Elogio de la 'dama de hierro'
El País, Madrid
(Artículo publicado originalmente el 2 de diciembre de 1990)
En los últimos dos años visité a varios
jefes de Gobierno porque creía (ingenuamente) que estas visitas
favorecerían el empeño en el que andaba. Todos eran gobernantes
respetables que habían servido más o menos bien a su país. Pero sólo a
uno de ellos profesaba esa admiración sin reservas, esa reverencia poco
menos que filial que no he sentido por ningún otro político vivo, y sí,
en cambio, por muchos intelectuales y artistas (como Popper, Faulkner o
Borges): la señora Thatcher.Unos años atrás la había visto, en una cena
en casa de Hugh Thomas, aprobar con soberbia desenvoltura el examen al
que la sometieron una decena de invitados implacables del historiador,
entre los que se encontraban algunas luminarias académicas y literarias
como Isaiah Berlin, Stephan Spender y el poeta Philip Larkin.
Esta vez la entrevista fue a solas, en
Downing Street, y duró apenas media hora. Aproveché para decirle lo que
hoy creo con más fuerza que entonces. Que lo ocurrido en el Reino Unido
en estos últimos 11 años es probablemente la revolución más fecunda que
haya tenido lugar en la Europa de este siglo y la de efectos más
contagiosos en el resto del mundo. Una revolución sin balas y sin
muertos, sin discursos flamígeros ni operáticos mítines, hecha con votos
y con leyes, en el más estricto respeto de las instituciones
democráticas, e incapaz, por lo tanto, de despertar el entusiasmo y ni
siquiera la comprensión de la intelligentzia, esa clase que fabrica las mitologías y dispensa las aureolas revolucionarias.
Pero una revolución más humana y
progresista que la que entierra hoy, sin honores, el señor Gorbachov,
con su terrible corso de asesinados, sus campos de concentración, sus
censores, sus colonias y esos planificadores que dejan una economía que,
para empezar a funcionar, debe ser ahora rehecha desde los cimientos.
Margaret Thatcher entrega a su sucesor un país en el que el esfuerzo por
transferir a la sociedad civil las funciones y responsabilidades que le
había arrebatado el Estado ha sido extraordinario.
La importancia primera de la
privatización de esos monopolios estatales deficitarios que el mercado
ha vuelto, está volviendo o casi seguramente volverá eficientes (los del
gas, el acero, el petróleo, los teléfonos, los aeropuertos, la British
Airways, la electricidad, el agua, etcétera) no es económica, aunque
ella haya servido en buena parte para sacar al Reino Unido del marasmo
económico y la decadencia industrial que en 1978 parecían irremisibles.
Es social. Porque gracias a esas privatizaciones hay hoy día 11 millones
de nuevos accionistas, la mayoría de los cuales son empleados,
trabajadores o simples consumidores de esas empresas desnacionalizadas,
gentes de modestos ingresos que por primera vez tienen acceso a la
propiedad. Y como lo son ese millón de familias propietarias de
viviendas que hizo posible la democratización del crédito y la
disposición que obligó a los ayuntamientos a vender las residencias
municipales a los inquilinos que quisieran adquirirlas. Expresiones como
capitalismo popular y un país de propietarios habían comenzado a ser una realidad en el Reino Unido.
Como aquéllas, todas las reformas
emprendidas por el Gobierno de la señora Thatcher, a costa a veces de
épicos enfrentamientos -la huelga minera de 1984 y 1985, por ejemplo-
estuvieron siempre orientadas a estimular el crecimiento de la riqueza,
la difusión de la propiedad y la libertad del ciudadano para elegir
entre distintas opciones. Gracias a ellas, los empresarios británicos
están aprendiendo de nuevo a competir, a buscar el favor de los
consumidores a través de la eficiencia en vez de las prebendas estatales
del viejo sistema mercantilista, y hay hoy medio millón de nuevas
empresas -de existencia real, es decir, sustentada en el mercado y no en
el artificio del subsidio- y más de dos millones de puestos de trabajo
de los que había en 1978. Y gracias a ellas el sindicalismo es ahora más
libre y más auténtico, por el serio revés que significó para las
oligarquías sindicales la legislación que acabó con las prácticas
antidemocráticas del closed shop y dio a los afiliados la
posibilidad de fiscalizar a sus dirigentes y votar directamente sobre
las grandes decisiones (como las huelgas). Ésta y no otra es la razón
por la que en las dos últimas elecciones generales los tories obtuvieron un tercio del voto obrero.
Pero el gran aporte de la señora
Thatcher a su país y al mundo no puede medirse con estadísticas. Está en
el impalpable territorio de las ideas, de los valores, de los ejemplos,
de las imágenes, de los supuestos, en aquello que Popper considera la
piedra miliar de la que dependen la solidez o la precariedad de las
instituciones democráticas: el marco moral. Es en este dominio que la
modesta hija de un tendero y una costurera, gracias a su coraje, a su
convicción libertaria y, a su talento político, deja un mundo mejor del
que encontró.
Hace 12 años estaban todavía muy
arraigadas las creencias de que la justicia social exigía un Estado
grande, que una economía intervenida podía ser próspera, que el
paternalismo y las dádivas eran buenos remedios contra la pobreza y que
la soberanía debía ser defendida también en lo económico con políticas nacionalistas.
Lo cierto es que hoy queda muy poco en pie en Europa de esa filosofía
populista. Y aun en el resto del mundo cada vez parece más una verdad de
Perogrullo decir que la libertad política y la fibertad económica son
una sola y que sin esta última es muy difícil, cuando no imposible, la
creación sostenida de la riqueza. Y, también, que cuanto más libre sea
el funcionamiento del mercado y más vasta su acción estará mejor
defendido el interés general, armonizados más sensiblemente los
intereses individuales y sectoriales con los del conjunto de la
colectividad.
¿Hubiera sido posible, sin el ejemplo de
lo ocurrido en el Reino Unido de 1978 a 1990, esta formidable
renovación de la cultura política de nuestro tiempo? Yo lo dudo. Como
estoy seguro, también, de que la revitalización que la señora Thatcher
dio a las tesis centrales del liberalismo clásico fue un facior decisivo
para los cambios en el Este. Cierto, el despleine del comunismo
soviético y de los regímenes satélites de Europa central se debió, sobre
todo, a su propia ineptitud para crear riqueza, asegurar la justicia
social o garantizar dosis mínir-as de libertad. Pero sin aqueI notable
rejuvenecimiento que trajo al Occidente, en la década de los ochenta, el
fin de las ilusiones populistas y socialistas, el retorno al mercado y
la promoción de la iniciativa individiual y el espíritu de empresa -esa
filosofía gracias a la cual salieron las naciones democráticas de Europa
del atraso y la barbarie en que viven aún los países que no han
aprendido la lección- el fenómeno Gorbachov hubiera podido tardar mucho
en aparecer. Porque una dictadura puede, mediante la opresión, disimular
las penurias y el descontento de un pueblo. En el casi increíble
proceso que ha cambiado la historia contemporánea, el liderazgo político
lo tuvo, por razones obvias, Estados Unidos. Pero el liderazgo moral y
cultural no fue el de Ronald Reagan, sino el de Margaret Thatcher, del
mismo modo que la gran figura de la II Guerra Mundial no fue Roosevelt,
sino Churchill. Porque ningún otro de los líderes occidentales vio tan
lúcidamente lo que estaba en juego ni asumió con tanta claridad y
resolución -temeridad, a veces- las reformas para acelerar y asegurar la
irreversibilidad de los cambios.
Por eso no sólo los ingleses, escoceses y galeses deben gratitud a la dama de hierro.
Todos los que a lo largo y ancho del mundo se han beneficiado en estos
años con la caída de los regímenes totalitarios y autoritarios (los
argentinos, por ejemplo, a quienes la señora Thatcher libró sin duda de
medio siglo de gorilismo militar, que es lo que hubieran tenido si la
dictadura de Galtieri se queda con las Malvinas) o con la liberalización
de las economías y la internacionalización de los mercados o con el
renacimiento de la filosofía de la libertad, tenemos una deuda de
reconocimiento con esta primera ministra que, luego de haber hecho por
su país lo que pocos estadistas en su rica historia, acaba de caer, a
consecuencias, no de una derrota electoral, no de un gran fracaso de
política local o diplomática, sino de una grisácea conspiración de
resentidos y desleales de su propio partido.
"Para hacer en su país lo que usted se
propone", me dijo, en aquella conversación de media hora, "debe usted
rodearse de un grupo de personas totalmente identificadas con esas
ideas. Porque, cuando hay que resistir las presiones que trae consigo el
enfrentarse a los intereses creados, las primeras defecciones ocurren
siempre en las propias filas". Lo sucedido en estos días ha actualizado
en mi memoria, con resonancias ácidas, ese consejo que, como es sabido,
no tuve ocasión de aplicar.
Lo peor, sin duda, no es la sórdida intriga que causó su renuncia. Lo peor es que prevalezca la falsedad de que ha caído por el poll-tax
(el impuesto local) o por su actitud frente a Europa. El famoso
impuesto, que tanta oposición ha provocado tiene una finalidad
inobjetable: disciplinar a los municipios irrespon sables, obligarlos a
gastar sé lo lo que los propios vecinos están dispuestos a costear y,
por lo tanto, inducir a los ciudadanos a participar activamente en la
vida comunal, vigilando de cerca los programas municipales. ¿No es ésta
una medida que perfecciona la democracia? Como las otras reformas
thatcherianas, ésta terminará también por imponerse por su justicia
intrínseca.
Respecto a Europa, en cambio, me temo
que, con su caída, su postura sea derrotada. Sus críticas a Bruselas han
tomado el semblante del nacionalismo, de un empeño
antihistórico por defender el particularismo inglés. Ésta es otra
inexactitud, entre las muchas que se le atribuyen, aunque algunos de
quienes la han apoyado en esto lo hayan hecho por razones provincianas y
sentimentales. Pero quien ha leído con cuidado su discurso de Brujas y
sus otros pronunciamientos, no puede equivocarse. El temor de la señora
Thatcher no es a Europa. Es a una burocracia no elegida a la que los
poderes supranacionales pueden dar la facultad de liquidar desde
Bruselas todas las reformas sociales y económicas que el Reino Unido
experimentó en estos 11 años y medio. (No hay que olvidar que toda
burocracia es ontológicamente socialista).
¿Qué ocurrirá después de su partida? La
historia no está escrita y puede ocurrir cualquier cosa. La democracia
más antigua del mundo no se va a resquebrajar con su ausencia, desde
luego. Esperemos que tampoco se empobrezca ni vuelva a declinar como en
los cincuenta, los sesenta y los setenta. Hay una esperanza, ya que,
como mea culpa, los parlamentarios tories que la
acuchillaron por la espalda han elegido para reemplazarla a un joven que
creció a su sombra y que promete continuar la batalla. Un joven, John
Major, hijo de un trapecista y una cantante de circo, que parece
encarnar esa meritocracia con la que Margaret Thatcher había empezado a
revolucionar el Partido Conservador al mismo tiempo que transformaba la
sociedad inglesa (y no hay duda que la aristocracia del partido se lo ha
hecho pagar).
En cuanto a ella, quiero poner en letras
de imprenta la frase que acompañó a las flores que le envié apenas supe
la noticia: "Señora, no hay palabras bastantes en el diccionario para
agradecerle lo que usted ha hecho por la causa de la libertad".
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