Los Chávez que vienen
Por Daniel Morcate
La desaparición de Hugo Chávez del escenario
político latinoamericano representa una nueva esperanza para el
florecimiento democrático no solo de Venezuela sino de toda la región.
Pero hasta ahí llega la buena noticia. La mala comienza por el hecho
evidente y constatable de que el país y gran parte de América Latina
continúan siendo patéticamente vulnerables al surgimiento de caudillos
de la misma estirpe que el venezolano, hombres fuertes providenciales
que, teniendo una magnífica oportunidad de gobernar como demócratas,
optan por explotar el “contacto místico con las masas”, al decir de los
teóricos, y erigirse en tiranuelos todopoderosos que definen cada
aspecto de la vida de los ciudadanos a los que gobiernan.
El legado de
Chávez ha sido y será terrible para Latinoamérica. Su reinado
enajenante y embrutecedor, tan elocuentemente reflejado en esas
muchedumbres que lloraron su muerte a moco tendido, simboliza no solo la
reiteración en pleno siglo XXI del caudillismo que a través de la
historia les ha infligido a nuestros países infinitos sufrimientos y que
tanto ha lastrado su progreso. También simboliza la “actualización”, si
me permiten la palabra, de ese fenómeno atroz. Chávez tiene precursores
como el cubano Fidel Castro, el nicaragüense Daniel Ortega y el peruano
Alberto Fujimori; émulos como el ecuatoriano Rafael Correa y el
boliviano Evo Morales; frustrados imitadores como el hondureño Manuel
Zelaya. Pero lo más grave es que el variado éxito de muchos de ellos en
la manipulación, el sometimiento y la humillación de sus pueblos es y
será un incentivo para que asomen otros aspirantes a caudillos en la
región.
Chávez se erigió en el autócrata prepotente que fue, en
parte, porque los venezolanos no se conocían bien o tenían una idea
trágicamente equivocada de sí mismos. Otro tanto les sucedió a los
cubanos que le precedieron a mi generación, quienes le allanaron el
camino a Castro. Creyeron poseer una educación y una madurez políticas
de las que en realidad carecían. Pensaron, erróneamente, que sus
políticos y militares eran, pese a todo, “profesionales” y que jamás se
someterían a un caudillo vociferante. Muchos subestimaron la pobreza y
la inopia en que malvivía la mayoría de sus compatriotas. Y
sobreestimaron su derecho a vivir mejor que esas mayorías, tanto que
muchos lo ejercieron con arrogancia. Ese fue el caldo de cultivo en el
que se cocinaron los dos caudillos más exitosos en la usurpación y el
abuso de poder en Latinoamérica. Y es, tristemente, un caldo de cultivo
que continúa hirviendo en varios países de nuestra región.
El
caudillismo latinoamericano es una variante particularmente cutre y
ramplona del fascismo europeo. Pero a ambos los une la idea perniciosa
de que las sociedades deben regirse por un movimiento cívico militar que
delegue el poder decisorio en un ser providencial e iluminado, un duce,
führer o caudillo que gobierne únicamente para sus seguidores
incondicionales y aplaste sin miramientos a sus críticos y opositores.
El mejor antídoto para este recurrente mal político es la educación. Y
no me refiero meramente a la que enseña a leer y escribir. Me refiero a
la que con paciencia y convicción inculca la tolerancia hacia quienes
piensan diferente, la compasión y solidaridad hacia los desvalidos y el
respeto a la democracia y sus instituciones como valor fundamental. Una
ventaja de esta educación sutil y profunda es que permite a los pueblos
reconocer en el acto a los políticos narcisistas, los cuales
inevitablemente surgen en todas las sociedades, y frenarlos antes de que
hagan mucho daño. Los norteamericanos han recibido esta modalidad de
educación desde el inicio de su república, lo que en parte explica el
que hayan construido la democracia más estable del planeta. A los
europeos, en cambio, les ha tomado traumáticos siglos el adquirirla.
Una
sólida formación democrática estimula la búsqueda honesta de soluciones
y paliativos a los problemas que retrasan el avance de las sociedades,
como la pobreza y la corrupción, dos males que confrontan todas las
naciones pero que en América Latina son endémicos. De no adquirir esa
formación, el precio que pagarán los latinoamericanos será el mantener
en sus países las grandes desigualdades e injusticias que los dividen y
enfrentan y que hacen no solamente posible sino previsible la aparición
de gobernantes energúmenos y abusadores que se disfrazan de
salvapatrias, como Hugo Chávez.
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