por Gerald P. O'Driscoll Jr.
Gerald P. O'Driscoll es ex-vicepresidente del Banco de la Reserva Federal en Dallas y académico asociado del Cato Institute.
Los mitos acerca de la banca central moderna
predominan. Como muchos mitos, estos contienen algo de verdad que ha
sido distorsionada mediante la exageración y la mala aplicación. Este
año se cumple el centenario de la Reserva Federal de EE.UU. —un momento apropiado para descartar algunos mitos.
El primer mito es que los bancos centrales son inherentemente necesarios
para las economías de mercado. La historia y la teoría contradicen
esto.
La Reserva Federal no fue fundada hasta 1913, y no tenía rol monetario alguno. EE.UU. operaba bajo un patrón oro
y no necesitaba de un banco central que controlara la oferta monetaria.
Un patrón oro, o de cualquier comodidad, coloca un límite natural a la
creación de dinero, que es el costo en recursos de extraer el bien. Es
solamente con el dinero fiduciario (de papel) que los bancos centrales son requeridos para controlar la oferta monetaria.
El Banco de Canadá no fue fundado hasta 1935. El sistema bancario canadiense sobrevivió la Gran Depresión
sin que haya habido alguna quiebra bancaria importante. En cambio,
miles de bancos estadounidenses fracasaron, a pesar de la existencia de
la Reserva Federal. Estas fallas a gran escala terminaron con el feriado
bancario decretado por Franklin Delano Roosevelt (FDR), no mediante alguna contribución de la Fed a la estabilidad financiera.
El segundo mito es que los bancos centrales se necesitan como prestamistas de última instancia
—esto es, para proveer liquidez en momentos de dificultades financieras
cuando los préstamos a corto plazo se congelan. Los préstamos de la
Reserva Federal luego del colapso de Lehman Brothers en 2008 es el nuevo
ejemplo común acerca de esta función. Pero este argumento coloca la
causalidad exactamente al revés.
Walter Bagehot, el eminente periodista económico inglés
del siglo diecinueve, acuñó la frase “prestamista de última instancia”
en su libro clásico, Lombard Street. Él reconoció que esta era una función esencial del Banco de Inglaterra.
Sin embargo, el contexto muchas veces es olvidado. Bagehot sabía que un
banco central inevitablemente resultaba en una concentración de reservas
dentro de esa institución, haciendo que este se convierta en el
prestamista de última instancia. Pero él no creía que un banco central
era inevitable o deseable.
Para Bagehot, “el sistema natural” era uno que “hubiese surgido si el
gobierno hubiese dejado a la banca sola”. Hubiesen habido “muchos bancos
de tamaño igual o no muy distinto”. Él describía esto como “el sistema
de muchas reservas” en el cual cada banco mantenía reservas para si
mismo, lo cual él consideraba hubiese resultado en un sistema financiero
más sólido. En lenguaje moderno, el celebrado “prestamista de última
instancia” de Bagehot es la segunda mejor solución —después de un mundo
de bancos competitivos sin un banco central.
En la era después de la Guerra Civil de EE.UU., el sistema bancario no
operó como el “sistema natural” de Bagehot. Las regulaciones estatales
concentraron las reservas bancarias en las ciudades más importantes, con
el resultado de que la economía estaba sujeta a pánicos y corridas
bancarias (que eran raras en otros países), culminando en el Pánico de
1907. En lugar de arreglar los problemas del sistema bancario nacional,
sin embargo, los legisladores liderados por el presidente progresista Woodrow Wilson, crearon un banco central, el sistema de la Reserva Federal.
Un tercer mito es el que trata acerca de la independencia del banco central.
En EE.UU., la Reserva Federal es vista como una institución que ganó
independencia como resultado del Acuerdo de 1951 con la Tesorería de
EE.UU. Después del acuerdo, la Fed ya no tenía la obligación de mantener
los precios de los bonos del Estado y de esta manera fijar las tasas de
interés. Ese requisito, derivado de las necesidades fiscales de la
Segunda Guerra Mundial, obstaculizaron los esfuerzos de la Fed para
combatir la inflación al prevenirle elevar las tasas de interés durante la Guerra de Corea.
Desde 1951, no ha habido cambio relevante alguno en el estatus legal de
la Fed. El banco ha actuado de manera independiente en ciertos momentos
—pero en otros sus acciones han sido cualquier cosa menos independientes
de las otras ramas del Estado.
Durante la década de los cincuenta, bajo el gobernador de la Fed William McChesney Martin,
la inflación se mantuvo baja. Aún así esto tuvo poco que ver con
Martin. Para el presidente Eisenhower el control de la inflación era una
prioridad y a lo largo de los 1950s los déficits presupuestarios fueron
bajos o inexistentes. Una vez que los presidentes Kennedy y Johnson
practicaron el activismo fiscal keynesiano, los déficits se elevaron.
Martin era feliz de acomodar al gobierno con dinero fácil. Él no creía
que la política monetaria podía —o debía— operar independientemente de
la política fiscal. Lo que sucedió fue la primera inflación en tiempos
de paz en la historia de EE.UU.
La independencia de la Fed llegó a un nadir bajo el gobernador Arthur Burns.
El diario que él mantuvo durante los años de Nixon confirma que la
política de la Fed se volvió subordinada a los objetivos de la
administración y a la campaña de reelección del presidente. Como
escribió en su diario, él le dijo a Nixon que “yo me encargaba de la
política monetaria y que no necesitaba preocuparse acerca de la
posibilidad de que la Reserva Federal mataría de hambre a la economía”.
La gran inflación de la década de los setenta fue el resultado.
Paul Volcker, gobernador entre 1979 y 1987, restauró la
reputación de control de inflación de la Fed, y el banco bajo su
administración llegó a ser un ejemplo de independencia. Y es cierto que
hubo muchos en el congreso, así como también fuera del gobierno, que se
quejaban amargamente acerca de la política monetaria estricta, que
últimamente controló la inflación y fomentó el crecimiento. Aún así el
Sr. Volcker, como Martin antes que él, tenía un respaldo sólido de los
dos presidentes que coincidieron con su posición en la Fed, Jimmy Carter
y Ronald Reagan.
Si nos adelantamos al presente, es difícil presentar a la Fed bajo el gobernador Ben Bernanke
como un organismo que opera de manera independiente, al menos en
cualquier sentido relevante. En 2011, la Fed compró la cantidad sin
precedente de 77% de la deuda de la Tesorería. Con este compromiso a
largo plazo con tasas de interés sumamente bajas, el Sr. Bernanke ha
atado la política monetaria a la política fiscal de la administración
Obama, apostando a inflar los precios de los activos. Esto es lo
contrario de lo que se supone que debería ser la independencia de un
banco central —y coloca a la Fed más cerca de la administración
presidencial de lo que ha estado desde los días de Burns y Nixon.
La lección de esta historia es lo que yo denomino “la banca central sin
romanticismos”, en honor a un famoso artículo escrito por el Premio
Nobel de Economía James M. Buchanan, “La política sin
romanticismos”. Un banco central es necesario, siempre y cuando una
economía sea anclada a una moneda fiduciaria. Y puede que en algunos
momentos actúe de manera independiente —pero no cuando se enfrenta a
grandes déficits presupuestarios, como es el caso hoy.
La búsqueda de la estabilidad de los precios es un objetivo acerca del
cual prácticamente todos coincidimos que es una responsabilidad del
banco central. Aún así este es el único objetivo en el que la Fed y
otros bancos centrales han fracasado miserablemente. Desde que la Fed se
fundó en 1913, los precios al consumidor han aumentado por un factor de
23 veces. Si EE.UU. logra alejarse de sus déficits fiscales, la estabilidad de precios sería un objetivo posible para los bancos centrales. De lo contrario, la banca central no es nada más que mitología.
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