minoritarias, que apuntan, por ejemplo, a una modificación de la línea
partidista respecto a la inmigración.
Líderes como Jeb Bush y Rudy Giuliani llevan años recordándoles a sus
compañeros de partido que Reagan fue un defensor de la inmigración y
otorgó la amnistía a más de tres millones de indocumentados. Más
complejo es el escenario valórico: la derecha evangélica, que es clave
en la base del partido, no aceptaría nunca una modificación. Ello podría
implicar, en el futuro, el riesgo de una fractura e, incluso, de una
escisión o cisma.
En lo inmediato, las cabezas visibles del partido serán los líderes
de las bancadas republicanas en las dos cámaras del Congreso, John
Boehner (que acaba de decirle al presidente: “Este es su momento”) y
Eric Cantor. Pero poco a poco veremos a la nueva camada de líderes -un
Bobby Jindal, gobernador de Luisiana; un Marco Rubio, la estrella cubana
de los conservadores, o un Chris Christie, el gobernador de Nueva
Jersey que elogió a Obama con ocasión del huracán Sandy y se ganó
críticas conservadoras, pero que es una fuerza en ascenso- asumir roles
cada vez más prominentes. Ellos tendrán la misión de ir desplazando a la
vieja guardia y adecuando al partido a una realidad que está dejándolo
en offside: la realidad de una sociedad multicultural y
multirracial, y de una generación que ve las cuestiones morales a través
de un prisma menos religioso.
Es demasiado prematuro pronosticar lo que se sucederá, entre otras
cosas, porque no sabemos cómo puede reaccionar la base ante un intento
por “modernizar” al partido en estos y otros asuntos. Pero una cosa es
clara: empieza a cundir entre muchos líderes republicanos la sensación
de que algo está cambiando a su alrededor y ellos han tardado demasiado
en entenderlo.
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