Murray Rothbard.
Podemos definir al delincuente como
el individuo que ataca a una persona o a la propiedad producida por
ella. Es delincuente todo aquel que ejerce violencia contra otros
individuos o contra sus propiedades: todo aquel que recurre a «medios
políticos» coactivos para adquirir bienes y servicios.1
Afloran aquí, de todas formas, algunas cuestiones críticas. Es ahora
cuando llegamos al auténtico núcleo del problema total de la libertad,
la propiedad y la violencia en la sociedad. Un problema auténticamente
crucial —y por desgracia casi enteramente ignorado por los teorizadores
libertarios— que podemos ilustrar de la mano de los siguientes ejemplos.
Supongamos que caminamos calle abajo y vemos a un hombre, A, que sujeta a B por la muñeca y le quita su reloj de pulsera. Es aquí evidente que A está violentando a la persona y propiedades de B. ¿Podemos deducir de esta escena que A es un agresor criminal y B su víctima inocente?
Por supuesto que no. A partir de nuestra simple observación no podemos saber si A es realmente un ladrón, o si se está limitando a recuperar su reloj, que antes le había robado B. En una palabra, aunque es verdad que el reloj estaba en posesión de B hasta el instante en que fue atacado por A, ignoramos si A fue su legítimo propietario en una etapa anterior y B se lo arrebató. Hasta ahora, por consiguiente, no sabemos quién de los dos hombres es el propietario legítimo o justo del
reloj. Sólo podemos obtener la respuesta indagando los datos concretos
de este caso particular, esto es, mediante una pesquisa histórica.
Así, pues, no podemos afirmar sencillamente que la gran
norma moral axiomática de la sociedad libertaria sea la protección de
los derechos de propiedad tal como aparecen y sin más
discusiones. El delincuente no tiene derecho natural a conservar la
propiedad de lo que ha robado; al agresor no le asiste el derecho a
reclamar propiedad ninguna sobre lo que ha conseguido mediante su
agresión. Por tanto, tenemos que modificar o, mejor dicho, clarificar la
norma básica de la sociedad libertaria para decir: nadie tiene derecho a
agredir la propiedad justa o legítima de otro.
En resumen, no podemos limitarnos a hablar simplemente de la defensa de los «derechos de propiedad» o de la «propiedad privada» per se. Si
procedemos así, corremos el grave peligro de defender el «derecho de
propiedad» de un agresor delincuente, cosa que, por simple lógica, nos
veríamos obligados a hacer. Tenemos que hablar, por tanto, de propiedad
justa o legítima o, tal vez, de «propiedad natural». Y esto significa
que tenemos que determinar, caso por caso, si un acto de violencia es
ofensivo o defensivo, esto es, si nos hallamos ante un delincuente que
roba a una víctima o ante una víctima que intenta recuperar su
propiedad.
Otra implicación de vital importancia de este modo de entender las
cosas es que invalida totalmente la visión utilitarista de los derechos
de propiedad y, por ende, sus ideas sobre el mercado libre. El
utilitarista, que carece incluso de una concepción de la teoría de la
justicia, recae inevitablemente en el pragmatismo, en el parecer ad hoc de que todos los títulos de propiedad privada existentes en un tiempo y en un lugar determinados deben ser considerados
válidos y defendidos frente a toda violación.2 Este es, de hecho, el
modo como los economistas de la vía utilitarista del libre mercado
abordan invariablemente el problema de los derechos de propiedad.
Nótese, de todos modos, que los utilitaristas han maniobrado para
introducir de contrabando —y sin examen crítico— una cierta ética, a
saber, que todos los bienes «ahora» (esto es, en el tiempo y lugar en
que discurre la discusión) considerados como de propiedad privada deben
ser asumidos y defendidos como tales. En la práctica, esto significa que
deben aceptarse todos los títulos de propiedad privada fijados por el
gobierno de turno (que se ha hecho por doquier con el monopolio de la
definición de tales títulos). Esta ética es ciega para todo tipo de
consideraciones sobre la justicia y, llevada a sus últimas consecuencias
lógicas, se ve obligada a defender incluso la propiedad adquirida
mediante maniobras delictivas. Nuestra conclusión es que un mercado
libre como el alabado por los utilitaristas, basado en el reconocimiento
de todos los títulos de propiedad actualmente existentes, es nulo y
éticamente nihilista.3
Estoy convencido de que el motor real del cambio social y político de
nuestro tiempo ha sido la indignación moral provocada por la falaz
teoría del valor añadido: que los capitalistas han robado los legítimos
títulos de propiedad de los trabajadores y que, por consiguiente, son
injustos los títulos de propiedad sobre el capital acumulado. De ser
cierta esta hipótesis, estarían plenamente justificadas las imperiosas
reclamaciones del marxismo y del anarcosindicalismo. Una vez descubierta
la que parece ser una monstruosa injusticia, es ya irremediable la
llamada a la «expropiación de los expropiadores» y, en ambos casos, a
una cierta forma de «devolución» de la propiedad y del control sobre la
misma a los trabajadores.4 No es posible invalidar la fuerza de estos
argumentos recurriendo a las máximas de la economía o de la filosofía
económica utilitarista, sino sólo enfrentándonos directa y abiertamente
con el problema moral, con el problema de la justicia o de la injusticia
de las diversas reclamaciones de propiedad.
Ni tampoco pueden rebatirse las opiniones del marxismo entonando
himnos de alabanza a las virtudes de la «paz social». La paz social es,
sin duda, un gran bien, pero la verdadera paz consiste, en esencia, en
el disfrute tranquilo, sosegado e imperturbado de la legítima propiedad.
Y si un sistema social se fundamenta en títulos de propiedad
monstruosamente injustos, no perturbarlo no es paz social sino
endurecimiento y atrincheramiento de una agresión permanente. Ni se
puede refutar tampoco el marxismo señalando con el dedo su recurso a
métodos violentos para imponerse. Existe la persistente creencia —que no
comparto— de que no debe recurrirse nunca a la violencia, ni siquiera
para oponer resistencia al agresor. Esta posición moral
tolstoyana-gandhiana es irrelevante aquí. El punto a debate es si la
víctima tiene, o no, un derecho moral al empleo de la violencia
para defender su persona o sus propiedades frente a un ataque criminal o
para arrancar de manos del delincuente la propiedad que éste le ha
arrebatado. El discípulo de Tolstoy concederá que la víctima tiene este
derecho, aunque intentará persuadirle, en nombre de una moralidad más
elevada, a que no lo ejerza. Pero esto nos aleja de nuestra discu-
sión, planteada dentro de los amplios márgenes de la filosofía ética.
Querría únicamente añadir aquí que estos objetores totales de la
violencia deberían ser coherentes y proclamar que a ningún delincuente
se le puede castigar por recurrir a medios violentos. Y esto implica,
nótese bien, no sólo abstenerse del castigo capital, sino de
todo tipo de castigos y, yendo más lejos, de todos los métodos de
defensa violenta que puedan imaginarse para repeler a un agresor. En
síntesis, el tolstoyano que propugna este insoportable cliché —sobre el
que tendremos ocasión de volver— no puede recurrir al uso de la fuerza
ni siquiera para impedir que alguien viole a su propia hermana.
La cuestión es aquí que los únicos que están autorizados a oponerse
al empleo de la violencia para derrocar al atrincherado grupo delictivo
son los tolstoyanos, ya que todos cuantos no siguen esta doctrina están a
favor del uso de la fuerza y de la violencia para defenderse de y
castigar las agresiones criminales. Por consiguiente, deben estar a
favor de la moralidad —si no de la prudencia— de recurrir a la fuerza
para eliminar los enquistamientos delictivos. En esta situación, nos
vemos de inmediato constreñidos a replantear un importante problema.
¿Quién es el delincuente y, en consecuencia, quién es el agresor? Con
otras palabras: ¿Contra quién está legitimado el uso de la violencia? Si
admitimos que la propiedad capitalista carece de legitimidad moral, no
podemos negar el derecho de los trabajadores a emplear el tipo de
violencia que sea preciso para recuperar su propiedad, del mismo modo
que A, en nuestro ejemplo anterior, estará en su perfecto
derecho al intentar recuperar por la fuerza el reloj que antes le había
robado B.
La única refutación auténtica de los argumentos marxistas en pro de
la revolución consiste, por tanto, en demostrar que la propiedad de los
capitalistas tiene más de justa que de injusta y que, por consiguiente,
el hecho de que los trabajadores, o cualquier otro, se la arrebaten es,
en sí mismo, injusto y delictivo. Pero esto significa que debemos
plantearnos el problema de la justicia de las reclamaciones de
propiedad; significa, además, que no podemos permitirnos el lujo de
refutar las reclamaciones revolucionarias mediante el arbitrario recurso
de cubrir todos los títulos de propiedad existentes con el manto de la
«justicia». Semejante proceder difícilmente convencería a quienes creen
que ellos, u otros, han sido gravemente expoliados y permanentemente
agredidos. Pero todo esto significa también que debemos prepararnos para
descubrir los casos en los que puede estar moralmente justificada la
expropiación violenta de los títulos de propiedad existentes, porque
tales títulos son en sí mismos injustos y criminales.
Propongamos de nuevo un ejemplo para ilustrar nuestra tesis.
Empleando el mismo excelente recurso utilizado por Ludwig von Mises para
dejar aparte las emociones, imaginemos un país hipotético, al que
llamaremos «Ruritania». Añadamos que Ruritania está gobernada por un rey
que ha lesionado gravemente los derechos individuales y los títulos
legítimos de propiedad, los ha regulado a su capricho y ha acabado por
apoderarse de todos ellos. Se inicia entonces en el país un movimiento
libertario que consigue llevar al ánimo del núcleo de la población el
convencimiento de que es necesario sustituir aquel criminal sistema por
una sociedad realmente libertaria, en la que sean plenamente respetados
los derechos de cada individuo a su propia persona y a las propiedades
que ha descubierto y creado. El rey, convencido de que la inminente
revuelta tendrá éxito, recurre a una taimada estratagema. Proclama la
disolución del gobierno, pero antes de llevarla a cabo parcela
arbitrariamente todo el país y distribuye los títulos de propiedad de
las tierras del reino entre él y sus allegados. A continuación, se
dirige a los rebeldes libertarios y les dice: «Muy bien. Me he atenido a
vuestros deseos y he disuelto mi gobierno; ya no habrá en adelante
invasiones violentas de las posesiones privadas. Yo mismo y los otros
once miembros de mi familia tomamos cada uno la doceava parte de
Ruritania, y si perturbáis esta propiedad, de la manera que fuere,
estaréis violando el sacrosanto fundamento del credo que profesáis: la
inviolabilidad de la propiedad privada. Y dado que en el futuro no
podremos exigir ‘impuestos’, tendréis que garantizarnos a cada uno de
nosotros el derecho a imponer algún tipo de ‘alquiler’, el que mejor nos
parezca, a nuestros ‘inquilinos’, o regular la vida de todos los
ciudadanos que pretendan vivir en ‘nuestra’ propiedad del modo que
estimemos conveniente. Por consiguiente, los impuestos serán sustituidos
por ‘alquileres privados’.»
¿Qué respuesta deberían dar los rebeldes libertarios a tan descarado
desafío? Si son utilitaristas consecuentes, tendrían que inclinarse ante
tamaño subterfugio y resignarse a vivir bajo un régimen no menos
despótico que el que durante tanto tiempo habían venido combatiendo. Tal
vez incluso aún más despótico, ya que ahora el rey y sus allegados
pueden invocar en su propio provecho el principio auténticamente
libertario del derecho absoluto de la propiedad privada, un derecho que
no habrían podido proclamar con tan absoluto carácter en la etapa
anterior.
Es patente que para que los libertarios puedan rechazar semejante
estratagema tienen que recurrir a la teoría de la propiedad justa frente
a la injusta. Y así, responderían al rey: «Lo sentimos, pero sólo
admitimos las reclamaciones de la propiedad privada cuando son justas, cuando
emanan del derecho natural fundamental del individuo a ser propietario
de sí mismo y de las cosas que o bien ha transformado con su personal
trabajo o bien otros le han regalado voluntariamente, o bien ha recibido
en herencia de anteriores transformadores. En una palabra, no
reconocemos a nadie el derecho a regalar trozos de propiedad basándose
en su —o la de cualquier otro— arbitraria declaración de que es suya.
De tales declaraciones arbitrarias no puede derivarse ningún derecho
moral natural. Insistimos, por tanto, en nuestro derecho a expropiar
vuestra propiedad ‘privada’ y las de vuestros allegados para
devolvérselas a sus primeros propietarios, que fueron víctimas de
vuestras agresiones cuando les impusisteis vuestras ilegítimas
pretensiones.»
De esta discusión fluye un corolario de vital importancia para la teoría de la libertad, a saber, que toda propiedad
es, en su más hondo sentido, «privada».5 Las propiedades pertenecen, en
efecto, a o son controladas por una persona o un grupo de personas
concreto. Cuando B roba el reloj de A, este reloj pasa a ser defacto —mientras pueda retenerlo en su poder y usarlo— su «propiedad» privada. Por tanto, ya esté en manos de A o de B, se encuentra siempre en manos privadas; en algunos casos en manos privadas legítimas y en otros en manos privadas delictivas, pero siempre en manos privadas.
Como veremos más adelante, lo dicho es aplicable a los individuos que
deciden integrarse en un grupo. Cuando el rey de nuestro ejemplo y sus
allegados formaron un gobierno, controlaron —y, por tanto, hicieron
«suya», al menos parcialmente— la propiedad de las personas a las que
agredieron. Cuando parcelaron la tierra en propiedades «privadas» para
cada uno de ellos, se insertaron en el grupo de los propietarios del
país, aunque por medios formalmente diferentes. En ambos casos hay una
diversidad en la forma —pero no en la esencia— de la propiedad privada.
El problema crucial de la sociedad no es —contra lo que algunos creen—
si la propiedad ha de ser privada o pública, sino si los propietarios
—que son forzosamente privados— son dueños legítimos o ilegítimos. En
última instancia, no existe un ente llamado «Administración Pública».
Sólo existen personas que se reúnen en grupos, se dan el nombre de
Gobierno o de Administración y actúan de forma «gubernamental».6 Toda
propiedad es «privada». La única cuestión sujeta a debate es si está en
manos de delincuentes o en las de sus verdaderos y legítimos dueños.
Esta es la única razón que lleva a los libertarios a oponerse a la
formación de propiedades públicas o estatales y a abogar por su
desaparición cuando se han formado: la comprobación de que los
dirigentes del gobierno o del Estado son propietarios injustos de esta
propiedad, de la que se han apoderado por procedimientos delictivos.
Resumidamente, el utilitarismo del laissez-faire no puede
limitarse a oponerse a la propiedad «pública» y defender la privada. El
debate en torno a las propiedades estatales no es tanto que sean públicas (¿qué
decir de los delincuentes privados, como nuestro ladrón de relojes del
ejemplo anterior?), sino que son ilegítimas, injustas, delictivas, como
en el caso del rey de Ruritania. Y dado que también los delincuentes
«privados» son reprensibles, vemos que la cuestión social de la
propiedad no puede analizarse, en último extremo, desde los conceptos
utilitaristas de privado o público. Debe ser estudiada en términos de
justicia o injusticia: de propietarios legítimos versus propietarios
ilegítimos, es decir, invasores criminales de la propiedad. Y poco
importa que a estos invasores se les llame «privados» o «públicos».
El libertario puede ahora sentirse preocupado. Puede decir:
«Concedamos que en principio usted tiene razón, que los títulos de
propiedad deben estar convalidados por la justicia, y que no se le debe
consentir ni al delincuente quedarse con el reloj robado ni al rey y los
suyos repartirse «su» país. Pero, ¿cómo aplicar el principio en la
práctica? ¿No obligaría esto a una investigación caótica de todos y cada
uno de los títulos de propiedad? Y más aún: ¿Qué criterios fijaría
usted para determinar la justicia de tales títulos?
La respuesta es que también aquí debe aplicarse el criterio arriba
expuesto: el derecho de cada individuo a su propia persona y a las
propiedades que ha descubierto y transformado y, por tanto, «creado»,
así como a las que ha adquirido ya sea a través de donaciones o bien
mediante intercambios con otros parecidos transformadores o
«productores». Es verdad que deben escrutarse los títulos de propiedad
existentes, pero la solución del problema es mucho más simple de lo
podría suponerse. Debe recordarse siempre el principio básico: que todos
los recursos y todos los bienes antes no poseídos por nadie pertenecen
al primero que los descubre y transforma en bienes utilizables, en
bienes de uso (el principio de «colonización»). Ya hemos analizado esta
cuestión en el caso de tierras vírgenes y de recursos naturales por
nadie antes utilizados: el primero que los encuentra y mezcla con ellos
su trabajo, el primero que los posee y los usa, «produce» una propiedad
de la que se convierte en legítimo dueño. Supongamos ahora que López
tiene un reloj. Si no podemos ver claramente que él o sus antecesores en
el título de propiedad del reloj lo adquirieron por medios delictivos,
debemos admitir que el simple hecho de que lo posea y utilice le señala
como su legítimo y justo dueño.
Planteemos la cuestión de otra manera: si no sabemos si el título de
propiedad de López sobre un bien determinado tiene orígenes delictivos,
podemos asumir que esta propiedad estaba, al menos en aquel momento, en
situación de no-poseída (dado que no tenemos certeza sobre su título
original) y que, por tanto, el auténtico título de propiedad revierte al
instante al citado López, en cuanto que es su «primer» (es decir,
actual) poseedor y usuario. En resumen, allí donde no tenemos seguridad
sobre un título, pero tampoco podemos afirmar con certeza que se deriva
de una acción delictiva, dicho título revierte propia y legítimamente a
su poseedor actual.
Pero supongamos que puede establecerse que un determinado título de
propiedad tiene un claro origen delictivo. ¿Quiere esto decir que su
actual propietario debe renunciar a él necesariamente? No
necesariamente. Esto depende de dos consideraciones: a) de si puede
identificarse claramente a la víctima (el propietario original agredido)
y dar con su paradero o el de sus herederos; y b) de si el actual
propietario es —o no— el delincuente que robó la propiedad. Imaginemos
que el López de nuestro ejemplo posee un reloj y que podemos demostrar
de forma fehaciente que su título de propiedad tiene un origen
delictivo, o bien porque 1) lo robó su antepasado o porque 2) su
antepasado se lo compró a un ladrón (si a sabiendas o no de esta
circunstancia es aspecto que no hace al caso en este momento). Ahora, si
podemos identificar y encontrar a la víctima o a sus herederos, es
patente que el título de propiedad de López carece de validez, y que
debe devolver cuanto antes el reloj a su verdadero y legítimo
propietario. Así, pues, si López heredó el reloj de o se lo compró a un
sujeto que se lo había robado a Pérez, y si es posible localizar a Pérez
o a sus herederos, el título de propiedad sobre el reloj revierte a
éste o éstos, sin compensación para el que lo poseía en virtud de un
«título» derivado de un hecho delictivo.7 Resumiendo: si el título de
propiedad actual tiene un origen delictivo y puede identificarse a la
víctima o a sus herederos, debe retornar a éstos, sin dilaciones, el
título de propiedad.
Pero supongamos que no se cumple la condición a): es decir, sabemos
que el título de López tiene un origen delictivo, pero no podemos
encontrar a la víctima ni a sus herederos. ¿Quién ostenta, en tal caso,
la propiedad legítima y moral? La respuesta, en este supuesto, depende
de si ha sido López el autor del hecho delictivo, es decir, el que ha
robado el reloj. En este caso, es claro que no le está permitido
conservarlo en su poder, porque el delincuente no puede verse
recompensado por la comisión del delito; perderá el reloj y posiblemente
se le impondrá algún castigo.8 Pero, ¿quién se hace con el reloj?
Aplicando nuestra teoría libertaria de la propiedad, el reloj se
encuentra ahora —tras la detención de López— en situación de un bien sin
dueño y se convertirá, por tanto, en propiedad legítima de la primera
persona que lo «colonice»: que lo tome y lo utilice, pues con estas
acciones pasa del estado de cosa no usada a la situación contraria. La
primera persona que lo haga se convertirá en su propietario legítimo,
moral y justo.
Imaginemos ahora que no es López el delincuente, no es el hombre que
robó el reloj, sino que lo ha heredado o se lo ha comprado,
inocentemente, al ladrón. Y demos también por supuesto que no es posible
descubrir ni a la víctima ni a sus herederos. En este caso, la
desaparición de la víctima significa que la propiedad robada ha pasado a
la situación de cosa no poseída. Y hemos visto que, en estas
condiciones, un bien sobre el que nadie posee legítimo título de
propiedad se convierte en propiedad legítima de la primera persona que
lo descubre y lo utiliza, que adapta este recurso, hasta ahora sin
dueño, a usos humanos. Esta «primera» persona es, claramente, en nuestro
ejemplo, el propio López, que ha venido usando el reloj durante todo
este tiempo. Concluimos, por tanto, que aunque en su origen fue una
propiedad robada, si no puede saberse quién fue la víctima o sus
herederos, y si el poseedor actual no fue el delincuente que robó la
propiedad, dicho título pasa propia, justa y éticamente a su poseedor
actual.
Resumiendo cuanto hemos dicho acerca de la reclamación y utilización
de propiedades actuales: a) si sabemos con certeza que un título actual
no tiene un origen delictivo, es obvio que se le debe tener por
legítimo, justo y válido; b) si no sabemos si el título actual tiene o
no origen delictivo, y carecemos de medios para averiguarlo, la
propiedad hipotéticamente «sin dueño» revierte inmediata y justamente a
su actual poseedor; c) si sabemos que el título originario es delictivo,
pero no es posible hallar a la víctima o a sus herederos, se dan dos
posibilidades: 1a que el actual propietario del título no sea el agresor
contra la propiedad, y entonces recae sobre él el título, en cuanto que
es el primer dueño de un bien hipotéticamente por nadie poseído; 2a que
el actual detentador del título ha sido el delincuente o uno de los
delincuentes que robaron aquella propiedad y entonces, evidentemente, se
le debe privar de ella; aquí la propiedad revierte a la primera persona
que la saca de su situación de cosa sin dueño y se la apropia para su
uso. Finalmente, si d) el título actual es el resultado de un hecho
delictivo y puede descubrirse el paradero de la víctima o de sus
herederos, revierte de inmediato a estos últimos el título de propiedad,
sin compensación ni para el delincuente ni para ninguno de los
detentadores del injusto título.
Podría tal vez objetarse que el poseedor o los poseedores del título
injusto (en el caso de que no hayan sido ellos los autores de la
agresión) deberían ser justos propietarios del valor que han añadido a
las propiedades que poseían injustamente o, en último extremo, deberían
ser compensados por este valor añadido. Sobre esto debe decirse que el
criterio a seguir es averiguar si el valor añadido es, o no, separable
de la propiedad original en cuestión. Supongamos, por poner un ejemplo,
que Prieto le roba el coche a Moreno y se lo vende a Estébanez. En
nuestra tesis, lo primero que debe hacerse es devolver de inmediato el
coche a su verdadero propietario, Moreno, sin compensación alguna para
Estébanez. Moreno ha sido víctima de un robo y no se le debe imponer,
encima, la obligación de recompensar a quien sea. A Estébanez le
asisten, por supuesto, todos los derechos para querellarse contra el
ladrón de coches, Prieto, y demandarle por daños y perjuicios, basándose
en el contrato fraudulento a que le indujo con engaño (haciéndose pasar
por el verdadero propietario del coche que le vendió). Pero sigamos
suponiendo que, durante el tiempo que Estébanez utilizó el automóvil, le
puso una radio nueva; como la radio es un bien separable, debe
otorgársele la facultad de sacarla del vehículo antes de devolvérselo a
Moreno, puesto que es su legítimo propietario. Cuando el bien o el valor
no es separable, sino que es parte integrante de la propiedad (por
ejemplo, una reparación del motor), Estébanez no puede pretender una
parte de la propiedad de Moreno (salvo siempre su derecho a demandar a
Prieto por daños y perjuicios). También en el caso de que Prieto hubiera
robado a Moreno no un coche, sino una parcela de terreno, y se la
hubiera vendido a Estébanez, el criterio a seguir es la posibilidad de
separar los añadidos llevados a cabo por éste en la finca. Si, por
ejemplo, ha alzado algunas construcciones en ella, debe concedérsele el
derecho a trasladarlas o a demolerlas antes de devolver el terreno al
propietario original, Moreno.
El ejemplo del coche robado nos permite ver inmediatamente la
injusticia del actual concepto legal de «instrumento negociable». Según
la legislación vigente, debe devolverse, sin duda, el coche robado a su
legítimo dueño, sin obligación ninguna por parte de éste de recompensar
al poseedor momentáneo de un título de propiedad injusto. Pero el Estado
ha decretado que ciertos bienes (p. e., los billetes de banco) son
«instrumentos negociables» que el receptor o comprador no delincuente
cree que son suyos y respecto de los cuales no tiene la obligación de
devolverlos a la víctima. Una legislación especial ha convertido también
a los prestamistas en una parecida casta privilegiada: si, por ejemplo,
lo que Prieto le roba a Moreno es una máquina de escribir por la que
luego pide un préstamo a Estébanez, no se le obliga al prestamista a
devolver la máquina a su legítimo propietario, el señor Moreno.
Tal vez a algunos lectores les parezca excesivamente severa nuestra
doctrina acerca de los receptores de buena fe de bienes de los que más
tarde se averigua que habían sido robados o injustamente poseídos. Pero
debemos recordar que, en el caso de compra de tierras y de los seguros
contra la invalidez de títulos de bienes inmuebles, es práctica habitual
este tipo de investigación para hacer frente a estos problemas. Muy
probablemente, en una sociedad libertaria el negocio de investigación de
los mencionados títulos de propiedad y los seguros por invalidez de
títulos se aplicaría también en las áreas, más amplias, de protección de
los derechos de la propiedad justa y privada.
Vemos, pues, que, expuesta en sus verdaderos términos, la teoría
libertaria ni se confunde con el utilitarismo, que da su arbitraria e
indiscriminada bendición ética a todos y cada uno de los títulos de
propiedad actuales, ni condena a un caos de incertidumbre total
la moralidad de los títulos existentes. Al contrario: a partir del
axioma básico del derecho natural de cada persona a la propiedad de sí
misma y de los recursos sin dueño que encuentra y transforma en
utilizables, la teoría libertaria deduce la moralidad y la justicia
absolutas de todos los títulos de propiedad actuales, salvo aquellos que
tienen un origen delictivo y 1) puede darse con el paradero de la
víctima o de sus herederos, o 2) aunque no puede identificarse a la
víctima, el autor del delito es el propietario actual. En el primer
caso, la propiedad revierte, según la justicia común, a la víctima o a
sus herederos; en el segundo, la propiedad recae sobre la primera
persona que altera la situación, de bien no poseído o cosa sin dueño.
Tenemos, pues, una teoría de los derechos de propiedad según la cual
todos los seres humanos tienen absoluto derecho al control y la
propiedad de su propio cuerpo y de los recursos de la tierra por nadie
usados que encuentran y transforman. Tienen asimismo derecho a regalar
estas propiedades tangibles (pero no a enajenar el control sobre su
propia persona y sobre su voluntad) y a intercambiarlas por las
propiedades —adquiridas por iguales caminos— de otras personas. Por
tanto, todo derecho legítimo de propiedad se deriva de la propiedad del
hombre sobre su persona y del principio de «colonización» según el cual
la propiedad de una cosa sin dueño recae directamente sobre su primer
poseedor.
Tenemos asimismo una teoría de la delincuencia: es
delincuente quien comete una agresión contra la propiedad. Deben
invalidarse todos los títulos de propiedad de origen delictivo y
devolvérseles a la víctima o a sus herederos. Si no es posible localizar
a las víctimas y el propietario actual no es el autor de la agresión,
la propiedad recae sobre este último en virtud de nuestro principio de
«colonización».
Veamos ahora cómo puede aplicarse esta teoría a las diferentes
categorías de propiedad. El caso más sencillo es, por supuesto, el de la
propiedad de las personas. El axioma fundamental de la teoría
libertaria es que todas y cada una de las personas deben ser
propietarias de sí mismas y que nadie tiene derecho a interferir en esta
autoposesión. De donde se sigue directamente que es de todo punto
inadmisible el derecho de propiedad sobre otra persona.9 Ofrece un
destacado ejemplo de este tipo de inadmisible propiedad la institución
de la esclavitud. Con anterioridad al año 1865, la esclavitud confería
en los Estados Unidos a algunos ciudadanos el título de «propiedad
privada» sobre muchas personas. Pero que existiera un tal título privado
no convertía a estos ciudadanos en legítimos propietarios; muy al
contrario, constituía una agresión permanente, un permanente crimen de
los amos (y de quienes colaboraban a la obtención de tales títulos)
contra sus esclavos. Es preciso añadir aquí que, al igual que en nuestro
hipotético caso del rey de Ruritania, el utilitarismo no proporciona
una base firme para anular el «derecho de propiedad» de un amo sobre su
esclavo.
La época en la que la esclavitud era una práctica común, muchas de
las discusiones giraban en torno a la cuestión de la compensación
monetaria que debería dárseles a los dueños en el caso de que fuera
abolida semejante institución. Pero se trataba de una discusión
palpablemente absurda. ¿Qué deberíamos hacer cuando prendemos a un
ladrón y recuperamos el reloj robado, recompensarle porque se ve privado
del reloj… o castigarle por su mala acción? Esclavizar a un ser humano
es a todas luces un crimen más odioso que robarle un reloj, un crimen
que debe ser castigado de acuerdo con su enorme gravedad. Como comentaba
acremente el liberal clásico Benjamin Pearson: «Se ha hecho la
propuesta de compensar a los propietarios de esclavos, cuando debería
pensarse que son los esclavos quienes merecen la compensación.»10 Y es
patente que deberían ser los amos —y no los contribuyentes— quienes
paguen de su bolsillo la compensación.
Debe insistirse en que en el tema de la esclavitud y a propósito de
si debería ser abolida sin dilación ninguna o si sería más prudente
hacerlo a lo largo de una o de dos generaciones, no tenían valor alguno
los argumentos sobre los problemas de desorganización social, de súbito
empobrecimiento de los propietarios de esclavos o del ocaso de la
cultura sureña, ni tan siquiera la cuestión —interesante, obviamente,
por otras razones— de si la esclavitud resultaba beneficiosa para los
cultivos y para la prosperidad económica del Sur. Para los libertarios,
para quienes creen en la justicia, la única consideración era la
monstruosa injusticia y la permanente agresión implicadas en la
esclavitud y, por consiguiente, la inaplazable necesidad de abolir una
tal institución con la mayor premura posible.11
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