Pero la actual conmoción que sacude a estos países ya no obedece a un resentimiento contra las fuerzas extranjeras, sino que señala el inicio de una segunda fase en el proceso de descolonización: tribus y pueblos que solamente el yugo de un dictador mantuvo unidos ahora reclaman para sí el derecho a la autodeterminación. Incluso no es demasiado aventurado afirmar que viejos estados árabes artificiales se desintegrarán y que de sus escombros surgirán otros nuevos. La invasión estadounidense de Irak dio la pauta, al quitarle poder al gobierno central y conferírselo a diversos enclaves étnicos y religiosos.
Lo sucedido en Yugoslavia, un producto mal concebido de la diplomacia de tiempos de Wilson, puede suceder también en las creaciones imperiales, más cínicas, de Oriente Próximo. Lo que Sigmund Freud definió como “el narcisismo de las pequeñas diferencias” llevó a que, a continuación de la contienda más sangrienta que hubo en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, Yugoslavia se dividiera en siete pequeños estados (incluido Kosovo). ¿Espera a los estados árabes el mismo destino?
La democratización del mundo árabe no es solamente cuestión de derrocar a dictadores, también tiene que ver con la renovación del mapa político‑étnico de la región, que para muchos grupos minoritarios ha sido insatisfactorio.
Un ejemplo de esto son los kurdos, repartidos entre Irak, Turquía, Siria e Irán, pero no son ellos los únicos. Libia se creó a partir de tres ex colonias italianas, Tripolitania, Cirenaica y Fezán, cada una de las cuales incluía en su territorio diferentes confederaciones tribales (los sa’adi en Cirenaica, los saff al bahar en Tripolitania y los tuaregs en Fezán). La caída de Muamar el Gadafi abrió la caja de Pandora de las viejas rivalidades, y Cirenaica se convirtió en una región semiautónoma llamada Barqa.
Del mismo modo, las viejas tensiones entre la minoría gobernante suní en Bahréin y la mayoría shií se agravaron después de que en 2011 el gobierno aplastó el movimiento shiita prodemocracia. En Jordania, en tiempos de estabilidad ya era bastante difícil mantener el precario equilibrio entre la mayoría palestina y la minoría beduina, ahora es peor.
Otros estados de la región han estado siempre al borde de la desintegración desde el principio. Yemen nació en 1990 a partir de la reunificación de Yemen del Sur y Yemen del Norte, países que en 1972 y 1979 se enfrentaron en guerras despiadadas. Pero los líderes del nuevo país nunca lograron que las diversas tribus, unidades básicas de la estructura social yemení, se integraran al sistema político y aceptaran inequívocamente la autoridad del estado soberano.
Por su parte, Siria es un ejemplo elocuente de cómo la lucha contra un dictador puede convertirse en poco tiempo en una contienda sectaria en pos de la supervivencia o el dominio. A pesar de que ahora la Coalición Nacional de Fuerzas Revolucionarias y Opositoras Sirias cuenta con legitimidad internacional, un derrumbe caótico del régimen todavía puede provocar la división del país en enclaves étnicos autónomos. Los rebeldes, en su mayoría suníes que cuentan con el apoyo de grupos yihadistas como el Frente Nusra (una vertiente de Al Qaeda en Irak) nunca hicieron un intento genuino de acercarse a las minorías del país (cristianos, shiitas, drusos y kurdos), que acusaron a la Coalición Nacional de “obedecer a Turquía y Qatar”.
Los kurdos, sometidos al yugo de árabes, turcos e iraníes, vieron en la caída del régimen de Saddam Hussein en Irak (y el actual desmembramiento de otras autocracias árabes) una oportunidad de sumarse al nuevo Gran Juego de Oriente Próximo. Es decir, hacer realidad el sueño de unir a su nación dispersa para crear un estado kurdo independiente.
Las milicias kurdas del norte de Siria trataron de mantenerse fuera de la guerra civil mientras preparaban su propio enclave autónomo para una eventual caída del régimen de Bachar el Asad, pero ahora se ven forzadas a unirse a los combates, y es probable que los próximos en seguir sus pasos sean los kurdos iraquíes (quienes dieron entrenamiento a sus pares sirios). Para Turquía, el activismo kurdo en el norte de Siria (dirigido por el partido Unión Democrática, rama del insurgente Partido de los Trabajadores del Kurdistán en Turquía) no puede ser más que una amenaza directa a su estabilidad; por eso, hará todo lo posible por evitar que dicho activismo incite la rebelión de la inquieta minoría kurda en Turquía.
Líbano es otro collage étnico que no puede mantenerse inmune a lo que suceda en Siria. Ya se ven signos de contagio en los enfrentamientos entre milicias sunitas y alauitas. Por más hegemónico que parezca Hezbulá, su poder en Líbano depende en gran medida del apoyo del régimen de Asad. Si este se cae y la oposición suní toma el poder, el nuevo equilibrio de poderes en Siria transformará inevitablemente el equilibrio de poderes en Líbano.
En 2011, después de una larga guerra civil, el estado mayoritariamente cristiano de Sudán del Sur se separó del estado árabe musulmán del norte. Tal vez su caso sirva de modelo para lo que acontecerá con otros estados árabes sin historia y desgarrados por rivalidades étnicas y tribales. Como se dice que dijo el ex primer ministro de China, Zhou Enlai, en relación con los efectos de la Revolución Francesa: “Es demasiado pronto para saber”. Pero es evidente que el statu quo poscolonial en Oriente Próximo se cae a pedazos. Esta multifacética región todavía debe cristalizar en construcciones políticas más definitivas.
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