08 noviembre, 2012

La gloria de la guerra

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La flor de la rosa de la guerra se acaba marchitando, dejando solo las espinas. Pero cuando pasa esto, la mayoría ha empezado ya la tarea nacional de apartar los ojos de las espinas, que significan la terrible realidad, las esperanzas perdidas, el gasto, el lisiado, el amputado, la viuda, los huérfanos, la muerte en todos los bandos y la inestabilidad resultante. La gente que sigue teniendo interés en la guerra, son los que primero se interesaron por ella: la élite del poder, que empezó la guerra para fines muy distintos de aquellos que expusieron a la opinión pública al iniciarla.
Eso hace que a la opinión pública no le preocupe mucho Iraq. No es tan invisible como otras naciones que fueron objeto de obsesiones nacionales en el pasado reciente. Casi nadie sabe quién o qué gobierna El Salvador, Nicaragua, Haití, Libia, Serbia o Somalia o cualquiera de los demás países estratégicos que una vez tuvieron atención nacional.


De hecho, el presidente de Nicaragua, Enrique Bolaños (¿a que nunca oísteis hablar del él? ¿Eh?), va a visitar la Casa Blanca la semana que viene para solicitar apoyo para las próximas elecciones, que podrían resultar un riesgo ya que el antiguo enemigo de EEUU, Daniel Ortega, se presenta y está obteniendo algún apoyo con un programa coherente anti-EEUU. Si ganara, uno puede imaginarse a la Casa Blanca indicando a toda marcha cómo Nicaragua aloja comunistas, digo… terroristas. O tal vez no. Tal vez gobierne el país y nunca genere un titular. Depende del estado.
El por qué un estado va a la guerra no es un misterio (al menos las razones generales no son misteriosas). La guerra es una excusa para gastar dinero en sus amigos. Puede castigar a enemigos que no entran en el programa. Intimida a otros estados tentados a actuar por su cuenta. Puede abrir paso a intereses comerciales ligados al estado. El régimen que hace y gana una guerra queda inscrito en los libros de historia. Así que las razones son ahora las mismas que las del viejo mundo: poder, dinero, gloria.
Otra cosa es por qué la burguesía apoya la guerra. Es evidente que no por su propio interés. El gobierno gana poder a su costa. Gasta su dinero y genera deuda que se paga con impuestos e inflación. Potencia la creación de enemigos permanentes en el exterior que luego trabajan para disminuir nuestra seguridad en el interior. Lleva a la violación de la privacidad y la libertad civil. La guerra es incompatible con un gobierno que deje en paz a la gente para desarrollar sus vidas en una atmósfera de libertad.
Sin embargo, la guerra por motivos morales (somos los buenos que trabajamos por Dios y ellos son los malos haciendo el trabajo del demonio) tiende a atraer una enorme cantidad de apoyo de la clase media. La gente cree las mentiras y, una vez descubiertas, defiende el derecho del estado a mentir. Gente que de otra forma estaría enfurecida por el asesinato se encuentra celebrando lo mismo a una escala industrial masiva. Gente que no alberga odio hacia los extranjeros se encuentra atribuyendo horribles apodos a clases enteras de pueblos extranjeros. Gente normal de clase media, que en otro caso  lucharía por ganarse una vida floreciente en este valle de lágrimas, se llena de odio en su interior y lo confunde con honor, bravura, coraje y valor.
¿Por qué? El nacionalismo es una respuesta. Estar en guerra es sentirse unido a algo mucho más grande que uno, ser parte de un gran proyecto histórico. Han asimilado la religión cívica desde la infancia (el té de Boston, los cerezos, las cabañas de troncos, Chevrolet) pero esta no tiene en general una presencia viva en sus mentes hasta que el estado pulsa el botón de la guerra y entonces brotan en ellos todas las emociones nacionalistas.
El nacionalismo se asocia normalmente con la adhesión a un serie concreta de gestores del estado que puedes pensar que de alguna forma llevan al país en una dirección concreta que apruebas. Así que el nacionalismo de Iraq era principalmente un fenómeno del Partido Republicano. Todos los demócratas eran sospechosos de ser insuficientemente leales, o de sentir simpatía por El Enemigo, o de defender ideas como la libertad civil en un momento en que la nación necesita más unidad que nunca.
Puedes descubrir a un nacionalista republicano durante esta última guerra al decir este las palabras paz y libertad siempre con desdén, como si no tuvieran ninguna importancia. Incluso la Constitución es objeto de embate por esta gente. Bush hizo todo lo que pudo para consolidar el poder de toma de decisiones en sí mismo, e incluso sugirió con fuerza que estaba actuando a las órdenes de Dios como Comandante en Jefe y sus religiosos defensores constitucionalistas lo siguieron. Estaban dispuestos a romper tantos huevos como fuera necesario para hacer la tortilla de la guerra. Tengo un archivo de miles de correos amenazantes para probarlo.
Pero el nacionalismo no es la única base para el apoyo burgués a la guerra. El veterano corresponsal de guerra, Chris Hedges, en su gran libro La guerra es la fuerza que nos da sentido (Síntesis, 2003) argumenta que la guerra opera como una especie de lienzo en el que cada miembro de la clase media y trabajadora puede realizar su propia pintura. Sean cuales sean tus frustraciones personales en tu vida, por muy impotente que te sientas, la guerra funciona como una especie de narcótico. Proporciona un medio a la gente para sentirse temporalmente poderosa e importante, como si fuera parte de algún gran episodio de la historia. Así que la guerra se convierte para la gente en una especie de intento estremecedor de catar la inmortalidad. Da sentido a su vida.
Hedges no llega tan lejos, pero si sabéis algo de sociología de la religión, podéis reconocer de qué está hablando: de los sacramentos. En la teología cristiana derivan de ceremonias periódicas. En la tradición judía buscan el favor de Dios, que otorga a nuestras vidas una importancia trascendente. Recibimos los sacramentos como un medio de ganar el perdón de nuestros pecados, una bendición eterna de nuestras decisiones terrenales o los mismos medios de la vida eterna.
La guerra es el sacramento del diablo. Promete no unirnos a Dios sino al estado nación. No concede vida, sino muerte. No proporciona libertad, sino esclavitud. No vive de la verdad, sino de las mentiras y se dice de estas mismas mentiras que merece la pena defenderlas. Exalta el mal y sofoca el bien. Es promiscua al animar a una orgía de pecado, no de autocontención y pensamiento. Es irracional y sangrienta y feroz y atroz. Y afirma ser el mayor logro del hombre.
Es peor que una locura masiva. Es revolcarse masivamente en el mal.
Y luego se acaba. La gente extrañamente olvida lo que pasó. La rosa se marchita y las espinas crecen pero la gente sigue con su vida. La guerra ya no inspira. La guerra deja de ser interesante. Todas esas discusiones con amigos y familia ¿de qué iban en realidad? Todas esas matanzas y gastos y muertes… alejemos nuestros ojos de todo. Tal vez en unos pocos años, una vez que la guerra no esté en las noticias, podamos repasar el acontecimiento y proclamarlo glorioso. Pero no, por ahora digamos que nunca ocurrió.
Parece que así está la gente hoy respecto de la Guerra de Iraq. Iraq es un lío, cientos de miles han muerto o han quedado heridos, miles de millones de dólares se han perdido, la deuda es astronómica y el mundo bulle de odio hacia el imperio conquistador. ¿Y qué tiene que decir la belicista clase media? Sobre todo lo que podríais esperar: nada.
La gente hace mucho que acusa a la gran tradición liberal de una adhesión dogmática a la paz. Parecería que esto es precisamente lo que hace falta para preservar la libertad necesaria para todos nosotros para encontrar el verdadero sentido de nuestras vidas.
¿Rechazamos la guerra y sus obras? Sí, las rechazamos.

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