El Estado de Bienestar neutraliza a los opositores al volverlos dependientes del gobierno
Desde épocas inmemoriales—de Etienne de la Boitie a David Hume a Ludwig von Mises—los
analistas políticos han señalado que debido a que el número aquellos
que conforman la elite gobernante representa sólo una pequeña fracción
del número de las masas gobernadas, todo régimen vive o perece de
conformidad con la “opinión pública”.
A menos que la masa del pueblo, no
importa cuán objetivamente abusada y saqueada pueda parecer, considere
que los actuales gobernantes son legítimos, las masas no tolerarán la
continuación del régimen en el poder. Ni es necesario que lo toleren,
porque son mucho más numerosos que los gobernantes, y por lo tanto cada
vez que subjetivamente se sientan hastiados, tienen el poder—es decir,
la abrumadora ventaja de la superioridad numérica—para derrocar al
régimen. Incluso si el régimen posee una gran ventaja de poder
coercitivo, su empleo no le sirve de nada a los gobernantes si tienen
que matar o encarcelar al 90 por ciento de la población, debido a que
dicha violencia masiva los reducirá al estatus de parásitos sin nadie de
quien depender.
Esta consideración durante mucho tiempo
pareció tener sentido como un elemento crítico del análisis político, y
aún hoy uno la encuentra a menudo. Algo parecido a lo que parece motivar
al actual movimiento Occupy Wall Street y sus derivados en otros lares
cuando se presentan a sí mismos como miembros del (explotado) 99 por
ciento, en oposición al (explotador) 1 por ciento.
Ciertas tendencias de larga data en el Estado de Bienestar,
sin embargo, han debilitado progresivamente la fuerza de este análisis.
El elemento principal de estas tendencias es el tremendo crecimiento
del número de personas (y de su proporción en la población) que dependen
directamente de los beneficios gubernamentales en un grado sustancial.
Investigadores de la Fundación Heritage han estado siguiendo este
desarrollo durante varios años y han retrotraído su análisis por varias
décadas. Un índice de dependencia basado en esta investigación se incrementa de 19 en el año fiscal 1962 a 272 en el año fiscal 2009.
El índice de Heritage emplea información
sobre casi tres docenas de programas federales importantes de los que
los estadounidenses dependen para ingresos en efectivo y otro tipo de
apoyo—incluyendo la asistencia para la vivienda, el Medicaid, el
Medicare, el Seguro Social, los beneficios del seguro de desempleo, los
beneficios educativos, y los apoyos a los ingresos agrícolas—pero
escasamente es una medida integral, ya que el número total de programas
federales con personas a cargo es gigantesco en la actualidad. Por
supuesto, cada uno de dichos programas cuenta con empleados y
contratistas del gobierno que lo dirigen y por lo tanto dependen de él
para ganar gran parte, si no todo, de sus ingresos. Los jubilados
civiles y militares del gobierno añaden millones más a las filas.
Los investigadores de Heritage
encontraron que en 1962, 21,7 millones de personas dependían de los
programas de beneficios que incluyeron en su índice. Para 2009, el
número correspondiente de las personas dependientes había crecido a 64,3
millones. La adición de dependientes no incluidos en el estudio de
Heritage fácilmente podría incrementar el número a más de 100 millones, o
más de un tercio de toda la población. Por lo tanto, los parásitos
están cada vez más cerca de superar en número a aquellos de quienes
dependen.
Sería un error, por supuesto, agrupar a
todas estas personas dependientes en la clase (explotadora) gobernante.
Los beneficiarios de edad avanzada de las pensiones por vejez, los
beneficiarios de las prestaciones del seguro por desempleo, y los
beneficiarios de la asistencia temporal para familias necesitadas están,
por lo general, tan alejados de la clase gobernante como puede estarlo
uno.
Sin embargo, en la medida en que
aquellos que dependen de los programas gubernamentales para una parte
sustancial de sus ingresos entran en el cálculo de los que gobiernan y
son gobernados, es probable que se tornen, en efecto, insignificantes.
Tienen aproximadamente cero influencia sobre los verdaderos gobernantes,
y tampoco ejercen virtualmente peso alguno en oposición a aquellos
gobernantes. El miedo de perder sus beneficios del gobierno los
neutraliza eficazmente en lo atinente a su oposición al régimen de cuya
aparente beneficencia dependen para elementos significativos de su
ingreso real. Por supuesto, para cualquier cosa que votar pueda valer la
pena, ellos votan directamente o indirectamente en proporción
abrumadora por la continuación y la ampliación presupuestaria de los
programas gubernamentales de los cuales dependen. Por lo tanto, ayudan a
producir una aparente legitimidad de aquellos en la cima de la
jerarquía gobernante—una muestra de su agradecimiento por las migajas
que sus amos políticos arrojaron sobre ellos.
A medida que las filas de aquellos que
dependen del Estado de Bienestar siguen creciendo, la necesidad de los
gobernantes de prestar atención a la población gobernada disminuye. Los
amos saben muy bien que las ovejas no atrancan el recinto en el cual los
pastores están haciendo posible que ellas puedan sobrevivir. Toda
persona que se torna dependiente del Estado simultáneamente se convierte
en una persona menos que podría actuar de alguna manera para oponerse
al régimen existente. Por lo tanto, los gobiernos modernos ha ido mucho
más allá del pan y el circo con los que los césares romanos compraban la
lealtad de la gente común. En estas circunstancias, no resulta
sorprendente que los únicos cambios que se producen en la composición de
la élite gobernante se asemejan a un reacomodamiento de los ocupantes
de los camarotes de primera clase de un crucero de lujo. No importa que
este crucero sea el equivalente económico y moral del Titanic y que su
destino final no sea más propicio que lo que fue el del navío
“insumergible” que se fue a pique hace un siglo.
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