06 enero, 2013

Venezuela: lo que no se ve

Venezuela: lo que no se ve

Por Alvaro Vargas Llosa
El domingo pasado, el Vicepresidente de Venezuela, Nicolás Maduro, anunció en una alocución desde La Habana que se habían producido “complicaciones” tras la nueva intervención quirúrgica relacionada con el cáncer de Hugo Chávez. Al día siguiente, los rumores de que Chávez había muerto y las conjeturas sobre el destino incierto de la “revolución bolivariana” se enredaron en la lengua de miles de venezolanos y latinoamericanos que brindaban por el nuevo año.
Lo realmente importante en la alocución de Maduro es que se trató de un ejercicio político orientado a controlar la sucesión y, por tanto, del inicio formal de la lucha por el poder en el post chavismo. Ello, independientemente de que Chávez pueda o no asumir el mando el 10 de enero para empezar su cuarto gobierno.

Lo esencial de la presentación de Maduro no estuvo en sus palabras, sino en la puesta en escena: lo acompañaban la hija mayor de Chávez (Rosa Virginia); el esposo de ésta y joven ministro de Ciencia y Tecnología, Jorge Arreaza; y la mujer del propio Maduro, Cilia Flores, Procuradora General de la República. Se trata del actual núcleo civil del chavismo. En la hora dramática, ese núcleo civil les decía a Venezuela y al estamento militar de la revolución: “Mandamos nosotros”. La legitimidad en la que Maduro asentaba su mensaje venía, por supuesto, del anuncio que el propio Chávez había hecho un mes antes, al nombrarlo sucesor. La familia de Chávez (hija y yerno) y el delfín y su esposa estaban dirigiéndose a Venezuela desde La Habana, lo que encerraba el doble mensaje de que son las personas más cercanas tanto al presidente internado en un hospital de la isla como al régimen de Raúl Castro, factor determinante del poder en Caracas.
El nerviosismo que delató Maduro y el hecho de que apelara a esta estrategia semiótica para que los grupos de poder en Venezuela interpretaran sus mensajes políticos indican hasta qué punto el post chavismo no está “atado y bien atado” (según la frase con la que Francisco Franco quiso en su día tranquilizar a los españoles que pensaban que su dictadura moriría con él). Como en todo sistema político caudillista con estructuras de poder verticales vinculadas a un jefe más que a una organización, el chavismo no está institucionalmente preparado para la renovación del poder. Es algo que Maduro y la familia de Chávez saben muy bien.
Se habla en Venezuela -y algunos mentideros se hacen eco de ello en el extranjero- de una pugna entre civiles y militares del chavismo. Los civiles estarían bajo el liderazgo de Maduro y los militares bajo la conducción del teniente retirado Diosdado Cabello, que preside la Asamblea Nacional y ejerce el segundo cargo en importancia en el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). En realidad, las cosas son más complejas, pero en lo inmediato Maduro y el núcleo civil sienten una necesidad de legitimarse ante el estamento militar.
Las bazas con las que cuenta Maduro son, además del anuncio sucesorio, la familia de Chávez, Cuba y el gigante petrolero PDVSA.
En los últimos tiempos, y sobre todo a raíz de la enfermedad del comandante, la hija mayor de Chávez, Rosa Virginia, ha asumido una presencia política creciente. Ha ido opacando a quien era el pariente políticamente más próximo: Adán Chávez, hermano mayor de Hugo. Adán sigue cerca de su hermano y, como gobernador de Barinas, el estado natal de Hugo, es simbólicamente importante. Pero el traslado físico del poder máximo en Venezuela de Caracas a La Habana, por efecto de la enfermedad del líder, ha fortalecido mucho a la hija mayor, una presencia constante junto al padre gravemente enfermo.
A ello se suma el ascenso político de Arreaza, el esposo de Rosa Virginia, que ocupaba un cargo aparentemente menor como viceministro hasta hace pocas semanas, y fue promovido tras las elecciones presidenciales de octubre pasado con la clara intención de fortalecer políticamente al matrimonio de cara a la sucesión. En realidad, Arreaza llevaba buen tiempo ejerciendo un poder mayor al que su cargo sugería, pero Chávez quería que ello se percibiera más. Al apoyarse tan marcadamente en ellos, Maduro ha dejado en claro en esos días que apuesta por el entorno familiar del jefe como fuente esencial de legitimación.
Otras figuras refuerzan este núcleo civil. Entre ellas, por supuesto, la mujer de Maduro. Cilia Flores es un personaje “histórico” del chavismo. Como abogada, fue quien defendió a Chávez y compañía tras su fracasada intentona golpista de 1992 contra Carlos Andrés Pérez. Maduro, un joven de tendencia vagamente maoísta que fue conductor del Metro de Caracas y sindicalista en los años 90, se acercó a Chávez gracias a su mujer, tras el sobreseimiento de la causa contra el líder golpista bajo el gobierno de Rafael Caldera. El y Cilia ayudaron a Chávez a montar el Movimiento V República, con el que ganó en 1998 las elecciones (y que luego fue reemplazado por el Partido Socialista Unido de Venezuela).
Como mencioné antes, a este factor de poder en el que se asienta Maduro se añaden otros dos: Cuba y el gigante petrolero. Con respecto a lo primero, adviértase que a lo largo del chavismo no hubo nunca un solo “cuadro” revolucionario que oficiara de puente entre Caracas y La Habana. El que ejerció esa función por más tiempo fue Adán Chávez, pero de un tiempo a esta parte ha sido Maduro la pieza a la que el castrismo ha percibido como la mayor garantía de continuidad. Un importante empresario venezolano, que conoce muy de cerca el proceso mediante el cual Maduro se ha convertido en “el hombre de La Habana” y que no es enemigo del régimen, me asegura que la conversación entre Castro y Chávez con respecto a la idoneidad del actual vicepresidente lleva más de un año, y que el anuncio estuvo minuciosamente planeado por ambos gobiernos.
Completa este cuadro civil en el que se apoya Maduro el factor de PDVSA. Todo lo que se diga sobre la importancia del petróleo en el proceso sucesorio será insuficiente. Y allí surge otro personaje clave: Rafael Ramírez, que lleva desde 2004 ejerciendo el control del gigante estatal.
PDVSA es la argamasa que mantiene “pegadas” a las piezas de la revolución. Gracias a ella se sostiene el Estado, se mantiene el vínculo entre la parte civil y la parte militar del gobierno y, por supuesto, se preserva la clientela política que, bajo condiciones muy poco democráticas, permite a Chávez ganar elecciones frecuentemente. Esto se da a costa de la salud de la propia empresa y de la industria petrolera. Desde inicios de 1999, cuando Chávez asumió el poder, la producción de petróleo ha caído casi 20 por ciento, según cifras tanto de la Opep como de la ONU. Si se analiza la contabilidad de PDVSA hasta donde ello es posible, se puede ver por qué. El año pasado, PDVSA tuvo ventas por un total de 125 mil millones de dólares. Unos US$ 24 mil millones fueron a las arcas del Estado bajo la forma de regalías e impuestos. Otros US$ 30 mil millones fueron destinados, como todos los años, al fondo “discrecional” de Hugo Chávez, que utiliza este dinero para financiar el aparato social (incluyendo parte de las “misiones”) que sostiene la clientela política, en un país donde se puede llenar un tanque de gasolina con menos de un dólar. Al restársele a lo que queda el costo de producción, PDVSA pasa a ser deficitaria. Por tanto, el año pasado, además de echar mano a US$ 6 mil millones de la tesorería, la empresa tuvo que endeudarse por casi US$ 10 mil millones para mantener inversiones básicas, a fin de seguir operando.
Pero nada de esto importa ahora, como no importa que haya una inflación de casi 25 por ciento, o que este año sólo haya sido posible crecer estadísticamente gracias a un déficit fiscal de 16 por ciento del PBI. Lo que importa es que Rafael Ramírez mantenga el flujo de dinero proveniente del petróleo en el que el poder del chavismo se asienta. De allí que Maduro tenga hoy a Ramírez muy cerca suyo (y es muy consciente de que éste sólo le será leal en la medida en que perciba que él tiene el poder).
Dije hacia el inicio que las cosas son más complejas de lo que parecen. Y lo son porque el “núcleo civil” no está permanentemente definido ni está garantizada su unidad. Hasta hace poco existía una rivalidad sorda entre Maduro y el yerno de Chávez, al que hoy se arrima el vicepresidente para hacerse fuerte.
Lo mismo pasa en el estamento militar. La percepción es que Diosdado Cabello es el rival más peligroso de Maduro. Y es cierto en lo inmediato. Cabello fue uno de los militares que acompañaron a Chávez en el intento golpista de 1992, y en distintos períodos ha sido con claridad el hombre más cercano al mandatario. Su rol estelar en 2002, cuando ayudó a Chávez a recuperar el poder que había perdido brevemente, tras un golpe fallido del antichavismo, lo hizo fuerte en aquel momento. En los últimos años, sin embargo, el comandante ha recelado del poder de Cabello, cuyo ascendiente sobre sectores militares que han participado activamente en la red de asistencia social es significativo.
Como presidente de la Asamblea Nacional, es a Diosdado Cabello a quien correspondería asumir el mando interinamente el 10 de enero, si Chávez no puede hacerlo, y de inmediato convocar a nuevas elecciones. La pregunta que se hacen los venezolanos es si, una vez aupado al mando, Cabello soltará las riendas o si maniobrará para apartar a Maduro de la sucesión. Su poder, en cualquier caso, no es menor: Chávez no logró convertirlo en candidato a la gobernación de Monagas en las recientes elecciones regionales, lo que lo hubiera apartado del control de la Asamblea.
Cabello no tiene hoy mando de tropa directo, algo que corresponde, más bien, al general de división Carlos Alcalá, a quien Chávez elevó hace poco a la comandancia del Ejército. Otro militar con mando de tropa es Wilmer Barrientos, el jefe del Comando Estratégico Operacional, quien tuvo a su cargo la ejecución del Plan República en las elecciones presidenciales de octubre. La lealtad de estos hombres a Cabello no es nada segura. Ambos saben que el régimen no se puede sostener sin su dirigencia civil. ¿Por qué? Porque la clientela política, es decir, la base popular, depende en buena medida de ella. Si la percepción popular fuera que el ala militar manipulada por Cabello ha usurpado el poder en contra de los deseos sucesorios de Hugo Chávez, el estamento militar quedaría deslegitimado y se vería obligado a usar la fuerza bruta para controlar la situación. El saldo en víctimas podría ser masivo.
Tampoco está claro que el ministro de Defensa, Diego Molero, vaya a desconocer abiertamente el liderazgo de los civiles. En su caso, además, hay un problema operativo: como hombre de la Armada, no controlaría tropas del Ejército en la eventualidad de un cisma en el régimen. Quien sí las controlaba era su antecesor, el general Henry Rangel, quien fue sustituido por Chávez como ministro de Defensa para que pudiera ser candidato a una gobernación en las elecciones regionales de diciembre.
Los comicios regionales fueron organizados por Chávez pensando en la sucesión. De los 23 estados venezolanos, 11 están, a resultas de esas elecciones, en manos de ex militares. Con ello, Chávez pretende tres cosas: evitar la división entre civiles y militares; diluir el poder militar de uniformados que llevaban en ciertos casos mucho tiempo en roles castrenses; y dispersar el poder militar para que los militares se neutralicen unos a otros, en caso de que alguno de ellos pretenda alterar la sucesión.
Como muestra la predicción fallida de Francisco Franco, nadie puede asegurar que tiene el futuro “atado y bien atado”. Lo único comprobadamente cierto es que el post chavismo ha empezado.

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